José Roca
Un efecto azaroso del top 10, que resulta muy diciente, es que haya un curador justo en medio, a mitad de camino entre los más superpoderosos y los menos superpoderosos. Un curador que fue curado, que fue puesto en una lista, un cazador cazado pues en parte lo que hacen los curadores es hacer listados, listas, listas parciales, como es la naturaleza de las listas, de todo conteo finito que nos permite enfrentar un todo cósmico que no tiene fin o secuencialidad y donde todo el mundo podría ser curador, así como artista, y junto a los inmensos círculos que describen los astros estelares tendríamos unas superoscas del arte, tan amplías que perderíamos la ilusión vindicativa de poder nombrarlas.
En el top de La Silla Vacía se dice que Roca es el “curador nacional por excelencia”, vaya uno a saber si esto es así, si a la persona fallecida que hacía los montajes de los primeros salones nacionales en el siglo pasado también le decían lo mismo; o si a Marta Traba le gustaba eso, aunque en su época poco se hablaba de curar y sí mucho de críticar; o si Eduardo Serrano, precursor de las tarjetas de presentación de curador en Colombia fue, así como Roca, “excelente”; o si dijeron lo mismo de Carolina Ponce, a la que Roca sucedió como director del área de Artes del Banco de la República en Bogotá, y que creó muchas de las iniciativas que Roca continuó; o si lo mismo dirán de Juan Andrés Gaitán, recién nombrado curador de la Bienal de Berlín; o del joven Inti Guerrero que tal vez en los próximos 100 años dirija la Documenta de Kassel; o a nivel local de Oscar Roldán, curador de uno de los museos que mejor funciona en el país, el MAM de Medellín; o de Mariangela Méndez, curadora del Salón Nacional este año.
De pronto todo esto del “arte nacional” sea lo cómico del asunto, es como decir “arte extranjero”, como decir “la fruta nacional”, como ese “símbolo nacional” que es el sombrero volteado, o esa “escultura nacional” que parecía un sombrero volteado, al menos a nivel subliminal, y que ilustró la portada de un libro-catálogo reciente de Roca. Transpolítico, hecho en asocio con Silvia Suárez, es una comprensiva fábula histórica sobre el “arte nacional” para mostrar cómo “se consolidó una praxis del arte contemporáneo”, un “interesante tránsito” donde “lo social-político devino dominante en el arte colombiano hasta tornarse en discurso hegemónico”. Y luego de este metarrelato nacional, la publicación devino en lo que era de verdad, un “quién es quién” del “arte nacional”, un top camuflado, un catálogo de artistas tan promocional como el catálogo general de ArtBo, solo que esta vez estaba detrás la multinacional JP Morgan.
Se habla mal de los curadores, sobre todo en privado y entre artistas, pero la curaduría está aquí para quedarse, es el sistema circulatorio del arte: es la que cuenta, certifica el cuento y lo pone a circular. Y también los curadores cuentan su propio cuento, así fue como Roca contó del examen que hizo para ser admitido como Curador Adjunto Estrellita B. Brodsky de Arte Latinoamericano de la Galería Tate Modern en Londres: “me invitaron a que escogiera, dentro de la feria Freeze en Londres, obras para ser compradas y formar parte de la colección de la Tate. Querían ver cómo trabajaba, discutía y me ponía de acuerdo con sus curadores. Semanas después me pidieron un proyecto. En diciembre, durante la feria de Miami, nos entrevistaron a cuatro candidatos —nunca supe quiénes fueron los otros— y, finalmente, a comienzos de enero me comunicaron que me habían seleccionado”.
En resumen, el cargo fijo que lo tiene con un pie afuera del país y que se suma a los palmarés de su figuración internacional, se resume a hacer listas de marcado y a participar de un comité que toma la decisión final. Pero el ejercicio no es mecánico, tiene su peso, y Roca lo describe como una “paradoja productiva”. Él es un “curador de Arte Latinoamericano en una institución que no tiene una colección de Arte Latinoamericano per se” y cada pieza que él logre coronar estará en “diálogo con la colección, y luego con una narrativa más larga del arte contemporáneo, […] el arte latinoamericano en la Tate no estará dentro de un gueto. Al contrario, la contribución del arte latinoamericano a movimientos del arte como el conceptual o el minimalismo será entonces reconocida”.
