Páginas finales de Infortunios, textos: Jeffry Esquivel, ilustraciones: Diego Cuéllar. Bogotá, 2013, autoedición, 60 páginas.
Pelos es la peluquería donde el protagonista del tercer relato de este libro -adorador de Satán de pelo largo-, llega para ser atendido por un peluquero que pregunta: “¿Lo de siempre?” Antes, el adorador había cortado el cuello de un gato para beber su sangre. Se deja lavar el pelo con champú Baby Johnson. Al terminar verifica el resultado, le gusta y sale. Siente una molestia (“Huy esa sangre me cayó como mal”) y caga junto a un árbol. Mientras lo hace se abre la tierra. Cae y se rompe la cabeza con una saliente del abismo. Muere. Unas páginas atrás, podía leerse: “Morir rindiéndole culto a la muerte /Morir en el culto a lo superficial”. Sentencia y/o moraleja.
El libro es el encuentro de narraciones configuradas bajo una estructura que se repite (1.- título de historia dibujado; 2.- párrafo introductorio, 3.- mini-poema funerario; 4.- novela gráfica), similar a la reunión de varios temas musicales en un álbum concebido como pieza mayor. Un documento que se disfruta mejor al leerse de corrido. Así se notan mejor los hits.
La entrada da cuerpo a las historias y muestra, qué cosas, dos piernas sin cuerpo. Continúa con un relato de aspiraciones sociológicas, que analiza el paso progresivo de la adolescencia a la adultez en la sociedad del trabajo, ilustrado en un hogar administrado por una madre omnipotente. El poema remata: “Atrás los sueños de infancia y las ideas románticas y tontas. Que vengan las cuentas, las novelas y los partidos de fútbol. Atrás uno, adelante el porvenir.”
Luego, los textos salen a la calle (ese infierno al que todo burgués trata de darle forma desde la ventana de su casa) y allí se quedan. Tres historias de muertes no deliberadas ergo no memorables. Urbanas. La de la chica que falleció en el choque del taxi donde viajaba asustada por la insistencia del conductor en que iban por un sector peligroso (“Hay olor a orines y caras bonitas. La calle es escuela y hogar. Unos viven de ella, otros para ella”); la del satánico con diarrea; y “Paleto”, cruce de sucesos donde unos ladrones aficionados al helado fallan en un intento de robo, son descubiertos y perseguidos por una turba que jugaba fútbol y optó gustosa por la espontaneidad del linchamiento (“La historia es para los ganadores, los demás tenemos poco qué contar.”)
Dentro del contexto de productos literarios de baja circulación que desarrolla el dinámico universo editorial no formalizado local, este libro se presenta como un trabajo redondo –sí, hay otros, pero este fue el que llevé de paseo-: es pequeño, está mal pegado casi adrede, la portada se arruga con facilidad, y el humor y la aparente falta de sensibilidad de los diálogos de los personajes dibujados se mezclan con la contundencia de los escritos. Punk sobrio. Rara mezcla, mayor impacto. Esquivel y Cuéllar conforman un equipo que explora y se divierte en medio de nuestra hijueputez cotidiana o, para sonar más postdoctorados, aquel increíblemente ridículo pero constantemente cebado cinismo social, donde sentimos algo ante el dolor de los demás sólo cuando la tragedia nos toca en directo (o la grabamos con nuestros celulares). Ante nuestra propia desgracia tratamos de entender aquella frase escolar que recomendaba no fijarnos en los errores de los demás y “ponernos en los zapatos del otro”. Y fallamos. Por que no nos gusta y somos orgullosos. Porque nos gusta la soledad y creer que somos capaces de supervivir dependiendo exclusivamente de nosotros mismos. Es decir, porque funcionamos como adultos contemporáneos:
“Que vengan las cuentas, las novelas y los partidos de fútbol” [porque] “En la calle hay bolsas de basura con trozos de personas que nadie, excepto sus familias, van a recordar, hay sangre en las esquinas e historias por contar.”
El libro es pequeño. Puede leerlo completo si logra sentarse en el bus de regreso a su casa y hay luz suficiente. O donde le dejen en paz. Así completará parte de la encuesta anual de lectura, esa que nadie sabe quién aplica y donde siempre-nos-va-tan-mal-a-los-colombianos.
–Guillermo Vanegas