-Artes vivas- Artes de la experiencia-
“Construir casas, por encima de la desesperación. Un techo para eso.
Contemporáneos, compañeros del mundo, holgazanes de Der Spiegel.
Unos restauran las fachadas, otros los patios traseros. Los que están en los patios son naturalmente antirrestaurativos, es decir revolucionarios y están en contra del milagro económico alemán: sus zapatos vienen de Milán, su fe de Varsovia; las personas que desposan se entusiasman -en las horas de entusiasmo- con el nouveau roman. Muchos se sirven de su máquina de escribir con su mano izquierda. En las vacaciones aprenden incluso albanés.
Están delgados: están contra el fascismo de las barrigas gordas”. Paul Celan, Microlitos
Cultivando la vida -dice Eduardo. Y cita al subcomandante Marcos, “Mi pensamiento que siento es diferente al de los otros”. Cada solsticio de verano se reúne el convite (Convite Nacional de Música y Arte Campesino Cuna Carranguera), congregación de grupos carrangueros (Corpocarranga) y de actividades artísticas que se presentan al aire libre en Tinjacá. Labor de resistencia cultural. Escuela para la vida. Al igual que en la vereda de Santa Bárbara que visité, funcionan escuelas de música campesina diseminadas por los campos y veredas de los pueblos cundiboyacences. Anónimas, ignotas al turismo cultural. Campo Sonoro es uno de estos grupos de música, de arte vivo, que han surgido de la carranga campesina; creado en el año de 1999, vecino de La Candelaria en Ráquira, cerca de las lagunas de Fúquene y de Iguaque, en Tinjacá. Campo Sonoro son Eduardo Villarreal Velázquez, Angel Rodríguez Murcia, Marco Villarreal Otero, Milcíades González Páez. Aquí a Tinjacá fue a donde llegué por los relatos de Edgar, a quien conocí un sábado en el mercado orgánico de Villa de Leyva.
La Política de la vida
El objeto dejaba de ser importante. La exposición, el Museo. La curaduría se desleía. El comisario perdía su autoridad. La Ley su poder de sujeción.
¿Cómo aprehender el entusiasmo de esta visita? ¿Esa materia noble llamada entusiasmo?
Sin arma alguna para la contemplación, para este Arte en movimiento. Para este Arte Vivo. Para este Arte de la experiencia. Sin embargo, me armé con mi libreta y tomé algunas notas mientras le observaba. Nos bajamos del carro en la irrealidad verde de esas montañas todavía desnudas. Aquí en Leyva en cambio, todo está construido, para donde se mire está habitado. Salvo frente a mi mesa donde puedo ver una montaña, lo que todavía es una montaña. Casi sin vegetación. Evocando las formas de alguna especie extinta, y los incendios. Además porque es escarpada y hace parte de una reserva. Preservada todavía de la urbanización. De los que vienen. De los que venimos, huyendo tal vez. Llegará el desierto y el cansancio, la saturación inmobiliaria. El déficit del natural llamado a sucumbir tarde o temprano. La explotación de la tierra es literal. Saqueada en lo externo y en lo interno. Socavado todo recurso. Toda vida. Por eso esta montaña estéril. Las gentes vienen huyendo del ruido y la contaminación. Pero traen sus cargas. Sus latas pesadas que insisten en movilizar por estas piedras. Sus formas de vida que calcan en el natural, superponiéndolas hasta hacerlo invisible.
Atravesamos la pequeña puerta de madera. Y me encuentro con Eduardo a quien espero conocer. Inquietante deseo. Edgar, rezagado, espera en silencio. Este viaje es diferente. No entro en una sala inmaculada y silenciosa, la sala, las salas de exposición, innumerables y diseminadas por ahí, en circuitos que van formando sus propios nichos culturales, los centros de atracción estética, los centros de discusión, los engranajes del Arte y la cultura. No estoy en una sala dispuesta a mi observación, dispuesta sin ningún riesgo, impoluta de vida, cuidada por dos o tres vigilantes, con un clima y un aire que han sido dosificados para que todo se conserve. Dosificados para la exposición. También la luz, y la disposición del espacio, la espectacularidad de esta puesta en escena. Para que todo se ordene a mi vista. Como si aquí dentro, en la sala, no transcurriera el tiempo.
