Resumen
El objetivo del presente artículo es reflexionar sobre la relación entre arte y política y las formas en las que se configura tal relación. Para tal fin, se construyen tres categorías de análisis (el encuentro, el combate y la curación) que permiten, por un lado, agrupar tales prácticas y, por el otro, evaluar sus resultados a la luz de sus propósitos. Lo político en el arte se entiende aquí como una forma particular de asumir unas prácticas creativas en un contexto conflictivo y violento como el colombiano. Es decir, lo político en el arte remite a unas formas sensibles específicas que construyen tanto la función del artista como la comunidad a la que se remite. A las tres formas le corresponden tres papeles creativos: el artista-sacerdote, el artista-hereje y el artista-curandero y, a su vez, tres formas de comunidad: la comunidad congregada en la plegaria, la ciudadanía concientizada por el panfleto y la comunidad reconfigurada a partir del lazo social construido por el arte.
Introducción
En este documento se analiza la relación entre arte y política a partir de sus formas, es decir, de su manifestación sensible. Para tal fin, se analizaron cuatro casos específicos, tanto de obras de arte como de prácticas artísticas. A partir de ese análisis se construyeron tres categorías: el arte como encuentro, el arte como combate y el arte como curación (ver cuadro 1). Estas categorías, desde luego, no agotan las posibilidades del arte político, pero permiten agrupar algunas prácticas, ver varias de sus características, así como las finalidades que proyectan y su relación con los públicos y las comunidades. En las tres categorías construidas se evidencian modos de hacer diferentes y, en algunos casos, antagónicos. Pero, independientemente de tales diferencias, hay algo en común entre ellas: el conflicto armado. En Salcedo, la presencia de la fosa común; en Granados, el contenido contrahegemónico —que pasa por el conflicto armado y diversas formas de exclusión— y, en “Yolanda…” y “La guerra…”, el desplazamiento forzado y el exterminio sistemático de la población civil. En la primera parte del documento se analizan dos modelos artísticos antagónicos: el encuentro (Doris Salcedo) y el combate (Nadia Granados). En la segunda parte, se reflexiona sobre dos exposiciones (“Yolanda: fragmentos de destierro y desarraigo” y “La guerra que no hemos visto”), para dar cuenta del arte como curación.
Cuadro 1. Las formas políticas del arte
Forma | Artista | Comunidad |
El encuentro | El sacerdote | Congregada en la plegaria |
El combate | El hereje | Concientizada por el panfleto |
La curación | El curandero | Reconfigurada en el lazo social |
Las misiones del arte en nuestro contexto
En este aparatado reflexionaremos sobre dos modos de hacer del arte político. Llamaremos al primero, “el modelo de la plegaria muda”; al segundo, “el modelo de la arenga panfletaria”. El modelo de la plegaria muda le endilga una misión al arte: ser el contrapeso de la barbarie; dice Doris Salcedo:
“A mí sí me interesa lo político. Yo soy un ser político. Las víctimas con las que trabajo son de violencia política. Soy colombiana, trabajo para abrir espacios para el pensamiento y para lo poético desde acá, que se supone es el lugar propio de la barbarie […] La historia siempre la cuentan los triunfadores y aquí tenemos una perspectiva invertida: no tenemos ni arcos del triunfo, ni columnas de Nelson, ni obeliscos, tenemos ruinas de la guerra y de nuestra historia. Eso nos lleva a trabajar una obra que articule la historia de los derrotados, porque también somos capaces de pensar y de narrar nuestra historia.”(Salcedo, 2010)
De modo que el arte, siendo el contrapeso de la barbarie, lucha contra el olvido, recupera la memoria. Pues olvidar la masacre es olvidar las condiciones que la hicieron posible. Contra el olvido se erige entonces una forma sensible que hace presente la ausencia de aquellos que han sido silenciados y olvidados. Liberar del olvido la historia de los vencidos, es una de las misiones de la plegaria muda.
