Mi nombre es Víctor Albarracín y soy un hijueputica más de la escena artística bogotana. Además de «artista», he sido o sigo siendo para sobrevivir: diseñador de publicaciones, corrector de estilo —de libros de odontología, de filosofía, de bioética, de estudios ambientales, de historia y de un etcétera bastante largo—, traductor, cantante de rock, crítico de arte, curador, cuentista, quintacolumnista de revistas culturales —despedido sin razón, o con razón pero sin que me dieran razón alguna—, «gestor independiente», «negro» literario, profesor universitario —de cátedra y mal pago, por supuesto, y escritor fantasma de documentos de acreditación que ningún profesor de planta y bien pago ha querido o podido redactar—, realizador de televisión, librero y algunas otras cosas con las que no quiero seguir agobiándolos.
He hecho de todo. El hecho es que, creo, hago muchas cosas y esas cosas, a pesar de su aparente dispersión, están hiladas entre sí por la pura contingencia de que he sido yo quien las hizo. Cuando uno hace tantas cosas, resulta que casi todas las hace mal. Esa es mi historia, y no me avergüenza. No en vano, buena parte de mi «obra» ha consistido en la búsqueda de su destrucción y de su devalúo, pero de una manera pública —y un tanto melodramática también—. Sé que el mundo no me escuchará y que no soy, propiamente, un cantante. Puedo decir que mi voz interior no es un jardín de rosas y que de mis mejores recitales mentales ni siquiera la ducha de la conciencia cósmica puede dar cuenta.
Yo no quiero ser colombiano. O más bien, no quiero ser colombiano como no quiero tampoco ser de algún otro lugar. En ese sentido, una revisión de los Derechos Humanos debería garantizar el derecho inalienable a No Tener Nacionalidad. Por eso es que algunos terminamos matriculados como «artistas», a fin de cuentas el arte es lo más cercano a hacer nada, pero no porque uno haga nada sino porque todo tiende a terminar en la patria de la nada. Esto lo digo sin dramatismos ni huevonadas, sin cara solemne tipo Sartre y sin el nadadito de perro de algunos nadaístas, nada de eso. El arte sólo sería, en mi caso, un relato construido para darle sentido a algo que no lo tiene. En arte no hay solución porque no hay problema.
Donde hay cultura la vida se jodió, porque es un testimonio construido, es una prueba falsa, un falso indicio. Es un simulacro de testimonio. La cultura no mata y el mundo cultural es inofensivo o, más bien, como toda la vida del aspirante a pequeñoburgués, mata de a poquitos: deprime, reseca y desespera; lleva al suicidio o al alcoholismo; obliga a unos cuantos a cambiar de vida, a volverse huraños y a esconderse por años en una finca de la sabana. A otros, que no tenemos finca ni perspectivas profesionales, ni plata para trago, nos va volviendo cínicos y aún más resentidos de lo que ya éramos por cuenta de nuestra extracción social no muy afortunada.
Si a Bogotá le dicen la Atenas suramericana tal vez sea porque sólo es ruinas. Me gusta caminar por la plaza de Bolívar, y no es por la plaza, ni por su valor arquitectónico o por una evocación historicista, me gusta porque es ahí donde terminan todos mis paseos. El mapa del centro de Bogotá me resulta predecible. Durante años y sin proponérmelo he levantado un plano mental de todas sus calles. Son derivas en las que oscilo entre el desespero que me causa evadir tareas pendientes y una calma chicha que promete tragedias inminentes y comienzos promisorios. Ver en los andenes el pollo transgénico (con orejas de conejo), el rallador de papa multiusos, los afiches de tetas de millos y nacional, las camisetas chinas y los CDs de Reggaeton a $2000, eficientemente ofrecidos por personas que consiguen lo que uno necesita con apenas un silbido, que saben cuándo desaparecer porque llegó el camión de la policía y que pueden rearmar sus tenderetes con una agilidad increíble, me habla más de la ciudad del futuro —de nuevas condiciones y formas de solidaridad para la supervivencia—, y del mundo en general, que los logros de los que se ufanan las administraciones distritales, los gestores culturales y los artistas filósofos pero sin filo.
