Centro de eventos Insituto Técnico Municipal. Fotografía tomada antes de que iniciara la segunda parte del ciclo académico John Cage, el maestro del azar planeado. 19 de septiembre de 2012, Medellín.
En lo que antes era la enorme capilla del colegio donde dicen que estudió el hijo de un señor que muchos parecemos no querer olvidar (es decir, viéndolo no como la leyenda urbana de los ochentas, que ahora parece ser), Anna María Guasch examinó la trayectoria artística de John Cage. Advirtiendo que esta indagación partía de una base documental apuntalada en la lectura de “ensayos, conferencias convertidas en ensayos o (…) múltiples entrevistas”, y sin descuidar que “no todas las biografías coinciden (en) los mismos datos biográficos”, la investigadora catalana planteó cinco afinidades electivas:
1: Los Ángeles. 1937. Galka Scheyer. Pintora y galerista. En 1924 fundó el proyecto Der Blaue Vier, donde reunió a Jawlensky, Kandinsky, Klee y Feininger. Cage tomó al primero como su maestro. Compró a plazos una de sus pinturas y le mandaba cartas. En una de ellas le decía que estaba escribiendo música, aunque sin mencionarle que creía haber conquistado un espacio para la dimensión visual de la experiencia musical. En 1939, hizo una curaduría con obras de Klee, Kandinsky y su confidente. Le compró más obras.
2: Nueva York. 1942. Duchamp. Ajedrecista. De él adoptó la idea que el espectador es quien debe completar una obra. En algún momento, el francés le regaló un libro con dedicatoria: “Querido John, mira afuera.” Algunos ven 4’33’’ como un homenaje a Duchamp.
3: 1946. Gita Sarabhai. Compositora hindú. Cage le enseñaría música contemporánea y contrapunto, mientras ella le correspondería con una inmersión en la estética hindú. De ese intercambio él aprendió un concepto básico para su propuesta musical: una manera diferente de escuchar y percibir impensable dentro del canon en que él se formó: admitir todo tipo de ruidos.
4: Suzuki. El Zen. Intento de renuncia al autoritarismo de la subjetividad.
5: 2012. El museo. En la miríada de exposiciones organizadas con motivo del centenario de su nacimiento, se presentó la muestra “John Cage y … Artista visual-Influencias, impulsos”. Su núcleo era un proyecto bastante similar al Mnemosine de Warburg, diseñado para hacer un museo en Munich. Tras la muerte de Cage, esta iniciativa fue apadrinada por otra entidad: la ejecución de una composición.
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Un día antes Miguel Hernández Navarro, planteó una reflexión en torno a la ausencia de materialidad en muchos de los proyectos de Cage, su relación con una amplia serie de obras que rodeaban el mismo esquema de ambigüedad expositiva y la posibilidad de encontrar allí un intento de movilización política. La argumentación de Hernández cubría tres aspectos. A partir de esa clase de obras:
1.- Era posible vulnerar las expectativas de un observador ideal (quien podría modificar su manera de ver).
2.- Al llenar la experiencia exhibitiva de un silencio profundo se tendría la oportunidad de atender mejor otras situaciones mucho más apremiantes que la experiencia estética, aunque con ayuda de lo aportado por la experiencia estética.
3.- Al imperio de la modernidad tecnocrática se podría interponer una resistencia por vía de la insatisfacción visual (que el cliente-de-arte no tuviera la razón).
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Ambas ponencias reconocen el potencial de cambio inscrito en el proyecto visual del autor estadounidense, sólo que a nivel estrictamente teórico. En parte, porque este año terminó por oficializarse su canonización, con lo que se le garantizó una progresiva osificación. Al mismo tiempo, porque muchos de sus dogmas -bajo la forma de lemas, presentaciones en televisión, proyectos visuales, millones de horas de conferencias o lecciones públicas y privadas-, fueron formulados con una retórica tan eficaz que hoy parecen apuntar hacia la un poquitito más mundana, menos ética y significativamente oportunista industria de la publicidad -basta con leer su Book of Days, tomar cada uno de sus salmos como el leit motiv de una marca comercial y listo: intercambio de capital con semblante humano. Finalmente, porque todo su trabajo es susceptible de comercialización y por ese camino terminará prostituyéndose su compromiso político con las masas… bla, bla, bla.