El memorial que rinde tributo a las víctimas es una de las estrategias para restituir simbólicamente los derechos contra el olvido. Sostiene Marcuse: “Olvidar el sufrimiento pasado es olvidar las fuerzas que lo provocaron […] Contra la rendición al tiempo, la restauración de los derechos de la memoria es un vehículo de liberación, es una de las más nobles tareas del pensamiento” (2002, p. 214); y del arte de la plegaria muda, podríamos agregar.
Doris Salcedo ha manifestado de su obra Plegaria Muda (2008-2010):
“Una obra que tuviera incorporado el objeto que mejor narra la experiencia de la violencia en Colombia, y pienso que ese objeto es la fosa común. Estuve trabajando con las madres de Soacha y lo que quería era colocar en una imagen la ausencia de ese ser querido, y el momento en el que la madre tiene que reconocer a su hijo en esa fosa. Es como un campo santo, son 166 piezas, y uno camina a través de ella. Dos mesas invertidas y tienen un pasto que crece a través de la madera… con la esperanza de que la vida prevalezca; no importa cuántas matanzas, la vida prevalece. Es eso lo que tiene esa pieza.” (Salcedo, 2008-2010)
La pieza es, entonces, una forma de restitución simbólica: por un lado, libera a las víctimas del olvido, las hace presentes; por el otro, afirma la vida en contra de la barbarie. Pero no solo la afirma, presenta su potencia, su carácter autopoiético: la hierba, a pesar de la desolación y la muerte, irrumpe, florece, se dirige al cielo (hacia donde se dirigen todas las plegarias). “Plegaria muda” construye un espacio para el encuentro, para la comunión. Esta comunión solo puede experimentarse en silencio, casi que litúrgicamente: “En el momento de la contemplación silenciosa, ocurre esa relación afectiva”, expresa Salcedo, y esa afección permite “transmitir en alguna medida la experiencia de la víctima”. El modelo de la plegaria muda no es el de la narración o la representación, pues la barbarie no puede contarse, es inimaginable, por lo tanto es irrepresentable.
Esto último, desde luego, recuerda lo sublime lyotardiano, cuya misión en el arte es testimoniar la existencia de lo no presentable. El exterminio y la barbarie exceden cualquier posibilidad de la imaginación; lo que ocurrió en los campos de exterminio resulta inimaginable. Una imagen no vale más que mil palabras. Toda representación de la barbarie resulta infame para esta perspectiva, es injusta. De ahí que para los partidarios de lo sublime, de los que Salcedo hace parte, renuncien a la representación y la narración; en su lugar debe crearse un espacio para la afección que dignifique mediante la humanización de lo inhumano. Esta es una de las estrategias extendidas de los memoriales a las víctimas durante las últimas décadas, memoriales que no muestran rostros de víctimas, sino permiten experimentar la desolación y el desarraigo de las víctimas.