Hace unos años, a través de internet, un grupo de artistas (no identificados) encabezados por Doris Salcedo (plenamente identificada) pedía la colaboración de los interesados en acudir la tarde del martes 3 de abril a la Plaza de Bolívar con el fin de ayudar a encender no una sino 25000 velas que dibujarían una retícula sobre el consabido cuadrado del marchódromo distrital a modo de duelo por la muerte de once diputados que fueron secuestrados y asesinados por la guerrilla. Todo era evocador y luminoso esa noche, hasta la pobre respuesta del público a la invitación de la artista. Pero creo, no era ese el momento para ser evocador ni luminoso. Y creo que Doris Salcedo lo sabe, porque son la oscuridad de la muerte y la incapacidad de dar pie a la enunciación aspectos presentes en su trabajo. Lo saben sus constantes alusiones a Celan y a Lévinas, tanto como ese silencio cargado de orgullo por el que la artista sólo acepta entrevistas o diálogos con medios internacionales. Pero, porque, frente al decir nada ruidosamente, ¿no sería mejor escuchar en silencio? O tal vez, más que imágenes y espectáculos, necesitamos interlocuciones que no terminen, al cabo de una o dos horas, transformadas en cera quemada sobre el pavimento. En conclusión, en arte no somos buenos, no podemos hacer señalamientos sociales con total impunidad, siempre tenemos un interés personalista, escondido, oscuro o turbio detrás de nuestra práctica.
Soy huérfano, no tengo padres ni madres en esto del arte aunque sí les he escrito cartas. A ella le escribí: “ Maestra, no… Adorada Betty, quiero que sepas que no puedo evitar masturbarme una y mil veces al pensar en nuestra conversación de ese día, y en el hecho inequívoco de que soy un pervertido. Pero lo soy por sus palabras, por tus palabras, digo, pues ellas me han hecho consciente de esta pasión embarazosa y malsana que me consume por dentro.” Y a él le escribí una semblanza: “En las noches, A. soñaba. Y sus sueños estaban llenos de lujo. Mujeres semidesnudas bailaban a su alrededor. Su mente creaba atmósferas de sensualidad y peligro: carros caros, pistolas, discotecas, lino y terciopelo. Coca y Dom Perignon. Un día A. se hizo sacar los dientes.”
Nietzsche decía «diente inútil sobre el tiempo inútil.» Me gusta escribir, es una forma de expresión y autoconfrontación, de hacerle el quite a toda esa literatura del “tú puedes si te lo propones” que mata la posibilidad de formar zonas de sombra, arrugas y manchas en los lectores que se encuentran bajo su influencia. Y algo he escrito sobre arte, de la misma manera que escribiría sobre ortodoncia si hubiera estudiado dentistería, o sobre la Reforma Agraria si fuera un agrimensor de Tunja.
Los artistas no escriben. Son vagos, dispersos y «brutos como pintor». Sólo hacen el deber, y a las malas, cuando hay que presentarse a alguna convocatoria. Redactan mal, estructuran peor, no juegan y más bien sí les gusta construir ideas en cuya redacción se lean palabras como «hegemonía», «direccionamiento», «apropiacionismo» o «insubordinación». O eso se supone. Aunque de repente los artistas sí escriben. Y hasta llegarán a contar cosas con palabras: les escribirán a los novios, harán la lista del mercado, dejarán inscrita una canción en una servilleta o ¿quién sabe?, a lo mejor se pondrán kafkianos y se harán leer en ese puñado de páginas que les costaron tiempo y ánimo. O tal vez no. Podría ser que la escritura fuera para el artista un lujo y una alegría; un motivo para desplegar figuras, relatos, metáforas y sinécdoques; un ejercicio de recopilación e invención, un espacio para robar y devolver.
