Durante los últimos años la urgencia de los problemas que acechan al planeta azul ha llevado a ciertos actores de la periferia artística a problematizar su relación con el objeto artístico, poniendo en discusión la validez de la producción de “obra” frente a la necesidad de generar acciones efectivas en el campo social, y que ellas tengan un impacto pragmático en la realidad que vivimos. El uso del recurso simbólico no debería estar desligado de acciones colaterales en el espacio social para superar la dicotomía pasiva entre artista-obra y agenciamiento del espectador.
Un amplio informe de las Naciones Unidas emitido el miércoles 25 de septiembre sobre el cambio climático, señala que se están calentando los océanos al alterarse su química de manera dramática, lo que amenaza los suministros de mariscos, alimenta los ciclones e inundaciones y presenta profundos riesgos para los cientos de millones de personas que viven a lo largo de las costas.
Los artistas objetuales a menudo romantizan el poder de la comunicación simbólica que tienen las “obras” para influir en la percepción del espectador, y de esta manera transportarlo a un lugar imaginario de sabiduría social que provocará en él, una suerte de compromiso espiritual con “acciones” que el mismo artista objetual no trasciende más allá de su estudio. Su acción se limita a hacer obra, nada más, y deja el resto en manos de un ferviente culturalismo que inunda a la industria de la conciencia con la misma fe ciega que los pastores cristianos vacunan a sus seguidores.
De esta manera vemos que pulula el interés de intervenir los espacios sociales, ya sea mediante acciones simbólicas o acciones pragmáticas, donde el objetivo no es tanto producir una obra para la galería, sino performar la realidad en forma directa. Las categorías para intervenir, desde el arte, el espacio de la realidad objetiva tienen a su vez diferentes grados para relacionarse con ese sujeto social. Por ejemplo, tenemos artistas que identifican un problema en una comunidad, investigan sus causas, reconocen actores e interactúan con ellos, mapean a los responsables, etc., pero al final, el resultado termina siendo su objetualización con miras a ser ‘museificado’, es decir, su contextualización y puesta en escena al interior del campo artístico y sus sistemas institucionales de representación, incluido el espacio público cuando es formateado como lugar de exhibición.
Esta circunstancia delinea un contorno sensible que marca un punto de discusión muy importante; es decir, la maniobra que ubica la herramienta de lo simbólico como una condición necesaria a la distancia que toma el arte para llevar a cabo sus ejercicios de representación. Ese trayecto entre lo que el artista observa y lo que la realidad le sugiere, define esa atmósfera simbólica a la que me refiero, detallando dos espacios que aparecen separados: el arte y la realidad, siendo esta última demasiado gris como para evitar ser sometida a la pasarela de los cambios extremos que ofrece la estética burguesa.
La distancia simbólica que crea el arte, sus objetos y su institucionalidad nos alejan de la realidad como fuente original del proceso que el arte representa, introduciendo así un conjunto de narrativas múltiples, ambiguas, que ofrecen lecturas inestables para desafiar la evidencia que el canon promueve. En el arte, entendido en sus conceptos clásicos, la realidad aparece como representación y apariencia, y en muchos casos, como una opinión no controlada del artista que pretende evitar la instrumentalización ideológica alrededor de un estado de cosas.
De esta manera el artista revela y da cuenta de aquello que no se advierte, explora la subjetividad para revelar sus silencios, enseña y habla de lo que no se sabe con fugitiva temeridad al momento de capturar su visión, dependiendo para completar su acto del espectador atrapado por las condiciones que impone el mercado, olvidando que este no amplía sino reduce el poder de comunicación del objeto artístico. El rol del mercado como espectador limita, antes que enriquecer, ese dialogo entre arte y público. La condición metafórica del mensaje es filtrada por un sujeto que depende de la realidad que crea el capitalismo, y este nuevo espectador participa de los determinismos mercantiles; por lo tanto, sometidos a la mar de condiciones que son impuestas al arte por la actividad reguladora de este tipo de intercambio, se inaugura uno de los fracasos más estruendosos del pensamiento sensible. Este modelo ha terminado por crear dos tipos de públicos, estratificados socialmente a partir del poder económico que poseen. Un público de elites, poderoso económicamente y asociado a la lectura mercantil, y unos espectadores subsidiarios que participan del acto de ver lo que el arte dice, producto de la determinación que el mercado previamente sentencia para controlar los significados que circulan.