Es un laboratorio de vida.
Un extracto. La fibra pulsante ha quedado afuera. El ruido, la contaminación, la dispersión. Los comisarios lo dispusieron todo. El neón, las tarjeticas, el texto. La filiación y el riesgo. Un riesgo que comienza a parecerse a un ansia de libertad. Todo me conduce por la sala. Todo me ilustra didácticamente. Con esa didáctica del Arte Contemporáneo. Este teatro absorbe mi curiosidad. La focaliza. También mi ansiedad. Todo deseo de notoriedad está respaldado por estas paredes, por esta constitución. Entonces sólo falta un cierto desplegarse, una cierta seguridad. Un saber desplazarse por la sala. Hay una gestual de exposición, un determinado estar en exposición. Y el cuerpo aprehende, reconoce esos usos. He ahí el Arte de nuestro tiempo.
Recorro el patio de cemento, los mosaicos de las paredes, la luz que golpea los muros de tierra, ese color indescriptible, el de la vida verdadera. Treinta años ha durado su construcción y adecuación, el montaje de esta construcción, la casa. La casa construida por encima de la desesperación.
Los gordos están fuera, aquí todo parece levitar. La figura delgada de Eduardo que fuma imparable y me mira. Pensé que iba a encontrarme con un lugareño, y se borra mi imagen preconcebida. Ese guion de juicios cargados solapadamente, de sala en sala. Aquí nada de eso funciona. Eduardo es un marginal, es decir uno que abandonó su vida de origen buscando otra cosa. Me invita a seguir. He de vérmelas con personas reales, con movimientos, con objetos dispuestos para la vida, ninguna utilería para ningún teatro. Y sin embargo esta posibilidad de contemplación.
En la sala hay una permanente luz blanca, inmodificable. Y la detención de la vida, que permite contemplarlo todo imperturbable. Casi impunemente.
Anoto en mi libretica mientas Eduardo habla. Yo miro la casa, las fotografías, los objetos, los detalles del suelo y las paredes, la luz de Tinjacá, tan especial, esa luz entrando a grandes ráfagas por estas ventanas, un desierto verde, y calor. ¿Cómo ocultarla? Inevitablemente será alcanzada por las hordas de animales sedientos de ciudad. ¿Cómo mantener la tierra oculta de esa rapacidad? Tarde o temprano también llegarán hasta aquí.
¿Es posible una política de la vida?
Quizá la vida sea esa política. La política de la vida.
El hombre es vida, no hay diferencia. No se trata de un sujeto que vive la vida, la vida es el acontecimiento. El margen mismo, el estar al margen mismo de todo centro, de toda distinción, de toda mirada diferenciadora.
No hay misión porque no hay formación que cumplir, o cosa que deba ser formada, hay solo cursar, un cursar de la vida. Un cursar que es este cantar la vida, sembrar la tierra, hacer las cosas verdaderas.
No se pretende alcanzar nada, ni lo nuevo, ni lo bucólico ni lo ancestral. La vida se va presentando. Así que nadie busca representarla. La vida se va encarnando y va transfigurándose en esa simpleza de existir.
¿Y su consistencia? La consistencia en esa tierra y en esa vida. Un arte vivo por lo tanto. Cada vez más distante y poco refractario al Museo y a la sala de exposición. Impermeable a toda gestión y producción. O así se lo entiende mientras tanto. Siendo el ritmo del tiempo en el que se inscribe. Ninguna asignación artificial que deba parodiar. Ningún remedo de nada.
