Inicios: una fractura en la comprensión del sentido de la fama que parece anticipa lo que será una tensión en el texto. La fama contemporánea se opone a la fama póstuma. La contemporánea es transaccional, la póstuma es la búsqueda de un reconocimiento de un ser que ha entregado sus capacidades para el ascenso del espíritu humano. Si sucede una entonces no sucede la otra.
En el afán de la fama contemporánea se diluye el sentido de lo político. Dices: “Perdemos de vista lo que significa la política”, pero creo que es lo opuesto. La política es lo político que pierde su dimensión vertical y adquiere la pura horizontalidad del concurso de transacciones. Se pierde el sentido de lo político, como forma elevada y generosa de ejercicio y concurso de energías, y se deriva al juego táctico de los acuerdos inmediatos y el tráfico de influencias, aquello que se aparta de cualquier ambición póstuma, postrera y trascendente (ascendente) y se hunde en el fango del interés. Hubiera pensado mejor en el sello: “El arte no es lo político”. Mi sello sería: “El arte no es político, es política”. Entonces estaría afirmando la imposibilidad de un arte político en ese sentido de una política gratuita, lo político que es la política en ausencia de todo interés inmediato y terrestre.
El arte queda cooptado. Degradado de su potencial político al rastrero tráfico de influencias al que se denomina, en lenguaje diplomático, relaciones públicas.
También en el arte motivado por la dimensión ascensional de una fama póstuma hay riesgos. No se trata de la inmersión en la contingencia humana inmediata, se trata del afán en la búsqueda de la satisfacción del ego, la fuerza individual que tiende a separar a cada individuo de la comunidad de sus semejantes. El orgullo del artista que desea hacer del artista un objeto de idolatría, un culto. Lo que está claro es que en este deseo de una fama póstuma se niega las relaciones públicas, y se amplían las posibilidades de un encuentro entre el reconocimiento y la justicia.
Todo es o debe ser objeto de sospecha.
Segunda tensión: la cultura como arma para lograr la paz, en contraposición a las armas entendidas como mecanismo de pacificación violenta.
La única paz posible se deriva de una igualdad económica que derive finalmente a una justicia planetaria, la oportunidad de un porvenir en donde el ser humano, las especies y la flora natural puedan persistir. La clase política, incapaz y no interesada en un orden político que haga posible una justicia planetaria, se adhiere al eufemismo de un mecanismo accesorio que podría, en acuerdo a la comodidad de sus intereses, lograr la paz: la paz y el concurso festivo de sus artistas ebrios de fama contemporánea y dinero pronto. Irrumpe la idolatría de una flora artificial, pues la clase política es y va a ser incapaz de ofrecer una flora en su prístina y vital forma natural. La servidumbre mundial confía plenamente en las posibilidades tecnológicas para abandonar el planeta antes del umbral de extinción, y la clase política guarda la certeza de ser los primeros privilegiados de esa catástrofe a la que llaman progreso. El planeta quedaría reducido a un espacio yermo pleno de prójimos desafortunados condenados a su lenta agonía. Lo que es opuesto a un nacimiento.
La idolatría de lo artificial produce una imagen nacional que intenta sustituir lo real por su descripción publicitada. El garrote publicitario. La contradicción se hace más aguda en un espacio nacional conceptual poco capaz de producir investigación y avances tecnológicos propios de relevancia para otros, una simple arrogancia de un vanidoso poder de dinero que orgullosamente se resiste a convertirse en una energía capaz de ser generadora de ideas. Es el atrevimiento de la ignorancia como mecanismo de adaptación. Se vive a tope hasta que se consumen todos los soportes. Ruinas. Aceptamos la compra de objetos tecnológicos de consumo posible gracias a los avances científicos pero rechazamos las exigencias de acoger el método científico en todas sus consecuencias. No es rechazado, en la mejor tradición oscurantista, es señalado como fuente de todo lo que es pernicioso. Una descripción científica comienza a pronosticar una total extinción en un futuro muy cercano. No es precisamente una demostración científica lo que logra el diagnóstico, es lo que en la ciencia se conoce como una intuición afortunada, intuición acertada. Giordano Bruno es un triste caso de cómo este tipo de intuiciones es aplastado por un fanatismo religioso e idólatra.
A nivel nacional estos engaños, la sustitución de un medio por su descripción retocada –el garrote publicitario-, la entrada en una etapa de superación del conflicto antes de haber llegado a un lugar de resolución y distensión real y verificable, la idolatría de lo artificial, se denomina arte del postconflicto.