La industria de la conciencia se ha convertido en un cadáver que circula por los museos, y el tropo de su recuerdo alimenta una nostalgia creativa que parece no querer darse cuenta que su lucha ha devenido en entretención y cinismo crítico, al borrar el diálogo entre obra de arte y público, entendido este como un intercambio que refleja los valores distintivos de una clase social, dejando tan solo un cascarón vacío que la convierte en mercancía.
En un reciente libro del canadiense Max Haiven, titulado Art after Money, Money after Art: Creative Strategies Against Financialization el autor aborda los problemas de representación del capitalismo, y cómo el arte, que acostumbramos a ver como una entidad ajena al dinero, en realidad está intrínsecamente integrado al capital. Para ello cita las ideas de György Lukács trabajadas por Fredric Jameson en Representing Capital, donde explica que en contraste con las hipótesis de los economistas tradicionales, el capitalismo no es simplemente un sistema económico cuyo poder se limita al flujo y reflujo de los productos básicos y la explotación del trabajo. Más bien, el capitalismo es una «totalidad»: sus componentes económicos se basan, en última instancia, en las opciones políticas; estas elecciones políticas, a su vez, se basan en un conjunto de significados culturales; estos significados culturales a su vez dependen de las convenciones estéticas; y estas convenciones a su vez se basan en los fundamentos económicos.[1]
Desde esta perspectiva vale la pena recordar el significado que tiene la economía naranja, unido al discurso de planificadores urbanos como Richard Florida y Zef Hemel, para quien “la economía se está volviendo cada vez más cultural, y la cultura se está volviendo cada vez más comercial”.
Los artistas y los trabajadores culturales son vistos ahora como “empresarios culturales” o «clase creativa», siendo proclamados como modelos a seguir de la nueva economía post fordista. Se dice que encarnan la nueva ética del trabajo basada en la flexibilidad, el emprendimiento, la creación de redes, la capacidad de lidiar con la incertidumbre, el aprendizaje permanente, la creatividad, la innovación y cosas así por el estilo[2] que aspiran a ejercer un refinado control de lo subjetivo, atándola a la lógica de producción de capital al despojarla de todo acto de contestación; y si este aparece, se convierte en anécdota.
Aquí es importante entender que la nueva crítica de arte no es una crítica que debamos reducir a un dilema moral a partir de las relaciones entre arte y coleccionismo por ejemplo, sino que es un problema profundamente económico, que hunde sus raíces en el neoliberalismo del capitalismo tardío, y cómo la obra de arte no se reduce a sus contenidos de segunda mano para espectadores inocentes de clase media, sino que su producción responde a una agenda que está íntimamente atada a su valor como activo económico. Es decir, arte y dinero serían la misma cosa, y la distinción que podría ofrecer el contenido de las obras de arte pasa por un cedazo refinado que ejerce el mercado como espectador de primera clase, en la medida que es esta clase social la que empuja los precios y selecciona los artistas que figuran en los grandes museos.