Una política de la vida significa tomar posición por la vida. Si la vida es lo vivido. Tomar posición ahí. En ese devenir vida. No como un concepto, no como una teoría o una idea. Sino en esa corriente de la vida. En su darse continuo. Significaba, me remonto a su pasado, transgredir las leyes de la formación, transgredir la educación que interpone un título a esa corriente de vida. Que la formaliza en el título y la profesión. Su padre también había sido médico y era profesor. Me refiero a Eduardo. A quien escucho. Es en esa corriente en que puede hablarse de una política de la vida. En esa toma de posición. Un primer paso, la sospecha sobre la posibilidad de formación, como algo dado, como algo conquistable en el tiempo, algo que puede cerrarse y concluirse, como un saber enciclopédico. O un saber así sea un saber transgresor. Igualmente pretende abarcar y definir. Cercar la vida y su flujo. En esa política de la vida, nada se cierra, nada se formaliza. La vida prosigue a perpetuidad, sin afán ni progreso. Pero tampoco es una inercia. Tampoco la habitan las leyes del entretenimiento porque jamás es atacada o alcanzada por el Spleen, por el abatimiento. No alcanza el tiempo para ello. Tampoco están dadas las condiciones para esas zonas artificiales del entretenimiento en que se hace propicio el aburrimiento y la desazón. Esa política ha subvertido las leyes del entretenimiento, o así procura. En su movilización continua. En su diario resistir. Un tránsito que supone siempre el seguimiento de una senda desconocida, y por eso el seguimiento es un aventurarse siempre por las sendas de lo no transitado ni formado. Esta política de la vida es un viaje entonces. Y su signo es lo inédito. No hay camino, no hay derroteros preestablecidos, ni tampoco la idea de abrir sendas. Simplemente el vivir. Y la tarea de recomenzar siempre. Sin ninguna sensación de nada ganado. Sin ninguna idea de conquista. Porque no hay un territorio. Solo tierra vivida. Vida viva. Ningún programa a la vista. La política de la vida es la política del tránsito de lo no transitable, la bella paradoja de Althusser. El tránsito siempre continuo e imparable por los ríos intransitables. No existen carreteras abiertas, sendas recorridas, rutas. Todo camino es una empresa siempre, una empresa que está por abrirse al tránsito, para cerrarse inmediatamente. La fatiga es la aventura, el riesgo de lo siempre por comenzar. Siempre con el riesgo a cuestas del extravío. La locura acechando inequívocamente, porque está ahí. Entonces es necesario abandonar el viejo ideal de la unidad. Porque siempre estaremos en esa política, llamados a una nueva bifurcación, a un nuevo imprevisto, pero que se vive como lo inédito, desarticulando toda idea de catástrofe y por tanto de necesidad de certezas y seguridad. Lo ignoto es la política de la vida. Pero esta vida no puede patentarse, no es una formulación, habrá de ser presenciada, llamada a convite.
Y enajenada voluntariamente de toda forma de vida burguesa. La casa construida por encima de la desesperación. Como los arwacos que encontró Eduardo en los setenta cuando trabajando con el Instituto Colombiano de Antropología se aventuró por la Sierra, para vivir con ellos, para vivir como ellos.
Pero no se trata de activismos, ninguna acción es vivida como una práctica. Los arwacos buscaban resistir esas prácticas de los misioneros Capuchinos, sintetizadas en salud y educación. Ellos querían su propio sistema de salud y educación, en los internados los indios estaban sometidos a mezclarse, para acabar con su cultura a punta de disolución, los misioneros buscaban disolverlos hasta hacer de las partes entidades irreconocibles.
Eduardo los siguió, estaba aprendiendo.
Entonces apareció Tinjacá. Y se vino. Sin tener que seguir llevando a cuestas la responsabilidad de la salud, la mentira de la salvación por la medicina. Se transformó en partero, acompañando a las mujeres parteras. No había carreteras ni carros, su padre también había sido obstetra de profesión. Pero en la Clínica.
Eduardo se vino con su flauta y su guitarra para seguir tocando en solitario. Con la música de entonces. La que sonaba en las emisoras. Pero se dio cuenta que Colombia es un país aparte y buscó la música latinoamericana. A los indios esa música les parecía fea. Porque para ellos la única música valedera es la suya. –son eurocentristas, dice Eduardo. A su manera todo busca ser el centro. |
Contra el fascismo de las barrigas gordas, el desafío de Paul Celan
“Un tiempo en que los libros ya no son escritos sino hechos o producidos: poiein…en el que el poietes es el lector de editorial –un escalón previo al fabricante. De donde también esa nueva “Logia” de los manager del libro, en clara colaboración con los otros impotentes literatos secundarios –los titulares de cátedras universitarias. Plaza vacante de la poesía. Donde ella se afirma aún, se la expulsa”. Microlitos, Trotta, Madrid, 2015, pág. 31.