Tal vez Roca no solo salga a ferias sino que se aventure por los alrededores porque reconoce que esto del arte es algo más que ferias. Y así, como curador reconocido, proponga otros tipos de obras hechas en latinoamérica para matizar en algo el canón de la “franquicia del arte contemporáneo”. Obras semejantes al performance de Fernando Pertuz donde untó un pedazo de comapán con sus excrementos y lo degustó; o una marca efímera de Adolfo Bernal; o las esculturas de Ramón Barba y Josefina Albarracín que van rumbo al olvido o a convertirse en aserrín; o una escenografía proselitista de Gabriela Pinilla; o lo que queda de la colección Colección Ganitsky Guberek que promete quedar desmantelada en anticuarios; o una escultura nímia y perecedera de Gabriel Antolinez; o una pieza clave del recién fallecido Manolo Vellojín; o la colección completa de afiches que hizo David Consuegra para el Museo de Arte Moderno de Bogotá; o un sonido de Gustavo Sorzano; o una curaduría de Gustavo Zalamea; o varios dibujos de Pablo Solano; o la pintura El rapto de Europa de Carlos Salazar; o todos los discos de Las Malas Amistades; o una escultura de Feliza Bursztyn y la película Las Camas de Feliza de Jose María Arzuaga ; o el primer y último libro de Víctor Albarracín; y un sinfín de cosas más que hacen falta para que esta visión del “del arte contemporáneo” del “arte latinoamericano” sea realmente comprehensiva y no solo una predecible lista más.
Hay que recordar, el arte es una religión sin Dios, hablar de los superpoderosos del arte es como hablar de los poderosos de la religión tomando solo como base lo que sucede en el Vaticano, la biblia como canon y la Iglesia como espacio único para la contemplación. Quizá Roca sea una pieza más de ese engranaje que existe entre marchantes, galeristas, coleccionistas y museos de alto vuelo que compran barato, maduran, cotizan y se lucran de la gran vaca sagrada del código tributario: la deducción de impuestos por conceptos de filantropía. Después de todo el puesto estelar de Roca es financiado y lleva el nombre de una coleccionista de “arte latinomericano”, una de las tantas patronas de la Tate.
Roca dijo hace poco que estaba en “una posición híbrida” y se definió como “curador institucional independiente”. Lo dice porque el pie que tiene en el país está en Flora: “un espacio nuevo que estamos proponiendo para la escena artística de Bogotá, y que esperamos pueda constituirse en un vínculo entre la escena local y la de otras partes del mundo.”
Un nuevo comienzo auspicioso para Roca, contrario al laberinto en que pasó los últimos años de los 18 que trabajó en el Banco de la República, cuando fue martirizado por dentro y por fuera de la escena de su cargo como curador institucional: a nivel interno bajo el yugo rector de Darío Jaramillo, que dirigió la política cultural del Banco hasta 2007 y le hizo a Roca lo mismo que ya le había hecho a Carolina Ponce en su gestión: le atravesó palos, le desmontó y negó exposiciones, le creó animadversión entre los miembros de la junta y directores del banco, hizo que se tragará sapos enteros (como lo autodonación Botero) y le restó injerencia sobre programas como Nuevos Nombres. Además, muchas de las iniciativas propias que tuvo Roca, como la de darle un guión diferente a la colección, o La mirada transversal que consistía en darle poder a artistas para que curaran la colección e hicieran curadurías salvajes, con catálogo, que circularan por todas las sedes del Banco, fueron desapareciendo: no contaban con apoyo suficiente por parte de Jaramillo & Co. Roca fue quedando relegado al rol decimonónico de montajista, prologuista y de vez en cuando darse el contentillo protagónico de montar algunas exposiciones curadas por él (unas mejores que otras), inaugurar el malogrado nuevo museo de arte o El Parqueadero, pero siempre atado de brazos ante las limitaciones presupuestales y la entronización de un sistema administrativo y de seguridad que por momentos parece ser la instancia rectora de los espacios culturales del banco. A nivel externo, por no tener una buena comunicación, o por ser correcto, o por un exceso de celo diplomático, Roca no supo comunicar el malestar interno de la institución y su gestión fue duramente criticada.