Curiosamente Julian Siegelmann de artnext señala que el 98% del arte comprado, ya sea por los museos, las galerías o los coleccionistas, se mantiene almacenado. Sin embargo, es importante hacer la distinción entre el arte de las grandes ligas que mueve los enormes precios de estas mercancías culturales, y las masas de compradores asociados a las clases medias que regatean nombres por fuera del mercado principal. Siegelmann dice que el Museo de Arte Moderno de la ciudad de Nueva York tiene casi 200,000 obras en su colección, pero solo una pequeña fracción está en exhibición. La mayor parte de los lienzos cubistas de Picasso y los bocetos surrealistas de Miró están guardados bajo llave. Las galerías comerciales que enfrentan limitaciones de espacio aún más estrictas que los museos masivos como el MoMA, también se ven obligados a guardar muchas obras de arte. Pero almacenar el arte impacta directamente en los resultados de estas pequeñas empresas: no pueden vender lo que los compradores potenciales no pueden ver. Pero ¿de qué compradores hablamos?
Normalmente –dice Siegelmann, de cada 100 personas que asisten a una exposición de arte, solo una persona realiza una compra. Decenas de asistentes a la exposición pueden estar interesados en el arte, pero no compran debido a los costos o a la falta de información.
Ahora bien, en su libro Max Haiven habla de que el arte no es un reino trascendental de autonomía moral y creativa cruelmente profanada por el dinero, sino que precisamente el arte y el dinero nunca han estado tan separados como habitualmente nos gustaría imaginar, y para argumentar esta tesis describe lo que es Le Freeport Singapore, un enclave resguardado en mitad de las sinuosas carreteras de un parque industrial, al lado de la pista del aeropuerto y a una cuadra de la guarnición de la policía fronteriza, Le Freeport de Singapur está aislado de sus vecinos detrás de capas de alambradas. Este es un almacén de lujo especialmente diseñado y altamente seguro para el almacenamiento de obras de arte. Mientras docenas de puertos libres de esta naturaleza existen en todo el mundo, principalmente en Europa, Le Freeport es único en tamaño, ambición y diseño. Una vez usted traspasa los rígidos sistemas de ingreso, soportados por millones de dólares en seguridad vanguardista, y el muy pulido estilo modernista en cromado, grises y rojos, usted experimentará un sentimiento de contemporaneidad ingrávida, una especie de neutralidad suspendida en mitad de un paraíso fiscal de objetos que compiten con el dinero: la estética de la liquidez financiera en sí misma –cuenta Haiven.[3]
Aquí, una cantidad imposible de determinar de tesoros culturales se encuentra cifrada, desde delicadas y singulares urnas chinas antiguas hasta obras de arte conceptuales impresas en papel A4. «No sabemos y no queremos saber qué hay en las bóvedas», me dice el guardia, un hombre que se maravilla de las ironías y contradicciones de su vocación –cuenta Haiven. Su trabajo, explica, es ofrecer a los clientes de Le Freeport habitaciones (de dimensiones variables, dependiendo de la necesidad) que deben permanecer siempre en 22 grados centígrados, 55% de humedad relativa (a menos que se solicite lo contrario) y lo más libres de riesgos posibles. Lo que esos clientes decidieron encriptar en Le Freeport es su negocio privado, con una pequeña cantidad de supervisión estatal. Si bien técnicamente los objetos guardados en el almacén de lujo existen en suelo singapurense, hasta que salen de la instalación por la puerta principal y entran a Singapur, sus propietarios no pagan impuestos; es como si todavía estuvieran reposados en la pista del aeropuerto, a lo que Le Freeport tiene derechos de acceso especiales directamente desde sus puertas traseras.[4]
La pregunta que uno se hace casi que de manera inmediata es ¿de qué clase de contenidos hablamos? O mejor aún ¿prima el valor comercial de estas piezas y sus contenidos espirituales son tan solo una pátina que ayuda a moldear su valor económico? Lo que con claridad nos muestra Haiven es que estamos ante la evidencia de la obra de arte como mercancía pura al mismo nivel del oro, bonos del tesoro estadounidense o acciones de empresas prósperas, hábilmente encriptadas para que conserven sus precios y su aura de exclusividad, en paraísos fiscales que nunca pagan impuestos.