“Hoy el poema difícilmente puede ordenarse bajo un término genérico; tiene a su vez un poco de oda, un poco de elegía, algo yámbico o coreo, es a la vez baladesco o romanesco; nunca es sólo oda, sólo elegía, sólo sátira—sólo balada, sólo romance. Con esto no quiero insinuar que lo tenga por híbrido; quiero decir más bien que en el poema hoy se expresa una individuación más radical que hasta ahora”. Microlitos, Pág. 111
“El poema del que hablo no es de superficies; esto no lo cambia tampoco el hecho de que aún recientemente, así en Apollinaire o en Christian Morgenstern, ha habido el poema de figuras. El poema tiene más bien espacios y concretamente uno complejo: el espacio y la tectónica de aquello que él se exige; y el espacio de su propio lenguaje, es decir, no del lenguaje simplemente, sino del lenguaje que se configura y actualiza bajo el especial ángulo de inclinación del hablante; con ello el poema es lenguaje determinado por destino.
“Por destino: una palabra altamente discutible, lo sé; acéptenla al menos como palabra auxiliar p.ej. para designar esa experiencia: que se tiene que vivir después su poema, si ha de permanecer verdadero; que en este o en aquél poema se tiene uno que preguntar si no hubiera sido mejor dejarlo sin escribir; que incluso el irrealis más literal habla el lenguaje del imperativo: “¡Tienes que pasar por aquí, vida!”.
“Los modos, los tiempos, los aspectos del tiempo: en el poema habitan uno junto a otros. Estos son-igualmente-oscuridades, señoras y señores.” Microlitos, pág. 110.
Althusser y el tránsito siempre continuo e imparable por los ríos intransitables. La necesidad de erosionar la ideología
El convite, Arte de la experiencia. Arte desatando un interés que permanece, aún independiente de las condiciones en que aparece, y en que quedará registrado en el tiempo. Transhistórico. ¿Es posible?
Habrá convite si no se lo encierra en una cripta, aceptando su volatilidad, porque el convite sucede. No es un objeto condenado a perdurar fantasmalmente. Está ahí, es nuestro contemporáneo.
Existirá en ese abandonar la pretensión de ser él mismo y si se presenta otra vez, si se representa siempre como inédito, alejado de lo que pretendió ser en principio. Alejado de sí.
Aquí lo que nos ocupa es el tipo de práctica, la distancia en que aparece respecto de otras prácticas, independientemente de una reflexión sobre su calidad artística.
¿Pero cómo producir no la simple identificación sino el entusiasmo?
Lo que se pretende es presentarse como verdadero, pero no siendo diferente, sino sabiéndose en su propio campo, siendo su propio campo.
Haciéndose visible como crítica de un modo de vida a desandar para encontrar la vida verdadera, pero no como vida única, sino como verdad del hombre de campo, del campesino que perdió su identidad o vivir particular. No un vivir propuesto como esencial al hombre, sino el vivir que fue encontrando en ese encontrarse en la tierra, trabajando la tierra, entonces no era un vivir transplantado si no el vivir mismo que iba emergiendo de su propia necesidad interna y de su necesidades de responder a una exigencia.
Lo que da a ver es entonces la vida que vino a suplantar su propia vida, la ciudad que vino a falsear el campo hasta su retroceso, quiere ser ingenuo y sencillo, pero sabiendo que no puede seguir siendo ingenuo con relación a esa suplantación de sí, es decir entendiendo que su ingenuidad es un retrotraerse dentro de sí y un entender la distancia interior necesaria para ver el agenciamiento de la suplantación, de esa asunción de prácticas de vida completamente ajenas a la vida campesina.