Y resulta raro decir que Roca no supo comunicar algo, pues él escribe, su faceta de crítico es una de sus aristas más interesantes. Roca tuvo una columna en El Tiempo y una actividad constante en su página Columna de Arena, los suyos eran ejercicios que pensaban y hacían pensar la crítica, la curaduría, la curaduría crítica, las exposiciones, los modelos de exposición, fomentaban el debate y hacían una defensa pública de lo público. Hace rato dejó de ponerse en juego y es una lástima, hace falta su activismo crítico, al parecer él ha preferido, para bien y para mal, la elocuencia de los hechos.
Lucas Opina
Lucas Ospina, Lucas Ospina,
con tanta campana, pareces mi prima
frente al espejo preguntando
¿Quién es la más divina?
[…]
¿Serás tú otro más sin humor,
que guarda pesares en el cajón?
Van estos versos con la intención
de reclamar que estuvo bueno
que triunfará la narración,
pero hay encanto en la discreción,
no sea que el pájaro encuentre su jaula
en su propio patio
y como una perdiz
estando tan lejos de ser aprendiz,
pierda su canto por una nariz.
—Septembrinos para un pájaro Ospina / Andrés Matute
Y luego de la curaduría viene la crítica. El lector querrá, entonces, luego de más de cinco partes, dos entregas, 5151 palabras, 24879 caracteres sin espacio y 29879 con espacio, 44 párrafos y 336 líneas, entrar en materia, que el escritor nos explique él mismo qué hace aquí, como se metió en esta camisa de once varas (o cómo el top de La Silla Vacía fue el que se metió ahí), pero hay que ser breve y seguir extendiéndose en introducciones sería gastar inútilmente el día y la noche y el tiempo. Así pues, como quiera que la brevedad es el alma del talento, y que nada hay más enfadoso que los rodeos, circunloquios y perífrasis, procedo y, sin ambages, pregunto: ¿por qué debería estar Ospina en esta lista?
Crítico de arte, pensador profundo y uno de los escritores de mayor talento y de los humanistas más completos de su generación. Vigorosa vida interior. Apologista de tal convicción que cada línea parece respirar el amor y la fidelidad del centinela. Su ideal es unir una gran perfección religiosa con una esmerada formación científica y estilística. Auténtico formador y orientador con la palabra y con el ejemplo.
Ospina ha dicho que “los artistas, los poetas, que son almas escogidas en que se muestran en su más alto grado ciertos valores de la naturaleza humana, son los que entonan en sus obras las canciones de la alegría fogosa y disipada, la carcajada burlesca contra el recogimiento (…) la atropellada exaltación de la carne. Y ellos mismos son los que en sus obras nos cuentan las infinitas tristezas inconsolables, los terrores ocultos del alma antirreligiosa, la desilusión del placer y del vacío interior en que los objetos del amor caen en un abismo silencioso y sombrío.”
Ospina, para no perder el rumbo, le ha trazado un derrotero a su devenir estético: “un concepto especial del arte (el ser expresión directa de la vida) y un concepto especial de la vida (la concepción cristiana en sus líneas fundamentales)”.
Ospina ha sido temerario y se ha atrevido a ponerle óbices a la academia y a cuestionar el lugar que le da su sustento: “el ideal de la educación y, por tanto, de la producción artística, debe estar fuera de toda escuela. (…) la expresión de la belleza debe ser tan multiforme, inagotable y generosa como la belleza misma. La vida humana, como la naturaleza en general, no están gobernadas por reglas de ingenio, sino por leyes tan anchurosas y lúcidas como los espacios celestes. El arte debe ser el reflejo humano de esa belleza sin límites y de sus caminos maravillosos.”