Si hay una política en el modelo de la plegaria muda, esta política es la del encuentro. En torno a la obra o el memorial todos nos encontramos y nos reconocemos, pues nos devuelve el rostro extraviado de lo humano. La comunión en torno al arte quiere decir que no hay diferencia, pues la obra nos iguala como humanos. No es un asunto menor cuando una afección provocada por una forma sensible nos hace sentir que todos somos iguales en la vida y en la muerte. Comenta Salcedo:
“Creo que el arte tiene la función que tiene la oración funeraria: en el momento en el que la persona ya no te escucha, tú te estás despidiendo de esa persona, te estás dirigiendo a esa persona. Eso muestra la esencia del ser humano, que es capaz de aguantar el dolor en el momento del entierro y sin embargo dirigirse a esa persona que ya no lo escucha, que ya no va a regresar. Sin embargo, eso nos dignifica; dignifica al doliente y dignifica a la persona que estamos enterrando. Es una cosa maravillosa, y yo creo que el arte es muy parecido a eso, a la oración funeraria.” (Salcedo, 2008-2010)
En el modelo de la plegaria muda (el del encuentro), la obra de arte es un misterio que logra unir lo que estaba separado: lo divino y lo humano, la vida y la muerte. La forma de recepción, en este caso, es la contemplación: la delectación amorosa que permite, en medio del silencio, realizar la comunión, y si tal cosa ocurre, acontece la iluminación, en un sentido heideggeriano: “Todo hacer salir lo oculto pertenece a un albergar y a un ocultar. Pero ocultado está, y siempre está ocultándose, lo que libera, el misterio” (Heidegger, 2001, p. 23). Para Doris Salcedo resulta clara la finalidad del arte, su misión: ser el contrapeso silencioso de la barbarie, el arte como una plegaria muda. En este sentido, a la forma política del encuentro le corresponde, correlativamente, un papel arquetípico: el artista-sacerdote, quien está autorizado para celebrar la comunión, la fiesta. Una fiesta solemne, desde luego, acompañada de un “silencio solemne”, como señala Gadamer:
“Del silencio podemos decir que se extiende, como le ocurre a alguien que, de improviso, se ve ante un monumento artístico o religioso que le deja pasmado […] le sobrecoge la solemnidad de un silencio absoluto. Siente cómo todos están congregados por lo que allí sale al encuentro”. (1991, p. 47) (Las cursivas son mías)
Sin embargo, otra forma del arte político busca objetivos diferentes a los del encuentro y, por lo tanto, recurre a medios y estrategias opuestos a los del “silencio solemne”. Este es el caso de la arenga panfletaria. La artista Nadia Granados asume esta estrategia con su personaje La Fulminante, una suerte de estrella porno, cantante de reggaeton y exhibicionista urbana que tiene la capacidad de movilizar emociones y hacer hablar. La Fulminante no deja al espectador indiferente cuando succiona con experticia pornográfica, en algunos de sus videoespectáculos, un revólver (“Chupada antiimperialista”), un condón inflado con esperma adentro (“Maternidad obligatoria”) o alguna aguja hipodérmica (“El negocio de la salud”). Es claro que el propósito de La Fulminante es escandalizar, lo que no resulta difícil: exhibirse semidesnuda en el espacio público o llevar el personaje al transporte urbano es una manera de lograrlo, no sin riesgos, desde luego: el acoso de la Fuerza Pública o de algún transeúnte, así como los insultos, los recibe Nadia Granados y no La Fulminante. Seguramente Granados asume el riesgo porque considera que con su personaje algo se gana: la concientización sobre problemas como el aborto, la crisis del sistema de salud, el desplazamiento forzado o el negocio de la guerra. Como el riesgo parece evidente (exponer descarnadamente un cuerpo) y el escándalo en parte está garantizado (exhibirse ante un público ajeno al campo del arte), el trabajo de Granados con La Fulminante congrega algunas simpatías: los discursos feministas, el activismo pornoterrorista, así como los simpatizantes del arte panfletario ven en La Fulminante la realización exitosa de un arte subversivo, cuya eficacia política dan por sentada. Basta recoger, para la muestra, la declaración del crítico de arte Jorge Peñuela:
“Las acciones en las cuales se expone, se despelleja ante la mórbida mirada de una sociedad falofílica, por ende misógina y homofóbica, son un síntoma de que en Colombia algunos artistas persisten en su lucha en contra de los moldes míticos con los cuales se marca la experiencia de los hombres y las mujeres.” (2013).
La postura contrahegemónica de Granados demuestra su compromiso con la defensa de algunas causas. Que el propósito resulte noble no tiene discusión (el despliegue libre de las ideas); lo que sí tiene lugar a discusión, sin embargo, es que tales ideas se despliegan en un formato que es valorado como arte y, específicamente, como arte político. Tratemos de analizar entonces el formato utilizado por Granados. El procedimiento de La Fulminante ha sido probado una y otra vez por el arte crítico. La teorización de tal procedimiento fue realizada por Guy Debord y convertida en una estrategia de lucha simbólica por parte del situacionismo y ha sido propagada, hasta el día de hoy, por el activismo artístico: la tergiversación o el desvío (detournement).