Lo que el Arte nos da a ver, nos deja ver, es la distancia interior con la ideología que muestra (cf. Althusser) de la que se aparta en tanto que la obra es Arte y no ideología, a la que hace sin embargo alusión. Así la práctica artística es siempre una distancia interior con lo que busca reproducir. Una distancia con la ideología. La efectividad de toda obra es precisamente esa posibilidad de distanciarse de la ideología que sin embargo muestra. Pero para que esa particular mirada cobre efectividad se requiere que quien mira sea capaz de mirar en tanto esté instruido en ese mirar. Es decir una mirada que no borre la diferencia. Que la reconozca sin asimilarla, y sea capaz de hacerla a un lado. Por eso, en el convite no se trata de una distancia interior negativa sino por el contrario, de una distancia interior (cf. Althusser) que invita a esa vida campesina y verdadera, como una invitación que da a ver una vida otra vez sencilla y que se opondría en cambio a la vida que la desplaza, que es la vida del progreso y de la ciudad, que es la ideología que busca representar apartándose de ella, con y en esa distancia interior, pero de tal manera que todavía pueda reconocerla como diferencia. Regresar al campo, a la vida campesina sería esa distancia interior del hombre de campo ya distorsionado por el progreso pero que a través de la carranga ve no sólo su vida dislocada sino esa verdadera que constituiría una verdadera revolución en su manera de entender y ver la vida. La distancia interior produciría así un doble efecto, reconocerse en esa ideología y separarse de ella para lanzarse hacia esa otra ideología campesina, esa revolucionaria, que es la que canta la carranga. Vida que buscaría no lo cerrado del progreso, sino ese saber diferenciarse siempre, que la lleva a ser por lo tanto incompletitud y búsqueda continua.
El convite
De pronto desparecieron los toldos de las plantaciones de tomate, desaparecieron las casas de los que vienen huyendo de la ciudad, y apareció el verde, pero seguía el desierto. Entonces era ese contraste verde y amarillo. Y la luz. Imposible no querer volver por estas tierras. Tinjacá. Y la casa de Eduardo.
Paredes del barro de estas tierras, su casa que se abre a nosotros. Y yo dispuesta, libreta en mano, dispuesta a comprender. ¿Podría tomar nota de todo esto?
La invitación abierta, la amistad y hospitalidad por el canto y por la vida.
El cura del pueblo entendió y ahora canta carranga. Y baila.
Los domingos en la escuela veredal. La escuela aledaña a la casa de Eduardo. La escena se encuentra descentrada. Hay pequeños grupos, todos cabizbajos en su instrumento, concentrados. Desde fuera parecería un espacio vacío, ninguna centralidad directriz, ningún ordenamiento, solo este rítmico desempeño en solitario de cada grupo, esta especie de ensoñación creadora, pautada por el silencio y la seriedad.
¿Será vida verdadera? O simplemente una reproducción de otra vida, un calco. Una simulación. Una puesta en escena de un valor vida, a imitación de algo, como una puesta en escena de algo que quisiera alcanzarse.
La vida verdadera. No la de las selvas. No la que vivió en las montañas con los indios. Esta vida de campesino. De hombre de tierra. La vida extinta en la ciudad.
¿Cómo sería esa distancia que intenta ser? Ese deseo de ser ella misma. Una vida espontanea que cumpla su llamado.
Quizá porque siempre tamizada de ideas y preconcepciones nos resulte la vida como un territorio completamente desconocido e inexplorado, en su verdad. En su vida cierta. No hay una visión canónica de la realidad, pero si la constatación de formas de vida marcadamente ideológicas. Guiadas por una normativa ideológica.
Si la vida es verdadera, lo es como forma de pensamiento que se opone a aceptar una determinada estructura de pensamiento que debe ser acatada sin cuestión. Porque actúa inconscientemente. Es la igualdad ante la Ley lo que debe ser superado.
No hay vida sino la práctica de la vida. Y por lo tanto sin borde. Sin acabamiento. Orillas abiertas.