No son pocos lo que han cuestionado a Ospina. Carmen María Jaramillo, en una colección de Arte, política y crítica, señala que “en sus teorías estéticas, Ospina asoció los actos morales con la producción de la belleza y los actos viciosos con la fealdad. Su rechazo al arte moderno estaba anclado en un prejuicio de que esta pintura presentaba un supuesto descuido en la técnica y, por tanto, era fea. Así la idea fuese buena, si se expresaba sin gracia se convertía en algo grosero.”
Y grosero sería continuar así, a esta altura el lector se habrá dado cuenta de que no estamos hablando de Ospina Lucas sino que por orden del terapeuta lo hemos constelado a él con el Padre Eduardo Ospina Bernal S.J. (1891-1965), que llegó a tener una alta influencia ante los Gobiernos Conservadores de su época (era primo segundo de Mariano Ospina Pérez), fue Rector de la Universidad Javeriana, y dejó una obra crítica portentosa que desde la más tierna infancia marcó al que ahora pretende recoger el legado del tío abuelo de su padre.
Pero Ospina Lucas fracasó, no hay que ir muy lejos, basta ver cómo en la primera entrada de este ejercicio de “terapia” destiló tal cantidad de bilis que solo dejo babas para la segunda y en lo que va de la tercera parece buscar congraciarse con Roca como piedra a la que aferrarse y no ahogarse en su charca de mediocridad que por cierto es larga y ancha pero tiene un centímetro de profundidad. Estamos ante un personaje profundamente superficial, un surfista de la crítica incapaz de adentrarse en los hondas profundidades del rigor intelectual, un escribidor malogrado que intenta redactar una comedia humana del arte.
A Ospina, por aquello de su ligereza, se le ve muy contento con este formato del top, no lo cuestiona, al contrario, lo reorganiza, lo re-distribuye, se auto-asigna el papel de perfeccionarlo, de pronto quiere estar el otro año en el número tres… o ¡el número uno! Eso es. Un nuevo top. El Top of Mind. En lugar de preguntar cómo se gestó este proyecto ominoso del Gran Colombiano del Arte Colombiano La Silla Vacía, en lugar de investigar quién lo encargó, en lugar de cuestionar quién lo financió, en lugar de anañizar la metodología empleada, se dedica a justificar la lista negra del arte nacional. Falsa modestia: si Ospina, al enunciar las supuestas contradicciones de La Silla Vacía pretende comprobar que este Top «se equivocó», lo único que hace es ratificar su propia importancia (¿subvalorada?) dentro escalafón del poder. Ospina tiene tanto miedo a salir de circulación que pretende convertirse en un “crítico institucional independiente” y con un pie se ha anclado como parásito en instituciones como el Grupo Semana (con una columnita en Arcadia donde pretende ser hijo bastardo de Daniel Coronell y Daniel Samper Pizano, sin ser tan agudo como el primero ni tan hilarante como el segundo), y en la Universidad de los Andes (como profesor de planta), y con el otro pie en lugares desde donde pretende emitir un aroma de independencia pero solo logra perfumar sus adentros con un aire leve de disenso.
Ospina se posicionó a punta de echar chistes flojos en un portal web y por andar de chistosito se atribuyó el robo de una obra de arte: uno de los grabados de Goya cuando se expuso en Bogotá hasta que lo llamó la Fiscalía, le abrió un proceso y le pegó un susto: él afirmó en las indagatorias, por supuesto, “que eso era una parodia” y a cambio de no incriminarse sí firmó una declaración juramentada que incriminó a otros artistas (algún día un investigador de rigor sacará ese documento a la luz y con ello la infamia de Ospina). Y luego intentó convencernos —ni más faltaba—, que toda esa gran mentira era una obra de arte, sin duda, la nariz de Ospina ha crecido un poco más de lo que tenía por costumbre crecer.