“Esta conciencia teórica del movimiento, en la que debe estar presente la propia huella histórica de este movimiento, se manifiesta en la inversión de las relaciones establecidas entre los conceptos, así como en la subversión de todas las adquisiciones de la crítica anterior […] El desvío subversivo es el lenguaje fluido de la antiideología” (Debord, 2007, 166 y 168).
La tergiversación reivindica el plagio como una estrategia para fracturar el discurso establecido. Si la sociedad del espectáculo establece el sentido del mundo mediante el entretenimiento (reírse es estar de acuerdo, diría Adorno), el situacionismo busca desajustar el sentido, derrumbar el núcleo ideológico de la “realidad” mediante la apropiación aberrante (es decir, desviada) de las imágenes, los eslóganes y los discursos de la industria cultural para concientizar al público. Esta es la fórmula de La Fulminante.
Nadia Granados parte de un supuesto: la pornografía, la explotación de la sexualidad en la publicidad y en la música atraen la mirada y condicionan las formas de goce de los consumidores, un goce sin sentido, vacío; así que mediante La Fulminante, Granados se apropia del cascarón del entretenimiento y lo llena de contenido político. Si la estrategia funciona, los espectadores se sentirán atraídos por el cascarón y tal vez, sin que lo perciban, serán concientizados mediante mensajes que revelan “la verdad” del mundo de manera fulminante. Así que el arte (La Fulminante) puede convertirse en una herramienta de transformación social, como lo afirma Granados:
Empecé a pensar que sería interesante mezclar lo erótico, lo sexual o lo provocante de ser mujer con estos contenidos políticos para que le llegara a más gente […] Todo el día estamos viendo culos, tetas, mujeres divinas […] que están vendiendo cerveza, están vendiendo las ideas del Gobierno […] ahí están las mujeres hablando con sus tetas y con sus piernas, es algo que llama la atención, entonces si lo vuelves un escaparate para las ideas emancipatorias, pues empieza a haber… yo no sé lo que pueda pasar, es una idea que empieza apenas, pero creo que sí tiene sentido. […] el arte es una herramienta de transformación social y es algo que puede abrir mentes y detonar, hacer temblar las estructuras. (Granados, 2011)
Sin embargo, son solo supuestos. Nada garantiza que La Fulminante abra las mentes y haga temblar las estructuras. Son supuestos siempre presentes en el arte panfletario. A veces se quiere subvertir y en lugar del temblor aparece la risa, como sucede con la película ¿Puede la dialéctica romper ladrillos? (1973), de René Viénet, quien sustituye los diálogos de una película de artes marciales por diálogos marxistas sobre la lucha de clases. Esta película buscaba concientizar a los proletarios sobre la explotación, pero el resultado de su tergiversación es gracioso sin proponérselo, una exquisita muestra de humor involuntario, el mismo que aparece en el video de La Fulminante Dale papito, un reggaeton que dice:
“Dale papito, tu mente libertaria me pone resbalosa […] mi cuerpo está esperando la rabia de estos tiempos […] muévete con fuerza, construye pensamiento […] tu lengua se me ofrece, dale papito mi coño lo merece […] Dale papito, la gente se despierta, unidos en las calles, me agitas y me llenas. Libre papito. El poder del pueblo derribando ya los muros, al tirano destruyendo”.