Edgar, construir un barco en el desierto
Vine a Tinjacá por los relatos de Edgar. Dicen que aquí ganó el voto en blanco. Desde hace un tiempo Edgar me mira desde su campo en el mercado orgánico. Hace poco llegó a Leyva, pero confundo sus historias y no recuerdo en definitiva su procedencia. De Barichara, del Chocó, de algún lugar del margen, lo cierto es que algún día abandonó su trabajo de editor en Bogotá y se fue tierra arriba con la idea de fabricar un barco. E izarlo al mar. El mar tan lejano. Porque buscaba el mar. Y la vida. Para eso fue necesario abandonar toda actividad. Y la ciudad, y hasta la familia. Habitar un campo sin procedencia. Ninguna raíz reconocible que pudiera extender las ramas de alguna reminiscencia y transformarse en obstáculo. Aquí en Leyva camina leve, casi sin pertenencias. Hoy íbamos caminando cuesta abajo hacia la búsqueda. Yo venía oyendo sus relatos, en los espacios que de puesto en puesto en el mercado quedaban abiertos para oírlo. La primera vez fue en La Hoja. El puesto de préstamo gratuito de libros que cada sábado abre, como un alimento más, aquí arriba en el mercado de productos orgánicos. Estaba detrás de los libros. Sonriendo. Y descubrí que me miraba. Algo en mi le inquietaba. Yo miré los libros y me detuve a escuchar. Se había aventurado por las playas de esfera pública. Quería indagar sobre los campos. Los campos de estos quehaceres de Arte. De acción pública. ¿De opinión? Me extendió un libro que podría interesarme. La versión quizá mascullada de otro libro que espera en mi mesa. El de Lipovetsky. Una masticación más sofisticada de la llamada estetización del mundo. La banalización del mundo en esa versión más frívola es la civilización del espectáculo, y su mentor es un escritor prolífico que sienta sus cátedras morales y políticas en latinoamérica. Algún día incursionó en las izquierdas pero rápidamente tomó los derroteros del poder. Vargas Llosa, ojee rápidamente, en su libro estaba todo lo citable.
¿Estaremos a tiempo?
Mientras tanto la cadencia de la carranga continúa. No se sabe de cuánto tiempo atrás viene llegando, viene rasgando las cuerdas y las palabras. Una lenta y paciente resistencia que no conoce el afán. Caminamos hasta la escuela de mañana, rodeados por el sol y el verde. Por las montañas ocres y verdes. Caminamos a paso tranquilo en esta nueva cadencia de domingo en la tierra. Eduardo, Daniela su hija, Edgar y yo. Caminamos en silencio y tranquilos, recordando quizá algunos fragmentos de nuestra reciente conversación, de nuestro reciente entrelazarnos en la palabra. Debajo de una fotografía que registraba a un Eduardo de hace unas décadas, me habla y me mira. Yo tomo notas en mi libreta. Está sucediendo. Todo sucede y no hay una detención que me permita aprehender algo así como un objeto. Apenas si logro sintonizarme con este tejido. La casa ocre, los objetos de madera. Tiempo atrás Eduardo trabajó la madera. También hay muestras colgadas de objetos de esparto que hace Edilma, la mujer que lo acompaña. Las guitarras y los instrumentos se encuentran yaciendo en un rincón. Nos remontamos en la palabra. Es eso lo que apenas puede hacerse. Tocar con una pregunta el pasado. No estamos en una entrevista. Los dos nos miramos. Pero tendremos que comenzar en algún punto. El campo sonoro de esta conversación, el campo en que será propicio que esas andanzas de atrás regresen. ¿Cómo comenzaría todo esto? Y la respuesta es el ansia. El ansia casi imposible de esta tierra viva. Mi ansia del encuentro de algo que no pueda aprisionar. En mis palabras. Que las desborde. Que sea inútil intentar abarcarlas. Que las ideas se queden cortas y sea preciso viajar hasta acá. Hasta Tinjacá. Que sea preciso aceptar este convite, esta hospitalidad necesaria. Esta lógica de cosa viva. De Arte vivo. Y decir Arte es ya contradictorio. Mejor llamarlo como lo han llamado ellos, Campo sonoro, ver sus pasos tras la tierra, guitarra en mano. Así la pretensión del recuento es sólo una pretensión, porque el relato es fallido. También para Eduardo es fallido. Recordar es casi imposible, intentar escribir esta Novela vida. Se trata de entender este necesario regreso a la Tierra. A este llamado. De la vida. De la verdad.