Como si eso fuera poco, Ospina quien es uno de los más acérrimos detractores de Fernando Botero, terminó haciendo la curaduría de su obra en un prestigioso museo universitario y hasta escribiendo sendos textos elogiosos sobre el artista paisa. Y si de contradicciones se trata, o de incoherencias, o de deliberadas incoherencias (la incoherencia como clisé), tuvo el desparpajo de exponer sus propias caricaturas en una de las versiones de ArtBo y también en La Otra, la feria de la competencia, o hizo hace unos años una exposición burlándose del coleccionismo pero ahora le vende sus obras a la colección Cisneros: plata es plata o el cinismo del artista postmoderno. Ospina confunde la amoralidad con ser devoto moral de dos morales opuestas y todo esto no es más que una parodia que representa a los artistas sin brujula pero con olfato, estamos ante todo un académico uniandino, sí, pero de la escuela neoliberal mockusiana.
Ospina ha pretendido también ser crítico de arte cuando él mismo decía que aquí no hay crítica de arte, y lo peor, luego de curar a Botero, se creyó lo de curador: fue el escogido para curar una de las versiones de los Salones Regionales Zona Centro luego de que se dedicara a atacar el modelo del Salón y los salones regionales. Pero bueno, dirá el artista, “uno no patea la lonchera”, o más bien le hace pacito. Amaneció y vimos. ¿Cómo fue posible que el Ministerio de Cultura hubiera premiado una curaduría con (34 millones de pesos en la primera fase pues el premio asciende a más) a uno de sus más cercanos colaboradores, quien trabaja con ellos desde la Universidad de los Andes organizando el Premio Nacional de Crítica? (Sí, suena risible, dizque “el Premio Nacional de Crítica”). Si esto no es clientelismo del más bajo talante entonces que alguien nos explique qué diablos es eso. Pero bueno basta con ver el nombre del jurado: María Angela Méndez [sic], colega uniandina de Ospina, quien fue la ganadora del anterior salón regional y curadora actual del Salón Nacional de Artistas. Los burócratas ilustrados del Ministerio de Cultura nunca dieron explicaciones al gremio de artistas por el favor que le hicieron a Ospina y no bastó saber que dicha deliberación escogió entre solo con 8 propuestas y contó con la participación de otros cinco jurados a los que, se dice, Méndez cooptó.
Ospina, solo pretende seguir los pasos de dos grandes, sus tíos, Nadín y Luis. Del primero, el artista aclamado, no cabe duda de su nobleza y probidad, incluso, la foto de una de sus obras aparece en la página de portada de Los Ospina, que destaca a los que sí le hacen honor a esa estirpe. De Luis, el cineasta, ni siquiera Lucas ha intentado acercarse a la estela de su obra mayor en el séptimo arte, pero sí ha emulado sin gracia alguna el ejercicio de crítico de cine que este ejerció bajo el nombre de Norma Desmond y que causó un fuerte trastorno de personalidad en el Lucas adolescente: lo convirtió en un agente sicótico que para construir su personalidad aprendió el ejercicio de la pose de los modelos de su madre fotógrafa, y el histrionismo de su padre, un actor de la franja maldita de la televisión y que de vez en cuando sufre delirios de grandeza y se cree Bolívar.
En resumen, el Top de La Silla Vacía aquí sí que se equivocó, este medio periodístico perdió credibilidad, Ospina no es el mesías trabista que se cree ni es tan poderoso como nos quieren hacer creer, algunas mentes cándidas pensarán que es listo pero solo tiene personalidad.
Si se trata de crítica de arte hay muchas otras opciones, el problema no es que haya o no haya crítica, es que haya una sola crítica. Para aligerar el efecto Alka-Seltzer de amnesia temporal que produce la nominación de Ospina, hay que contrastarlo con decenas de otras voces que escriben sobre arte con regularidad: desde la academia (Ricardo Arcos, Jorge Peñuela), desde la verdadera independencia (Guillermo Vanegas, Guillermo Villamizar) y la prensa (Fernando Gomez, Nelly Peñaranda).
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Y la terapia continua (va un perfil que me hizo un terapeuta hace ya un tiempo, todo indica que no hay mejoría):
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