La feria de arte es un espacio imaginario que imagina lo artificial como lugar natural. A través de su eficacia publicitaria logra el reemplazo de un diagnóstico preciso de las tensiones sociales por una forma artificial imaginada de ese diagnóstico. En el orden natural y social hay un vínculo más o menos aprehensible entre causas y efectos, en el orden artificial los vínculos se deshacen en los caprichos del delirio colectivo de una corte de individuos entregados a la ingenua confianza de un ajuste imprevisto y mesiánico de último momento. Individuos entregados a la magia del arte, y a la superstición. También, a la vocación de la maldad. La mano invisible de la tecnología vendrá en su salvación. Sucede una desconexión completa entre el arte y el mundo sensible interior de un individuo. La sensación anticipatoria del artista de “La cueva de los sueños olvidados” se rompe en el glamour de la artificialidad suicida, que acude a su propia destrucción en medio de su derroche.
La Feria tiene un componente político de una conmiseración insondable: de manera casi arrogante en una exhibición de superioridad España juega el papel de un país conquistado por sus antiguos conquistados. Así, ambas partes juegan el papel de haber sido conquistadores en algún momento de la historia. Tan solo, una de estas conquistas se realiza en el plano ritual de las artes diplomáticas. En el ritual del juego político de las artes diplomáticas, sucede la más reaccionaria de las revoluciones conservadoras. El dominante asume un rol ficticio de inferioridad para revitalizarse con la sangre de un inferior. Solo que también la sangre del inferior tiene el tinte yermo del glamour artificial y la revitalización no sucede. La secta comulga en su declinar pomposo. Es una ilusión de mezcla de dos sangres que son una sola sangre, la sangre de las élites que comulgan en un idéntico ritual de la destrucción. El arte como reivindicación del espíritu humano ve truncada su dirección de ascenso y cae con todo el peso de la gravedad como un tronco talado.
Dice Claudia Díaz
“Debiéramos sospechar de un Arte Político en que lo político es el centro de su quehacer estricto.
No es obvio que un arte en que lo político es su centro no es un arte político sino una política que juega a hacernos creer que se trata de arte. Sin distancia alguna vamos agarrando pueblo y eso vende. En lo sucesivo. Las playas impolutas de la expedición. Ninguna suciedad, ningún gamín, ni desplazados, ni sangre. Pasada la página del desconsuelo, las riveras del Arte Político parecen querer alentarnos con otras geografías del Sur. Y las creemos y las hacemos posibles para nuestro futuro viaje turístico.”.
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Pablo Batelli
Bogotá, 1 marzo 2015
1 comentario
Respuesta a Pablo Batelli de sus notas a ARTNESS, el arte colombiano del postconflicto
No creo que aún superando su fama gratuita y oportunista pueda el arte ser Política. Pero también política podría entenderse en otra esfera como poética. Porque una vez alcanzada la esfera del arte, la política se hace poética. La idea política se transfiere a lo poético en que habrá de aparecer con ese nuevo ropaje. El del arte. Y ese ropaje equivale a la desnudez del que se sabe sin un hábito protector, el de la política. Entonces un arte así resueltamente yermo habrá de jugársela y dar a ver. De lo contrario en su vestirse con el traje ajeno operaría como indistintamente es. Un panfleto. En un límite extremo, en el arte de nuestro tiempo, podría soportar todavía esa trasfusión a lo político siendo todavía arte y no mera ideología. Programa de una idea.
Pero el ropaje es tentador. ¿Cómo separar reconocimiento del rápido afán de éxito que lleva al arte al terreno de las relaciones públicas?
Un arte así en ese expropiarse de su esfera más legítima, la de ser arte, no solo es una mercancía en el sentido económico sino también en el sentido de los intercambios públicos que lo harían presa de sus propios intereses. Recuerda la cita de Vallejo. A cambio todo, o casi.
Sí, el político encontró en la cultura un medio rápido y hasta cierto punto barato para movilizar sus intereses.
El problema del método científico supone otras cargas, otros desarrollos. Pero también por esta vía rememora la vieja relación política y religión. O mejor el tema del poder.
El poder de manipulación a todo nivel de una realidad editada. Trocada en cualquier interés.
Como el asunto de la mutación del arte en artes diplomáticas. Estilizado por sus nuevas dotes el artista es un ir in crescendo en ese escalafón público. El ha adquirido las credenciales para por fin hacerse cosmopolita. Un verdadero “hombre de mundo”.