Porque todo comenzó como necesidad de verdad. En la Sierra estuvo aprendiendo. Los indios siempre le preguntaban si estaba aprendiendo. -¿Está aprendiendo? ; Estoy– Tu voz se infiltra en mis palabras. Ya no es la libreta de anotaciones. No se trata de una transcripción de tus frases, agarradas al vuelo mientras conversamos, mi oído atento, pluma en mano. Y escribir rápidamente. Es tu voz, logra ser tu voz, en esta palabra. Logra ser esa vida vivida en este domingo luminoso. No aprehendo nada. No contemplo. No soy convocada a un evento. Simplemente he llegado hasta aquí con el ansia. La misma ansia que te trajo de regreso a estas tierras. Porque sentiste que era un regreso. El campo. La vida campesina. Para ti fue evidente que no era la sierra, que inequívocamente no eres un arwaco. Y fue feliz entender esa diferencia. Esa feliz diferencia te trajo de vuelta al campo. A la tierra. Ser campesino. Descubrir que las manos otra vez pueden rasgar la tierra y trabajarla. En la Sierra los indios te alertaron acerca de la extinción, la extinción de lo verdadero de cada uno. Y esas mezclas de dominación. Y saberse diferente te hizo feliz, te hizo libre y pudiste emprender el camino hacia la tierra. Las tierras de Boyacá, el verde, la arcilla, los desiertos. Y entonces fue Tinjacá. Los indios te enseñaron a resistir. A entender la diferencia. Ser diferente. No somos iguales. Pero cruzamos puentes y atajos para poder conversar. Puentes y cantos, cancioncitas de la tierra. Ceremonias en que pasamos de un punto a otro y la convocatoria es este pasaje, este convite para encontrarnos.
Los misioneros capuchinos buscaban asimilarlos, hacerlos sus iguales, extender ese monopolio vital que hace de todos los seres, hijos de dios y hermanos. Extender ese humanismo por doquier, ese predominio; entonces querían diluirlos, hacerlos desaparecer, mezclar su ser diferente hasta que el último rasgo de piel y de cultura fuera solo una sombra sin huella alguna. Mezclar inmisericordemente las almitas. Las configuraciones pretéritas. Desviar esa transcripción sagrada que viaja de edad en edad. Editarla. Editar al ser con esta mixtura racial. Editar un nuevo ser hermanado en una Ley. En un dogma. Someter ese ser transcrito. Acallado en lo más sagrado de sí. En su creencia de sí. Arrancado de su tiempo, llamado a cumplirse como representación de un credo. De una idea. Asimilarlo. Hasta hacerlo abismalmente irreconocible.
No somos iguales. No soy un indio. Soy un campesino. Estas palabras te llevaron de vuelta a la tierra. A retomar el curso de esa transcripción original, tan necesaria. Ese texto tejido a la piel, en que somos lo que somos. Sin una identidad reconocida. Saberse ser no necesitado de esa identidad que desgarra. Simplemente seguir su curso. Sin responder a ningún llamado intrusivo. Porque ese llamado es lo perturbador, el llamado de la cultura, de la civilización, el llamado de los conceptos. El apresamiento de la vida. Negarse a toda mezcla es recobrarse. Es saberse.
Así que los capuchinos pensaban extinguir a los indios mezclándolos. Haciendo toda una amalgama de pueblo, una materia indiferenciada sobre la que verter su programación. Extenderla mientras a su paso solo quedaba la tierra arrasada. Una misma lengua, una misma raza, una misma creencia, una misma hermandad. Institucionalizar la tierra y sus habitantes. Canalizar el desorden. Crear un programa, una dirección. Hacer un texto legible de todo ellos. Un texto que sea posible discernir.
Ellos se rebelaban y no querían aprender, no querían conocer, no querían progresar. Se rebelaban en una especie de inercia. De involución. Se trataba más bien de su ritmo. De retomar su ritmo. De su seguir cantando su canción. Educación era el lema de los capuchinos. Educación y salud propia era el pregón del arwaco. Su propia educación, su propia salud. Quemarlo todo. Incendiar la intrusión. Incerdiar la conquista y la evangelización. No eran su verdad. Esa verdad provenía de otra parte. Era verdadera en otra parte. No en la selva, no en la montaña, aunque fuera verdad. Entonces se trataba de entenderlos. Entender al indígena, entender al campesino. Entender ese pensamiento. El del índigena, el del campesino, él que se sabía un poco perdido, un poco sin pensamiento, él que quería aprender, él que quería entender, él que buscaba algo.