Lo que aquí aparece encriptado, muchísimo más de los pequeños porcentajes que circulan por galerías, museos y ferias, es por lo tanto algo que de alguna manera obtiene un margen de legitimidad a partir de los índices de aceptación que nosotros, el 99%, les ofrecemos como audiencias, y que avala una complicidad que se soporta en nuestra ignorancia o nuestra fe que persiste en romantizar los contenidos del arte que enriquecen y a la vez enmascaran, la condición mercantil de la obra de arte. Esa condición cultural es una capa subordinada que sustenta el valor comercial del objeto artístico y no a la inversa, como tradicionalmente acostumbramos considerarlo. El dinero es el símbolo y el contenido es parte de la mercancía, parafraseando a Hal Foster, en una interesante inversión sobre las formas en que opera la ficción en el capitalismo radical, como engrasante de los relatos que sustentan la vida pública en sociedad.
La lógica del intercambio mercantil entre vendedores y compradores de arte convierte los contenidos culturales en dinero y no en más cultura; es decir, no se da una mayor problematización a todo ese aparato crítico que la obra de arte pone a andar, en buena medida porque al actuar como espectador, el mercado no busca ampliar el margen de los contenidos sino el aumento del valor económico de la pieza en cuestión. Así como existen los mercados primarios y secundarios en el arte, se puede hablar de espectadores primarios y secundarios, siendo los primeros representados por la selección natural de la transacción mercantil que ejercen los grandes compradores del arte, unidos a poderosas elites económicas, y una masa de espectadores secundarios que consumen los dictados del gusto que impone el espectador primario.
Por lo tanto, se puede hablar de dos tipos de enfoque que la obra de arte abre para su comprensión, es decir, como mercancía y como sujeto cultural de contenidos, curiosamente dirigidos a dos segmentos sociales diferenciados: la clase media y la clase alta.
La crisis del planeta es una crisis de la cultura, y persisten graves inconvenientes para conectar todos los puntos de este intrincado mapa de intereses entre arte y economía. El arte, como un actor de primera línea en la cultura humana no deja de aparecer como un elemento que añade valor a esta discusión ¿ha fracasado el arte como un recurso para detener la barbarie? Siendo buenos pesimistas, con probabilidad tenemos que decir que sí, en parte porque la cultura clásica de occidente es una cultura íntimamente asociada a las formas de poder, y son esas formas de poder exacerbadas por el capitalismo radical, amparadas en un modelo de desarrollo temerario, las que están poniendo en riesgo a la democracia y la vida misma del planeta y la sociedad humana. La capacidad de mantenernos como comunidad se desvanece entre los dedos, porque no somos capaces de articularnos como seres humanos y las herramientas del arte no parecen ofrecer alternativas para tal fin, desde una clase media arrinconada por el miedo, y en muchos casos, deseosa de integrarse a las elites que nos oprimen.
La crítica a ciertas prácticas no invalida su oportunidad de actuar como mecanismos que pueden ser efectivos para generar nuevas visiones del mundo, pero es importante que los artistas que las promueven entiendan el lugar que ellas ocupan, y cómo los agentes institucionales del mercado operan sobre ellas. Amparadas bajo propuestas de orden comunitario o mediante la acción individual, ciertas formas residuales de las prácticas creativas preocupadas por lo social insisten en ofrecer pilotos de acción al modelo imperante de un sistema artístico gobernado por el mercado. Una de ellas son las prácticas sociales desde el campo del arte.
Judith Butler en su libro Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoria performativa de la asamblea dice que la acción conjunta puede ser una forma de poner en cuestión a través del cuerpo aspectos imperfectos y poderosos de la política actual. Aquí nos encontramos con dos conceptos importantes para esta discusión: acción y cuerpo. Buena parte del interés de la práctica social desde el campo del arte está dirigido a generar hechos concretos, ya mediante actos simbólicos o pragmáticos en el tejido directo de la sociedad. No existe un modelo fijo y no existe un conjunto teórico definido para entender la práctica social artística, sin embargo los ejemplos abundan.
