Por Santiago Rodas
Hace unas semanas salió un video titulado “El Poblado” de los flamantes artistxs de reggaetón del momento, que de seguro será un nuevo éxito internacional. Me hizo pensar en lo que se está construyendo bajo esa maquinaria cosmética y musical de la industria y su fijación por la ciudad de Medellín. También pensé en el barrio de mi infancia y en la vista desde un apartamento de alguien muy adinerado a un pequeño bosque en el que iba con mis amigos a tirar charco en una quebrada de aguas grises que permitían las tardes calurosas de los años noventa.
Medellín ha devenido en el epicentro de los relatos y de las estéticas en forma de videos que la industria musical latina produce ahora mismo bajo el sello del reggaetón. (Pese a la defunción que El Chombo dictaminó en uno de sus videos de Youtube en el que indica que el pop devoró totalmente, desde hace algunos años, al reggaetón). Un sinnúmero de ejemplos diluidos en las letras de las canciones, referencias a sus barrios, imágenes y sonidos hablan de esta ciudad “renovada, limpia, multicultural, sin violencia y chimba”. De pronto Medellín se vuelve sabrosa, sexy, deseable; tiene la brisa del mar flotando, apareándose con el esmog en sus calles. Atrás quedan los problemas del presente, su desigualdad económica, su tasa alarmante de homicidios y feminicidios. Somos, en suma, un pueblo feliz.
En los nuevos videos se ven sus barrios pintarrajeados de grafitis coloridos, decorativos y despolitizados, alegres, folclóricos, mezclados con el naranja ladrillo que caracteriza las laderas que solo sirven de paisaje abstraído para las tomas; el arquetipo de “El barrio popular”, ninguno, cualquiera, porque sirve tan solo como telón de fondo, casi sin importancia, un detalle de color para saber que estamos en Latinoamérica Funciona de utilería para cuando sea necesario mostrar de donde se viene. “Castilla, el barrio que me vio crecer”, se lee al inicio de uno de los videos de J. Balvin que, además de ser el escenario en el que ocurre el video, no hay ninguna otra referencia al lugar donde nacieron el futbolista René Higuita y el poeta Helí Ramírez, no obstante, dicha canción está plagada de referencias norteamericanas y extranjeras que fungen como soporte para el cantante: Obama y sus hijas le dan la bendición, Jay-Z es su amigo, se nombran a Cristiano Ronaldo y a Paulo Dybala, pero nada de Castilla. Medellín es un fantasma, una postal imaginaria sin matices: una simple escenografía. También, en la estética de los visuales, entran en la atmósfera los infaltables cuerpos voluptuosos de las mujeres que, en la mayoría de los casos, son decorativos, extras, un ejército de ropa interior domesticadas por las cámaras de video que acompañan, dóciles, con movimientos libidinosos, los versos del juglar.
Hay una especie de cronotopo paisajístico que se desarrolla en esta nueva representación, en el que la ciudad es una nueva Miami o una nueva Hollywood, o al menos, sus partes más brillantes y menos sórdidas. En los videos, la urbe afantasmada tiene resplandor de quien, por fin, después de tanta violencia, tanto narcotráfico, tantos sicarios, muerte y carros bomba, encontró su abrevadero en la música, en las letras, en los sonidos, en quien pasa la página del dolor y se concentra en los placeres de una nueva vida pacífica, adinerada, con una vista desde un pent-house. La consolidación del deseo desde el encierro en un edificio.
El reggaetón empezó como un sonido plebeyo, una música de barrios marginalizados, incluso racializados de Puertorico y Panamá, se introdujo en Colombia a principios de los dos mil con algunos vasos comunicantes de esta energía erótica y barrial de los lugares del caribe (véase Fusión Perreo, de Quibdó, por ejemplo). Poco tiempo después la industria lo logró “corregir”, al mejor estilo de los Estatutos de la limpieza de sangre en américa y, a partir de una profilaxis musical, encontró las estrategias para destilar este “linaje negro” de a poco, y así remplazar toda la “suciedad” para dejar un sonido enjuagado en el pop gringo y luminoso, para el gusto internacional.
Medellín ha sido clave en esa transición, la metabolización de este género y su transformación, también ha servido como laboratorio para ese proceso de blanqueamiento de los sonidos y las imágenes. Los puentes se tejieron primero con los migrantes colombianos en Miami, pues muchos de los cantantes de la ciudad, de clase media y mestizos, tenían relaciones familiares o laborales con alguien en Estados unidos, luego, con una mímesis del acento y la actitud de los puertorriqueños en el fraseo, empezaron a ganar terreno en la escena local y lograron imponer el género en las emisoras de Colombia, para luego, pocos años después, seducir a los productores del “género urbano” para que vinieran a la “Mónaco suramericana” y descubrieran el potencial de talentos que tenía escondido la ciudad, quizá, entre capas y capas de sangre, cuerpos y escombros. Por último, y con el mercado latino consolidado, lxs músicos lograron arrasar en las listas y los rankings con una nueva versión de estos sonidos, ahora sí más aptos para el mercado norteamericano.
Dicho esto, dejo un fragmento de la canción El Poblado, para pensar en el horizonte de sentido que allí se establece. Una canción que sale a la luz después de un mes de paro nacional en Colombia que, hasta el momento de la escritura de este ensayo, se mantiene en las calles.