En su propio desarraigo buscaba. Se había hecho médico como su padre pero no quería llevar a cuestas esa responsabilidad. Se hizo ayudante, una especie de enfermero. Más bien un cuidador. Alguien que observa. Estaba aprendiendo. Pero estaba lejos. Su tierra estaba alejada de aquí, su territorio. Quería construir su propia casa. Tinjacá. Construir su terruño en Tinjacá y labrar la tierra. Y la música. Esa necesidad musical desde siempre, tan personal. Seguir a los Beatles, a Cats Stevens. Todo eso. Hasta que apareció Latinoamérica y sus letras.- Es que no vemos nuestro territorio. No lo podemos apreciar tras tantas capas superpuestas. Tras tantas rutas inequívocas, tantas guías y comentarios. No sabíamos la tierra y ahora que perece lo recordamos e intentamos dar marcha atrás a lo que parece irremediable.
A los arwacos les parecía fea esa música. Porque ellos sólo podían apreciar su propia música, su propia centralidad cultural. Cada uno a su manera se remite a ese centro, a esa verdad. Y lo de afuera parece enrarecido, puro extrañamiento de sí. Entonces pretender esa cultura general es un desacierto. Cada uno es su propio campo sonoro, a veces permeable, a veces rasgado por el miedo, a veces invisible como una casa de cristal, a veces solitario, a veces impronunciable y necesitado de expansión.
Viajó por años entre los dos territorios, guitarra al hombro, y su flauta y la música.
Pero luego empezó la guerra marimbera. Como llamaron este despojo. Y se decidió a irse definitivamente.
Irse a Tinjacá. Tierra de carranga. Música sencilla, de rasgar la tierra con una guitarra y una voz. Con un tiple y un requinto y una guacharaca. Irse, llegar a cultivar maíz, papa, fríjol, irse para aprender el trabajo del campo. Mientras suena la música de Velosa, allá por los 80. Aprender a trabajar la madera. Otra vida. Una sin profesión.
Y le llegó la carranga mientras el merengue campesino se expandía por los campos. Esa míxtura extraña entre el interior y el vallenato, quizá una oleada obligada a devenir por la moda, y luego boyaquizada. Sí, volver a la carranga. Hacérsela con la Verdad. El merengue hablaba de una historia conocida, del trago, del macho, de la fiesta. Y ahora definir la vida con las palabras de esa música íntima. Salir de ese aplastamiento musical.
Hablar del campo, crear ese campo sonoro no interferido. Para poder oír el canto de estas tierras, comprender la resistencia. El campesino quiere quedarse atrás, sin progreso. Unirse a la tierra con su tradición. Y con su verdad. Estas letras hablan de eso, son como un recordatorio, una celebración tranquila. Un convite a seguir.
A veces parece una lección.
Casi un dogma. Del que podría surgir una sospecha, la sospecha por esta singular resistencia, de defensa, de lo suyo, de lo más íntimamente conquistado en la tierra. La distancia con esta verdad es inconmensurable. Se trata de otra vida. De la que apenas podemos hablar.
Pero prefiero el silencio mientras los músicos entonan su himno, y las cuerdas parsimoniosas y lastimeras acompañan ese trance, esa monotonía.
Es mi mirada desde mi orilla.
¿Podría entrever algo?
Y mientras tanto el convite, gente juntándose en derredor, en el campo, en un pueblo perdido en un país, en un continente, en un territorio.
Así la carranga, y como dicen ellos, músicos campesinos, el Arte de decir la verdad.
Se activa una emisora, se activa la música que suena en las casas y en los caminos, una música continua, una improvisación de letras, de vida.
Corpocarranga.
La vida gira en torno al convite.
En torno al solsticio de verano. Solsticio del sur.
Llegarán los músicos.
Llegará el Arte vivo.
Todos llegarán a Tinjacá.
Claudia Díaz, febrero 6 de 2016
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