Es posible que yo escriba porque leo, durante mucho tiempo trabajé en una librería que quedaba dentro de la Luis Ángel Arango y ahí tuve los primeros encuentros de reojo con muchas de las personas que luego conocí con pelos y señales. Este cubículo laboral me permitía penetrar en la arcaica quietud del libro, un mundo que se veía constantemente alterado por el deber ser de los clientes. Una vez entró una peladita de 16 o 17 años armada con esa pinta neojipi que incorporaba elementos gitanos y, a la vez, un cierto feeling gótico, cuero y taches revueltos con arabescos y mochila. Preguntó, para mi tristeza, por la continuación de Quién se ha llevado mi queso, o algo por el estilo. Como no vendía ese libro y yo decía no poder conseguirlo, ella quiso probar suerte con cualquier obra de Ron Hubbard o, en su defecto, cualquier cosa sobre dianética. Me pregunto entonces si no estaré cayendo en un agujero negro generacional del que ya no podré salir nunca, y empiezo a preocuparme al ver de qué modo ahora, a diferencia de hace quince años, disfruto escuchando Blonde On Blonde. ¿Cuándo empieza uno a convertirse en su padre?
Una vez vi un grupo de diez o doce tipos con crestas y chaquetas de taches en la inauguración de la exposición de Edgar Guzmanruiz en el marco del premio Luís Caballero, esa lotería para artistas mayores de 35 años que tenía lugar en la ya extinta Galería Santa Fe. La exhibición era la más fría de la temporada, entre discoteca minimalista sin música y con demasiada luz, nave espacial de película barata y citas de Rilke pegadas en la entrada. El trabajo de Guzmanruiz sorprendió a todos por el profesionalismo de un montaje que sostenía la absoluta fragilidad conceptual de la obra. Aburridos, los crestudos salieron cantando/gritando: “el arte está en las calles, no en los museos, cementerios”, y con eso se salvó la noche.
Esta vitalidad también la vi en un grupo se llama Superninja 3066, al que oí en el bar El Patrón (un local de 6 metros cuadrados en el siempre maloliente centro comercial Terraza Pasteur). Ver a estos jóvenes en escena fue curioso porque conseguían hacer de su música una experiencia aplastante para sus espectadores quienes, tras infructuosos intentos de armar un pogo consistente, debían desistir para quedarse inmóviles viendo como a las canciones les salían patas y uñas y dientes y pelos vuelta tras vuelta y sin remedio. Si ese público brincón y un poco violento no saltaba ni se pateaba entre sí cuando sonaba la banda, era porque la música ya los estaba pateando más que suficiente. Otro canto de sirenas fue el que oí otro día en otro lugar, en “¡Socorro!”, un bar que iba en decadencia, víctima de su propio éxito. Una banda llamada Las ruinas Telepáticas que en una de sus canciones repetía a punta de alaridos la misma pregunta una y otra vez hasta convertirla en un mantra ininteligible: «¿Por qué no me abortaron? ¿por qué no me abortaron?…»
El arte de museo, de galería, de coleccionista, no patea y cuando hace un pataleo visible es porque ya se montó en el ascensor que lo lleva al cadalso de la «institucionalización». La mirada de la medusa de los curadores lo transforma todo en postales para libros de historia del arte, a los artistas les da una pátina heroica y deposita todo el flujo energético que había allí implicado en las arcas del prestigio individual y de la buena gestión institucional. El precio que paga la curaduría en pro de coleccionar y de ser histórica es el aniquilamiento total de la vocación crítica del “arte crítico” que exhibe. ¿Por qué llamar curaduría a una actividad en la que lo curado termina amputado?
Cuando tenía alrededor de 15 años estuve en una milicia de elenos, durante muy poco tiempo, y después estuve también muy poco tiempo en los Guardias Rojos. Me desencanté muy rápido. Yo creo que no se puede hablar de una acción política real en Colombia. Hay demagogia y alienación, pero no creo que eso sea político. Hay una diferencia entre la política y lo político, tal cual lo plantea Lyotard. Hay mucha política pero hay pocas acciones donde lo político realmente se dé o exista. En consecuencia, cuando se renuncia a la fuerza de lo que es singular, es decir, a la supresión de procesos críticos que cuestionan los marcos dentro de los cuales toda la producción de sentido encuentra su legitimidad, cuando se remplaza la crítica por la doctrina, borrando del mapa de lo colectivo el rol del disentimiento y del antagonismo, es imposible establecer formas de interacción social capaces de traducirse en transformaciones reales y específicas del contexto.