Le compré unos pantie’ Moschino pa’ que modele
Y un perfume Bond, ay, qué rico huele
Ese culito es mío, ya yo tengo los papele’
Encerrao’, en un PH en El Poblado.
Nací en los barrios populares del Poblado, un barrio que se conoce como Los naranjos, o La cuadra, o El poblado, o El tesoro, pero, en realidad, no tiene un nombre específico, incluso en los diferentes POT (Plan de Ordenamiento Territorial) se registra de manera diferente. Poca gente lo sabe, pero en El poblado, el barrio más rico de Medellín, hay más de diez barrios populares de baja extracción: La chacona, El chispero, El garabato, El hoyo, La virgen, La Y, entre otros. Dichos barrios tienen sus fronteras con las unidades cerradas que los cercan. El contraste es evidente, un edificio de estrato 6 a una cuadra de una casa estrato 2 sin revoque en la fachada. En ese contexto viví hasta los quince años, vi de cerca esa confrontación de economías, de estéticas y de maneras de existir en el “afuera y en el adentro” de las unidades cerradas que crecieron, cada vez más rápido después del Y2K.
Una escena en el video El poblado, en el que se ve a uno de los cantantes dando la espalda hacia la cámara y mostrando el edificado paisaje de la comuna catorce, me hizo recapitular una anécdota de hace un par de años en la que me invitaron a uno de los apartamentos más lujosos a los que fui alguna vez. Dicho edificio quedaba a diez minutos a pie de la casa de mi infancia. En medio de empleadas, vestidas con sus uniformes, que servían comida y trago a los invitados a la reunión me enfrasqué en un diálogo al lado del anfitrión y un renombrado escritor residente en Bogotá. La conversación entre los dos versaba sobre la vista magnífica desde la casa hacia Medellín, abajo, las luces amarillas y el bosque que permitía algo de oscuridad para que, las luces al fondo, se intensificaran. Yo estaba en silencio, no dije nada en el momento, pero el bosque que señalaba el debo blanquísimo del escritor era uno de mis lugares preferidos. Justo ahí, desde el edificio, se veía el punto donde hice chocolatadas con mi familia, jugamos guerras de boñigas, y nos tiramos a la quebrada en la que bajaban las aguas grises de los edificios, llena de espuma del jabón de lavadoras en las que nos dimos decenas de chapuzones con mis amigos del barrio. Para los escritores lo fundamental era la vista desde la seguridad ontológica del edificio, la unidad cerrada. Para nosotros, los habitantes de los barrios populares, el espacio significó la posibilidad de sumergirnos en una quebrada sucia pero refrescante, jugar con las vacas y los toros que pastaban allí, treparnos en los árboles para coger pomas y mangos, ensuciar nuestras manos, formar nuestros cuerpos, tejer una red de amistad en medio de la conocida violencia de los años noventas.
Desde un pent-house solo se sobrevuela con la mirada una ciudad postal y gaseosa, no se puede tocar ni oler ni palpar. La mirada vertical construye una ciudad de cartón, un escenario gentrificado, un render de la Alcaldía de turno: la visión platónica del mundo de las ideas que concuerda con la representación que se hace en las letras y en los videos del género urbano que piensa en Medellín desde la razón blanca de la industria.
Lxs artistxs del video están capturados en un pent-house, “encerraos”, y no lo saben. Su libertad es el encierro, la lejanía con lo público y distancia con lo popular, porque su deseo tan solo se puede cristalizar en el alcance de la propiedad privada. Quieren, en fin, que El Poblado sea una sinécdoque de Medellín entera. Quieren que la comuna catorce, su parte linda, claro está, cubra la dimensión total del mapa de la ciudad.
En la medida que crece esta espectacularización y sus representaciones para abrirla al mundo cada vez más, crece de igual forma la acumulación de capital, la desigualdad y la pobreza. El narcotráfico no se ha ido, la violencia está instalada en sus calles. En los últimos catorce meses, según Nocopio, la ciudad ajusta 443 homicidios, los fantasmas del pasado tienen huesos y se materializan en el presente.
Medellín es multiforme y bastante compleja. Desde un edificio en El poblado, tan solo se alcanzan a ver unos cuantos colores. Urge salir del pent-house, adentrarse en el magma vivo de los días y quizá entender que podemos construir otras representaciones. La disputa por los símbolos también pasa por la industria musical, allí, en esa trama, se generan disposiciones que crean miradas, que pueden fabricar subjetividades y posturas políticas. No podemos ser ingenuos y pensar que tan solo son videos y canciones para pasar el rato y bailar en las fiestas de la nueva normalidad. Ahí se condensa un afrecho, un jugo de miradas y de horizontes, una política de los lugares y los cuerpos que repercute no solo en la representación sino en la materialidad misma.
Quizá salir a dar una vuelta, y salir del encierro que fosiliza el deseo de vivir en un pent-house pueda dar otras claves interpretativas y abiertas. Tal vez montarse en el bus de número 134 que aparece en el video para darse un borondo por los barrios populares de El poblado pueda airear unas ideas, algunas imágenes y otros modos de relacionarse con el barrio y con la ciudad. Quizá estoy equivocado y veo espectros donde no los hay mientras tatareo una canción de Tego Calderón y recuerdo los bailes pegotudos y sudorosos de los garajes en mi barrio en El poblado.