El cuerpo, por ejemplo –dice Diana Taylor, es materia prima del arte del performance, no es un espacio neutro o transparente; el cuerpo humano se vive de forma intensamente personal (mi cuerpo), producto y copartícipe de fuerzas sociales que lo hacen visible (o invisible) a través de nociones de género, sexualidad, raza, clase, y pertenencia (en términos de ciudadanía, por ejemplo, o estado civil o migratorio), entre otros.
La práctica social emigra del modelo de representación a formatos de inserción directa sobre el tejido social para intervenirlo, mediante la puesta en escena del cuerpo, ya sea individual o colectivo, sobre la masa crítica de la realidad objetiva. Una puede ser el performance simbólico y otra es lo que denomino performance objetivo, una suerte de umbral mínimo entre arte y vida.
Richard Schechner, gurú de los estudios de performance señala que un modo de comprender la escena de este mundo confuso, contradictorio y extremadamente dinámico es examinarlo «como performance.» Y eso es precisamente lo que hacen los estudios de la performance. Los estudios de la performance utilizan un método de «amplio espectro.» El objeto de esta disciplina incluye los géneros estéticos del teatro, la danza y la música, pero no se limita a ellos; comprende también ritos ceremoniales humanos y animales, seculares y sagrados; representación y juegos; performances de la vida cotidiana; papeles de la vida familiar, social y profesional; acción política, demostraciones, campañas electorales y modos de gobierno; deportes y otros entretenimientos populares; psicoterapias dialógicas y orientadas hacia el cuerpo, junto con otras formas de curación (como el shamanisrno); los medios de comunicación. El campo no tiene límites fijos.
El mismo Schechner señala más adelante que desde una perspectiva ligeramente diferente y en términos generales, las “actividades humanas de performance” pueden dividirse en las siguientes categorías, que abarcan un continuun y esferas o ámbitos que se superponen: Juego, ritual, deportes, artes de la performance (música, danza, teatro) y los performances de la vida cotidiana/performatividad-prácticas jurídicas/médicas-entretenimientos populares-medios de comunicación…
Es importante resaltar como entonces al referirse a la vida cotidiana, Schechner habla de prácticas sociales, al señalar el ejercicio médico o jurídico como un performance, y de esta manera abre un espacio de discusión alrededor de la fenomenología de los códigos gestuales que participan de la cotidianidad, privada o pública, y cómo el cuerpo se mueve en el espacio de lo social activando encuentros, realizando conferencias ante públicos diversos, escribiendo emails, respondiendo preguntas, atendiendo a los medios de comunicación, levantando cuestionarios mediante trabajo de campo ante cientos de trabajadores, contrastando la información veraz de las narrativas falsas inspiradas en el fraude científico, y todo un sin número de protocolos en donde el cuerpo va y viene, habla, señala, discute, difuminando la presencia del ser en mitad de la multitud; el yo y el otro se tensionan, la realidad y la vida interior se contraponen, la institucionalidad define normas, formalidades en la comunicación, se distribuyen y se jerarquizan las metodologías de relación entre unos y otros, se negocia la demanda, se transa en una lucha la exigencia, mientras otros observan, la esfera pública se agita, se fragmenta, se interviene, es apropiada en algunos casos, mediante débiles escarceos de la sociedad civil para decodificar sus símbolos y sus signos con las formas de poder que la institución representa, y en la mayoría de los casos impone, mediante el cálculo de los movimientos que la ley brinda a los códigos de autoridad.
En últimas hablamos de la puesta en escena del discurso del habla y del gesto de lo cotidiano, para entender cómo opera, fenomenológicamente hablando, ese cuerpo en mitad de la multitud y sus fronteras que chispean con el roce de otros cuerpos y de la institucionalidad que delimita el espacio legal frente a la ocupación que representa la demanda.
Para el caso de las prácticas sociales desde el campo del arte, es importante –antes de continuar- detenerme en un aspecto brevemente señalado, y consiste en esa definición de la práctica social artística cuando contiene elementos simbólicos y cuándo estos mantienen una postura pragmática.
