En un contexto cultural donde los contenedores tradicionales van perdiendo peso a marchas forzadas, sorprende enormemente la aceptación institucional que tiene (o sufre) el arte contemporáneo. Frente a las crisis del cine, la prensa o el mercado literario, el arte contemporáneo sigue creciendo como si la situación de la economía global (y su factor psicológico) no le afectaran en su supuesta representación del presente.
En medio del desierto de melancolía financiera en el que el mundo del arte despidió al 2009, la revista October contribuyó con un pequeño oasis de horror crítico: un número dedicado a las “Cuestiones sobre lo contemporáneo”, con respuestas de medio centenar de críticos e investigadores en su gran mayoría anglosajones, precedidas por severas palabras de Hal Foster sobre la inherente vacuidad del arte del presente: “la mayoría de la producción actual parece flotar libremente, al margen de toda determinación histórica, definición conceptual o evaluación crítica”. Las precuelas y réplicas de este congreso de sabios pueden encontrarse en muchos otros lugares: hay ejemplos de filosofemas sobre lo contemporáneo desde Gianni Vattimo y Jacques Rancière en adelante. Por más letanías que reciba el mercado, podría decirse que mientras las ferias y bienales tengan presupuesto para invitar a filósofos freelance a dar conferencias, la reflexión sobre lo contemporáneo seguirá su curso. Y un florilegio tan nutrido de puntos de vista es el mejor respaldo para pronosticar, no el fin del arte contemporáneo, sino la próxima intervención de un teórico que lo anuncie.
Es que, en efecto, como dice Foster, el arte contemporáneo se ha convertido en una suerte de “objeto institucional” por derecho propio. Un objeto complejo, pero muy dinámico. Su acreción atraviesa mútliples dimensiones, desde su consolidación como ámbito profesional para investigadores universitarios hasta su notoria popularización y cada vez mayor presencia en los medios y la cultura cotidiana. Que semejante expansión derive en una supernova o en una nube de polvo galáctico una vez atravesada la frontera de la crisis económica de fines de 2008 es, en este punto, indiferente. Lo cierto es que el eón de lo contemporáneo tiene leyes propias que ya han sido objeto de múltiples barridos críticos.
Boris Groys y Cuauhtémoc Medina se cuentan entre quienes han criticado la categoría con mayor fuerza. Según Groys, “en la actualidad, el término ’arte contemporáneo’ no designa sólo al arte que es producido en nuestro tiempo (sino que) más bien demuestra cómo lo contemporáneo se expone a sí mismo en el acto de presentar el presente”. La diferencia de naturaleza entre el actual concepto de contemporaneidad y el mero “arte del momento” se sigue de sus reflexiones sobre la topología del espacio institucional y su pretensa igualdad de derechos estéticos para todas las imágenes, tal como Groys la define en el primer capítulo de Art power (2005). Medina, por su parte, extrae algunas consecuencias sociológicas de un planteo equivalente en un ensayo publicado en enero en e-flux journal: dada su inherente pluralidad y amplitud social, el arte actual se revela como un espacio de encuentro más que de confrontación: “nunca el arte del momento ha gozado de una recepción social menos conflictiva”.
Sin embargo, hay pocos intentos de vincular esta fenomenología con el contexto de la economía general, por fuera de menciones esporádicas al neoliberalismo y la globalización. Que el arte se haya agigantado al “volverse contemporáneo” en las últimas décadas no puede separarse del modo en que la industria cultural en un sentido más genérico alteró su rostro por completo. La crisis de Hollywood, la industria discográfica y la prensa debería por sí sola generar suspicacias: ¿por qué el arte supo revelarse, a lo largo de los últimos diez años, como una industria en ascenso, en taquilla, precios y notoriedad social? ¿Por qué no corrió la misma suerte que sus hermanos mayores, el cine o la literatura? ¿Por qué la expresión “contemporary literature” arroja menos de 500 mil resultados en Google y “conteporary art” pasa los 12 millones?
Más que en diferencias de formato o en el presunto “retorno al orden” de muchas disciplinas tras el caldo de innovaciones transdisiplinarias de los sesenta, una explicación viable puede encontrarse tomando como base las ideas de Chris Anderson, Kevin Kelly y Bruce Sterling sobre el fenómeno de la “long tail” característico de la economía cultural actual: menos consumidores para muchas más cosas distribuidas de mil maneras. La diversificación del público concomitante a este proceso general puso en jaque a un gran número de industrias basadas en tecnologías obsoletas y en la imagen de una audiencia homogénea y pasiva. Esta audiencia convencional sigue existiendo, pero tiende a envejecer: ya no refleja el centro de una fornida campana, sino un segmento marginal y escueto de la distribución de la demanda. En efecto, lo que explica la caída en desgracia de la narrativa o el periodismo no es el conservadurismo de sus representantes, sino su incapacidad material para capturar a un público cada vez más segmentado en microculturas dispersas y volátiles. El carácter reaccionario de la industria cultural mainstream se explica por esta fragmentación del público, y no al revés. Así vemos que la crítica periodística es cada vez más retrógada, pues sólo los más anticuados lectores de diarios son todavía un target para la publicidad en medios gráficos, y que AC/DC es una de las bandas musicales que más discos ha vendido… en 2009.
El viejo comercial de Apple en el que el cable blanco del i-pod se revelaba como el sustrato para un colorido y diverso público musical de sombras bailarinas se muestra en este punto como una alegoría pertinente tanto de la long tail como de aquella igualdad de derechos estéticos que Groys reconoce en el sistema de distribución del arte. El pluralismo radical y la posibilidad de atraer públicos completamente disímiles, no hacia un contenido concreto, sino hacia el dispositivo tipológico por el que pueden pasar todos los contenidos posibles (i.e. el museo o la colección) diferencia precisamente al arte del momento de casi todas las otras formas culturales que pueden competirle. La aceptación social del arte crece junto a la extrema diversificación de sus propuestas, que ya no necesitan postularse como una “pantalla en blanco” en la cual el espectador pueda depositar sus identificaciones emocionales (como buscaba repetidamente la industria musical con las estrellas pop). Antes bien, es el mismo sistema de exhibición el que puede ser llenado con contenidos de todo tipo. Tomar nota del rol del público y del sentido en que la escena artística acompañó cambios en el marco general del consumo cultural, al tiempo que ella misma sufrió grandes transformaciones en consonancia, puede constituirse en un elemento importante para comprender no sólo la “locura de lo contemporáneo” que caracteriza a la producción actual, sino también los aspectos sistémicos que le están asociados: Un desafío al que no pueden negarse, hoy en día, quienes busquen definir una agenda crítica para las prácticas artísticas.
Claudio Iglesias
publicado por A Desk