Aquí la tergiversación se convierte en parodia, así que la estrategia vanguardista se transmuta en una de las formas exitosas del entretenimiento de la cultura de masas (que es lo que busca combatir). El caso de La Fulminante llama la atención porque después de tres años de aparecer su estrategia ha sido valorada como un arte crítico y político, cuando en verdad resulta panfletario y paródico. Repárese, por ejemplo, en el monólogo de “Asunto de multitudes”: La Fulminante restriega un balón en su sexo mientras se transmite un partido de fútbol, mientras dice: “El televisor ha dado la orden de alegrarlos colectivamente. Estadios repletos, rating a tope. Obedientes las multitudes se movilizan”. El arte panfletario pretende mostrar la estupidez del mundo, una estupidez de la que solo pueden distanciarse el artista panfletario y sus creyentes. No obstante, Nadia Granados no es la representante de tal postura, más bien La Fulminante es un caso paradigmático de una práctica bastante extendida del arte político: el arte panfletario, cuya finalidad es el combate. Un combate sígnico, desde luego: apropiarse de sentidos establecidos (ideológicos) para invertirlos, tergiversarlos y hacerlos retumbar. Si la estrategia funciona, la respuesta será el desequilibrio o la perturbación del público, cuyo efecto, de ser eficaz, será su concientización. A esta forma del arte político le corresponde, correlativamente, un papel arquetípico: el artista-hereje. Más que encuentro, movilización; más que plegaria, arenga; más que silencio, concientización.
La práctica artística como práctica curativa
En el apartado anterior nos ocupamos de dos formas del arte político: el encuentro y el combate. Dos formas de alguna manera antagónicas, pues una busca el reconocimiento de las partes en torno a la obra, conformando lo que Rancière denomina una comunidad ética, que remite a un régimen ético de las imágenes, unas imágenes que juzgamos en función de su verdad intrínseca (Rancière, 2012), que concilia las diferencias mediante la comunión; la segunda forma, en cambio, no concilia, sino separa, se inscribe en regímenes discursivos y visuales para tergiversarlos mediante dispositivos que inviertan las relaciones de poder, pues el empoderamiento es una de sus búsquedas. Si en el primer caso la obra de arte es un misterio que ilumina mediante una disposición contemplativa, en el segundo es un dispositivo que concientiza mediante una disposición combativa. La forma de recepción es, entonces, activa o, por lo menos, busca activar al público mediante la movilización y la concientización, es decir, hacer caer en la cuenta de que las cosas no son como nos dicen que son y que, por lo tanto, podrían ser acaso de otro modo. Esta perspectiva parece más claramente política que la primera. No obstante, encontramos en ambos una intención política: una política del encuentro y una política de la acción.
La primera forma recurre al silencio, la segunda a la arenga; la una se articula en la plegaria, la otra en el panfleto. Entre una y otra forma se va de la contemplación a la acción. La tercera forma, de alguna manera, media entre las otras dos. A esta última la hemos denominado la curación. A las tres formas (el encuentro, el combate y la curación) le corresponden tres figuras arquetípicas, encarnadas como: el artista-sacerdote, el artista-hereje y el artista-curandero.
En las prácticas artísticas contemporáneas encontramos manifestaciones que invocan tanto el poder del arte para la reconstrucción del tejido social (la curación), como las posibilidades críticas para afectar a la audiencia o denunciar el terror y la catástrofe (el encuentro y el combate). Así, un grupo de artistas pretende actuar contra la injusticia mediante la creación terapéutica. Esta última práctica la podemos agrupar en tres categorías: las que buscan crear con la comunidad (arte colaborativo), crear una comunidad (estética relacional) o crear para la comunidad (arte comunitario o plástica social). En las prácticas que crean con, se da un desplazamiento de la potencia creativa del artista (el modelo romántico del autor) hacia las posibilidades creativas de la comunidad (el modelo de la muerte del autor); en las que crean una, se busca o bien recomponer un tejido social que había sido roto, o bien construir un lazo social inédito que no necesariamente debe perdurar; en las que crean para, se busca intervenir en lo real reparando a las víctimas mediante intervenciones simbólicas. Detengámonos en el análisis de las siguientes exposiciones: “Yolanda: fragmentos de destierro y desarraigo” (2003-2005) y “La guerra que no hemos visto” (2009-2010).