La artista estadounidense Laurie Jo Reynolds descubrió que los prisioneros de la cárcel de máxima seguridad en el Estado de Illinois estaban sometidos a duras condiciones de encarcelamiento, como era el confinamiento solitario permanente, la privación sensorial, sin contacto alguno con otros internos ni actividades comunales, sin derecho a llamadas telefónicas, sin derecho a visitas; los prisioneros nunca tenían derecho a abandonar la celda, excepto para una breve rutina de ejercicios, como astronautas aislados completamente del mundo. En el año de 2001 Laurie Jo inició un programa para identificar las familias de estos prisioneros. En el 2006 inició el comité poético que reunió a un grupo de escritores, poetas, artistas, músicos y activistas. Este grupo enviaba poemas a los detenidos, ellos respondían igualmente con poemas. En uno de esos intercambios, uno de los detenidos pregunta: esto de los poemas es interesante, pero ¿ya le dijeron a las autoridades lo que está pasando con nosotros? Este mensaje provocó que Laurie Jo, en compañía de un amplio grupo compuesto de abogados, activistas, ex prisioneros, organizaciones de derechos humanos, artistas, familiares y amigos iniciaran lo que ella denominó “Arte Legislativo”, es decir, toda una serie de acciones para ser escuchados ante los comités de prisiones, ante la gobernación y ante los poderes legislativos del Estado, lo que permitió después de duras batallas jurídicas, mediáticas y políticas, que en enero de 2013, la prisión de máxima seguridad del Estado de Illinois fuera cerrada, y los prisioneros reubicados en otras cárceles bajo unas condiciones completamente diferentes.
La propuesta de Laurie Jo, tiene dos momentos: la dimensión simbólica representada por el comité poético, y la dimensión pragmática performada en toda una serie de acciones desarrolladas en el espacio de lo real, encaminadas a ejercer presión en las políticas carcelarias, mediante actos legislativos que llevaron al cierre de la cárcel.
El artista argentino Alejandro Meitin junto a Silvina Babich documentaron el derrame de petróleo en el Río de La Plata causado por un buque tanquero de la Shell, cuando colisionó con otro barco. Un mes después los dos artistas iniciaron recorridos a lo largo de la costa afectada, llena de aves afectadas por el derrame y pantanos y piscinas de líquido contaminando las riberas del río. Más de 5.300 toneladas de petróleo cayeron cerca del pueblo de Magdalena y el parque costero del sur, un refugio salvaje y natural, considerado una reserva de la biosfera por la UNESCO. Babich y Meitin, agrupados en el colectivo Ala Plástica trabajando junto a activistas ambientales, recolectaron fotografías y otro tipo de documentación –desde mapas e imágenes satelitales- para construir un caso de reparación tanto al ecosistema afectado, como a la comunidad.