Ahora bien, así se tenga una línea de acción crítica, mantenerla al vaivén de las circunstancias parece ser cosa de profetas y de mártires. Cuando el M-19 robó la espada del Libertador, la guerrilla consiguió subvertir realmente un orden de imágenes mediante las que se construyeron ideas y metáforas que apoyaron las líneas narrativas de su acción. Hace poco Lucas Ospina parodió el comunicado que hizo el M-19 cuando lo del robo y le adjudicó la autoría del manifiesto apócrifo a un comando subversivo inexistente llamado Comando Arte Libre S-11, lo hizo para criticar a la burocracia del arte de la Fundación Alzate Avendaño a raíz del robo de un Goya en esa institución. Por un momento esto tuvo un gran vuelo mediático y se creo una epifanía radical: “¡Con la audiencia, con la imagen y sin poder! ¡Presente, presente, presente!”. Luego, ante el acoso policial, Ospina salió a la luz y comparó el manifiesto del S-11 con el fingimiento presidencial de La Luciérnaga, y con esto sólo contribuyó a expandir una percepción, ya generalizada en la opinión pública: la actividad artística contemporánea no es más que un chiste flojo sin consecuencias ni repercusiones y, por ello, no puede construir un espacio crítico de la supuesta verdad institucional. Al convertir este acto en la travesura de un niño necio sólo contribuyó a dejar por el piso la dignidad de las ideas planteadas, la de la persona que las puso a circular y la del campo artístico bogotano, que terminó más cagado de lo que ya estaba por dárselas de chistoso. La prueba es que todo continuó igual con esa fundación, incluso peor, luego se perdieron 643 millones de su caja fuerte, nadie dijo esta boca es mía y ahora muchos artistas de prestigio exponen en esa crujiente casa para ver si se ganan alguno de los tres secos millonarios que ofrece la Alzate, todo en miras a lavar con el detergente del arte el pasado fascista del caudillo grecocaldense que da nombre a esa institución.
Mi voluntad de antagonismo y fracaso está sustentada en una inveterada desconfianza ante políticas institucionales que, a pesar de estar estructuradas a partir de los discursos de la inclusión, la participación y la creación de consensos, muestran un grado fuerte, si no de abierta corrupción, sí de estatismo y aburrimiento. Todo está enmarcado en una atmósfera inducida por el permanente reencauche de una serie limitada de artistas y de un modelo expositivo amparado baja la supuesta novedad de conceptos como “juventud”, “comunidad”, “interactividad”, “etnografía”, “ficción”, “transversalidad” y “paisaje cultural”. Un vademécum de glosas extraídas de textos ampliamente difundidos en universidades y repetidos en incontables catálogos y textos curatoriales (Foster, Crimp, García Canclini, Fontcuberta, Lippard, Mosquera). La voluntad de hacer parecer que se está dando una significativa modernización del discurso artístico local sólo consigue poner en evidencia el juego de unos mecanismos de poder que transformaron un conjunto reducido de herramientas pedagógicas (los textos), en lineamientos ideológicos de una academia dada a pasar por encima de las condiciones reales de un contexto muy precario en pos de hacerlo parecer sofisticado. Una administración de la cultura que confunde el campo del arte con el del trabajo social, con el de la redención y, ¿por qué no decirlo?, con la abierta promoción de un grupo más bien cerrado de jóvenes artistas.
Así las cosas, mi insistencia en el antagonismo y mi persistencia en el fracaso han terminado por llevarme a un destino paradójico: el éxito. Todo comenzó hace unos años cuando me gané de carambola el Premio Nacional de Crítica del Ministerio de Cultura porque el vencedor tuvo que renunciar por un impedimento legal. Hace unos meses me gané una beca del gobierno estadounidense para irme a hacer una maestría. Mi imagen de bello perdedor se ha visto alterada y pronto dejaré en Bogotá al que he sido. Hoy en día me enfrento a una nueva muerte, de tantas que he vivido. Los pasajes de este libro son una suerte de homilía para un nuevo velorio festivo.
(Texto escrito como prólogo para el libro El tratamiento de las condiciones de Victor Albarracín, editado por Juan Sebastián Ramírez, dentro de la curaduría Desde el malestar o Desde el bienestar. La publicación será lanzada junto a una exposición del artista en el Museo La Tertulia)