Hace menos de un año un colombiano fue retenido en una ciudad fronteriza de Paraguay, el caso es anecdótico porque el detenido afirmó ser artista y las autoridades guaraníes interpretaron la información como una coartada inverosímil: “dice que es artista pero no tiene pinceles o elementos de pintura” afirmó el oficial encargado. En el uso cotidiano del lenguaje la palabra “pintor” sigue siendo un sinónimo para “artista”; en los pasos aduaneros entre una zona y otra de la sociedad la “pintura” es pasaporte que permite a los artistas cruzar, sin detenerse, por las fronteras del habla: “¿Video-instalador-multimedial-posconceptual?¿Y eso qué es?¡Explíquese!”
La exposición “Palabraimagen / Imagenpalabra” de Catalina Mejía, en la Galería Santa Fe del Planetario de Bogotá, no es ajena a este predicamento. La artista ha retomado la idea de una serie antigua de pinturas en que pegaba fotocopias de lomos de libros de arte sobre lienzos y los cubría con preparaciones de color para lograr un efecto de bibliotecas brumosas; ahora el lienzo es reemplazado por lámina metálica, las fotocopias mejoradas, el color es denso y negrusco, y los gestos pictóricos los da una pulidora que brilla al cromo o hace trazos finos, toscos o borrosos; un señor explicó así la exposición a su hija: “son pinturas de libros sobre espejos”.
Las composiciones sobre las láminas son consistentes, el espectador se refleja sobre ellas y los lomos de los libros hacen referencias casuales, deliberadas y hasta eruditas al arte (en una lámina hay un libro solitario de Robert Ryman, un pintor obsesionado en hacer variaciones sobre el mismo cuadro, un monocromo blanco). La exposición vive plácida entre las fronteras de lo bidimensional, reclinada sobre la pared confía en la inteligencia de sus gestos pictóricos. Pero es ajena al espacio, ignora la importancia de la concreción escultórica: la profundidad, el peso de los libros, la masa del conjunto de volúmenes, la segura y hermosa dignidad que proyecta hasta el más tímido anaquel de biblioteca; aquí, hojas delgadas de metal, apoyadas sobre las paredes, láminas endebles soportadas por una moldura escondida. Y no tiene nada de malo limitarse a la pintura, solo que en este caso la timidez se paga caro: la obra está inscrita en el Premio Luis Caballero (proyectos individuales para artistas mayores de 35 años, escogidos por jurado, con una bolsa de trabajo y donde las difíciles condiciones del espacio se conocen con antelación). La obra expuesta es una serie juiciosa de superficies inclinadas que ilustran un título ampuloso pero no logra erigirse como imagen escultórica que sabe estar en el espacio: vertical, fuerte, contundente.
Mejía, como muchos de los han pasado por aquí, está a mitad de camino, la mirada fija, todavía congelada sobre las ruinas del pasado, busca perspectiva para erigir algo radicalmente nuevo; pero son pocos los artistas que luego de cierta edad logran cruzar las fronteras de su propia identidad; culpar a las autoridades policíacas o críticas por su detención es inútil: crear no es algo fácil.
Lucas Ospina