Desde 1991, Ala plástica ha venido trabajando con artistas, ambientalistas, agencias gubernamentales y científicas, para estudiar los ríos en Argentina. En el proyecto de Forth, el grupo organizó un equipo de investigadores que incluía junqueros (cosechadores de caña), científicos, naturalistas, periodistas, activistas y otros artistas para evaluar el impacto, prescribir soluciones para medidas agresivas de limpieza, y presentar sus hallazgos en foros locales y globales. En 2002, en colaboración con otros grupos de presión como Friends of the Earth y Global Community Monitor, escribieron conjuntamente «Failing the Challenge, The Other Shell Report» y lo presentaron a la Asamblea Anual de Accionistas de la compañía en Londres. En ese mismo año, la Corte Suprema del país falló a favor de una limpieza, con costo de US$35 millones, de la costa ribereña.[5]
El artista colombiano Guillermo Villamizar, invocando relatos cercanos a las teorías sobre prácticas sociales desde el campo artístico, hizo parte de todo un movimiento que desde la sociedad civil, medios de comunicación, academia, políticos, ONGs y algunos estamentos del Estado, lograron que una ley aprobada en el congreso de la República de Colombia, prohibiera el uso del asbesto, una reconocida sustancia carcinogénica enlistada así por la OMS. Villamizar fue uno de los primeros que empezó a agitar el espacio público, lo que permitió con el tiempo consolidar una masa crítica, al señalar los riesgos para la salud pública del uso del asbesto en Colombia, mediante intervenciones en foros y medios de comunicación invocando una dimensión alegórica que establece lo real como un lugar salpicado de operaciones, gestos, acciones y hechos en los que el arte de lo cotidiano adquiere niveles estéticos, al resaltar la presencia y no a la representación ¿Se puede entender la realidad a veces plana e insignificante, como un espacio/tiempo cargado de una extraordinaria fuerza en que los cuerpos representan su libreto propio como arte? Donde no hay teatralización ni representación de segunda mano porque el decorado y los cuerpos están ahí, amplificados y expandidos en su mismidad pero sujetos a las ficciones que operan en una realidad que creemos vive ausente de la comedia y el engaño por la crudeza con que nos golpea en mitad del espacio público. Y si hay engaño, este deja de serlo para convertirse en ficción que opera como verdad, y ahí tenemos las fakenews, el negacionismo, las teorías que nos salvaguardan del apocalipsis amparadas en el fraude científico, porque en muchos casos es tal el nivel de mímesis del engaño en la realidad, que termina actuando como verdad para normativizar a la ficción que opera como ilusión de lo real, al igual que el trompe l’oeil nos hace creer en la mitología del espacio mediante el engaño.
En estos tres ejemplos podemos ver de nuevo esa recuperación que hacen los artistas de lo real, como un dispositivo sobre el cual operar unas líneas directas de interacción pública al invocar la dimensión social del arte, por fuera de los espacios tradicionales donde se exhiben los objetos artísticos, invirtiendo esa ecuación entre objeto y producción intangible, desmaterializada y en abierto desafío al orden del mercado que es capaz de rentabilizar cualquier provocación estética, siempre y cuando esta sea posible de ser reducida a objeto. A las perversas ilusiones del mercado, estos artistas parecieran motivados a reencarnar un nuevo espíritu anti ilusionista al celebrar el ingreso de sus cuerpos y sus acciones en el complejo mundo de las instituciones que operan por fuera del campo artístico, en el entendido de que la institución artística no se puede ver como un hecho aislado de la arquitectura estructural del Estado de la cual hacen parte, sino de las superestructuras de poder que rodean y fagocitan al Estado, a partir de la fuerza demoledora que ejercen los privados.
Para Guillermo Villamizar, según una entrevista reciente que tuve oportunidad de hacerle, lo importante son los hechos, más allá de las abstracciones que es capaz de hacer la filosofía sobre la realidad. Es decir, la realidad para él son los hechos; el sonido crudo de una bala que más tarde significa un cuerpo muerto sobre el pavimento, como viene ocurriendo con los asesinatos sistemáticos de líderes sociales y defensores de derechos humanos; las marcas radiológicas que indican una fibrosis intersticial en el pulmón por exposición al asbesto. Y frente a los hechos, se resiste –me dice- a resignificarlos a partir de su metaforización, porque esa ilusión desvirtúa al hecho y lo cosifica, además de crear tal nivel de especulación, que el mensaje termina desvirtuado.