Sin embargo, a estos evidentes problemas entre exposición y experimentación habría que añadir el importantísimo y extendidísimamente olvidado recurso de la suspicacia, que cultivó el mismo Cage. No porque él haya dicho una cosa, aquello era infalible. Hay que recordar que éste autor respondía a su época y que mucho de lo mejor que produjo sólo tenía sentido en el contexto donde lo presentó. (Amigos de la teorización sobre el campo expandido, el site specific, lo relacional y otras especies, ¿seguro entendieron aquello de la necesidad de atender las particularidades de un entorno para realizar un proyecto artístico allí? ¿De verdad no hacen arte contemporáneo hablando el lenguaje del modernismo épico? ¿No han diseñado una intervención urbana, por decir algo, pensando más en que la gente sepa que leyeron lo más reciente de la teoría crítica?)
Por fortuna para Cage, hasta él podía equivocarse y la fortaleza de su proyecto residía en la indeterminación de un plan. Podría resultar mucho más productivo recuperarlo por esa vía. Las afinidades electivas que postula Guasch o las variables de la desmaterialización de Hernández, servirían en este caso como mapas de ruta de un proyecto planteado a largo plazo. Pero uno que alguien hizo para sí mismo, no en clave de egoismo creativo como de medir la extensión de su sombra. Desde esta perspectiva, la pedagogía inmanente en su obra podría resaltar como una de las más carismáticas del campo artístico contemporáneo de Occidente (sumándose a las de Beuys, Warhol y Duchamp), y no limitarse a ello.
La complejidad de sus planteamientos podría ponernos en cuestión sobre la mejor manera de replicar lo poco que podríamos aprender de ese magisterio. Para repetirlo, darnos cuenta que hoy en día podría no decir gran cosa, tratar de entender por qué se da ese fenómeno, cuestionarlo y proponer algo más. Por ejemplo, notar que la renuncia al silencio podría implicar hoy tanto un gesto dictatorial (cuando se exige silencio al semejantes), como de contemplación inofensiva (cuando se desespera por encontrar etapas de mudez tecnológica o social para tratar de pensar sin influencias -si aquella ficción fuera posible). O que defender la necesidad de entender todo como música quizá termine jugando en favor de alguien capaz de explotar allí un filón económicamente rentable. Sobre este aspecto, Hernández Navarro no dejaba de recordarnos que uno de los proyectos no realizados de Cage fue una pieza de música para ascensor (¿Se imaginan? ¡Qué emoción! Pero no sucedió).
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Las dos ponencias mencionadas -inmersas en una programación de eventos, exposiciones y conciertos organizados bajo el nombre de Homenaje a John Cage, el maestro del azar planeado, en la ciudad de Medellín-, hacen arte de aquella tendencia de organizar eventos para dar cuenta del nivel de la producción artística de una época, apelando a la necesidad de producir un efecto en la comunidad de intereses reunida a su alrededor. De hecho, esa celebración no cae en un páramo de gestión. Pues articula la importante inversión de empresas como Formacol (gente, alguien debe pagar por ello, y si el Estado no puede, o no quiere o no le interesa, o no lo entiende o trata de hacerse el desentendido creyendo que al patrocinar las expresiones de vanguardia terminará cooptándolas, ¿entonces, quién? ¿Acaso tú, amable lector?), al tiempo que se suma al auge de la programación en artes visuales de una ciudad donde se destacan, entre otras, la gerencia de su Museo de Arte Moderno -inteligente, no eterna-; el intento de articulación del Museo de Antioquia con su entorno inmediato -a pesar de todo el Botero que circula por sus venas-; las mil y un iniciativas de promoción que hace la alcaldía de allá por el arte relacional; la aparición dinámica de espacios alternativos de arte contemporáneo; y a que el año próximo se celebrará allá el Salón Nacional de Artistas. ¡Vamos!
–Guillermo Vanegas