Además de su compromiso con las prácticas sociales artísticas, Villamizar intenta teorizar sobre su trabajo, y reflejo de ello es el siguiente párrafo que tomo prestado de su artículo “La toma del Mambo”, donde explicita algunos asuntos que hacen parte de este ejercicio por desentrañar los alcances de la práctica social desde el campo del arte:
El arte, en muchos casos, es la ciencia de crear ilusiones, ya sean ópticas o conceptuales, lo que configura una ausencia de compromiso en la descripción de los hechos al contrastarlos con la realidad. Esto introduce un nivel de experimentación que es muy importante, porque permite tomar elementos de aquí y allá de forma interdisciplinaria, elaborando modelos muy significativos para el siglo XXI frente a problemas complejos –dice Carol Becker; especialmente cuando hablamos de la subjetividad del sujeto en su dimensión privada. Otra cosa ocurre cuando el artista aborda problemas tomados de la esfera pública, por ejemplo, el impacto en salud púbica, ocupacional y ambiental que tiene la minería, o la colonización de lo público por parte del interés privado, en casos en los que la porosidad de la frontera ha significado que la cerca crezca para el lado del interés privado, como reflejo fiel del triunfo que han significado las políticas neoliberales del capitalismo radical de los últimos años. Aquí el aporte que ofrece la Crítica Institucional es clave porque en la interrelación de hechos entre las demandas que hacen los artistas por un mejor medio ambiente, y las relaciones que establece el capital económico como engrasante de la piñonería que articula al sistema artístico, permite develar las contradicciones del régimen sensible, y cómo muchos artistas beneficiarios de ese sistema a partir de sus señalamientos “críticos” no intentan resolver las contradicciones que engendra, sino que establecen un modelo de complicidad con el sistema que critican, y con esto me refiero al contraste entre investigación (desde el campo del arte) y hechos que operan la realidad objetiva, sin que los datos que esto arroja sean tenidos en cuenta por parte del artista investigador, ni se midan las transversalidades que operan dentro y fuera del sistema artístico. Respecto de los museos, la construcción de lo público desde la dimensión de la cultura y el arte ha quedado en manos de una sensibilidad privada que refleja el gusto y el sentido que ellas mismas tienen del arte y la cultura, reflejando y elaborando simbólicamente la ideología que defienden, acompasado todo esto con artistas que trabajan en función de ese modelo. Todo lo demás que opera por fuera de ese modelo, se convierte en materia oscura.
Gregory Sholette habla de ello en su libro Materia oscura[6], al señalar un sentido para el trabajo artístico que se puede entender como una micro-institución informal y auto consciente que opera por fuera de los parámetros de la corriente principal del arte de la ciudad, por razones de crítica política y social, con el interés de desarrollar formas que no se orienten a la recuperación de un sentido específico o un valor de uso para el discurso del mundo del arte o de los intereses privados, y el trabajo de Villamizar cumple a la perfección con esos términos.
Este texto hace parte de un conjunto de artículos que integrarán un libro sobre prácticas sociales que la autora prepara sobre el tema.
Gina Panzarowsky
Bogotá, D.C., Octubre 11 de 2019
[1] Fredric Jameson, The Political Unconscious (Ithaca, NY: Cornell University Press, 1981); Fredric Jameson, Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism (Durham, NC and London: Duke University Press, 1991).
[2] Análisis de Merijn Oudenampsen a partir del libro de Pascal Gielen, The Murmuring of the Artistic Multitude: Global Art, Memory and Post-Fordism, Valiz, Amsterdam, 2009, ISBN 9789078088349, 368 pages. Disponible en: https://www.onlineopen.org/the-murmuring-of-the-artistic-multitude
[3] ‘The Crypt of Art, the Decryption of Money, the Encrypted Common and the Problem of Crypocurrencies’ in the Moneylab Reader 2, edited by Inte Gloerich, Geert Lovink, and Patricia De Vries.
[4] Op, cit.
[5] Thompson, Nato. Living as form: Socially engaged art from 1991-2011. Creative time books. New York. 2012. Página 98.
[6] Sholette, Gregory. Materia oscura. Arte activista y la esfera pública de oposición / Gregory Sholette; traductora Sonia Muñoz. Cali: Fundación Editorial Archivos del índice; Taurus 2015.
Disponible en: https://esferapublica.org/nfblog/materia-oscura-arte-activista-y-la-esfera-publica-de-oposicion/