En octubre de 2009, en el Museo de Arte Moderno de Bogotá (Mambo) se inauguró la exposición “La guerra que no hemos visto: un proyecto de memoria histórica”, 62 pinturas (de 420) realizadas por exguerrilleros, exparamilitares y, en menor medida, soldados heridos en combate, fruto de los talleres de pintura realizados por la Fundación Puntos de Encuentro, dirigida por el artista Juan Manuel Echavarría: (“[…] estas pinturas pueden educar contra la guerra […] creo que a través del pincel se construyó el relato, y ellos, al pintar, lograron rescatar sus memorias”). Si en la relación arte y violencia hay un interés mayoritario por visibilizar a las víctimas del conflicto armado, este trabajo mostró la otra cara: la versión de los victimarios. La muestra, curada por Ana Tiscornia, también fue expuesta entre mayo y agosto de 2010 en La Casa del Encuentro de El Museo de Antioquia.
El correlato del trabajo dirigido por Echavarría con los actores del conflicto lo podemos encontrar en una exposición que se realizó entre 2003 y 2005 con los actores en medio del conflicto: “Yolanda: fragmentos de destierro y desarraigo”, una exposición itinerante curada por la antropóloga Margarita Reyes en la que se narraba la historia de una mujer imaginaria bautizada como “Yolanda” por quienes colaboraron en la realización de la exposición: 49 víctimas del desplazamiento forzado. En este trabajo, vinculado al proyecto “Museos Imaginarios” del ICANH y el Museo Nacional de Colombia, se buscó reflexionar sobre la marginación, el estigma y el desconocimiento sobre el destierro y el desarraigo. La exposición itineró en varias ciudades y fue creciendo y transformándose mediante una propuesta colaborativa.
En el proyecto de Juan Manuel Echavarría y la Fundación Puntos de Encuentro, los talleres sobre construcción y preservación de la memoria de la guerra a través de proyectos artísticos estuvieron conformados por 17 exparamilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), 30 exguerrilleros y 14 exguerrilleras de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), 1 exguerrillero del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y 18 soldados del Ejército Nacional de Colombia heridos en combate, quienes en conjunto produjeron más de 400 pinturas, de las cuales 62 fueron expuestas (Tiscornia & Echavarría, 2010, p. 34). En este trabajo la memoria de la guerra no se construye a partir de los discursos expertos (la academia), oficiales (el Gobierno y las fuerzas militares) o de la ilegalidad contraoficial (los comandantes guerrilleros o paramilitares); antes bien, en lugar de discursos circulan relatos, no de los protagonistas de la guerra, sino de los actores sin nombre: excombatientes rasos y anónimos.
Desde luego, aunque estas creaciones sean expuestas en lugares consagrados para el arte, no deben considerarse artísticas. No obstante, una dimensión estética aparece en ellas: expresar plásticamente lo que no puede ser nombrado mediante la palabra. Más que pinturas deberíamos considerar estos trabajos como cartografías, cuyos aspectos formales se construyen, por un lado, mediante el centramiento, la frontalidad y la indexicalidad, y, por el otro, mediante un plano panorámico y cenital en la narración de los acontecimientos.
Lo clave aquí es que la ausencia de verosimilitud formal (“así no se ven las cosas”) es inversamente proporcional a la presencia de verosimilitud narrativa (“así sucedió”). No hay búsqueda de material externo que intente fijarse para la concientización de los hechos (como en la fotografía documental), sino que el material se expresa mediante la recuperación de la memoria traumatizada (como en la experiencia catártica). La ingenuidad de la representación se estrella con la brutalidad de lo representado, una conmoción en la que emerge la verdad de la guerra.
Si bien estas cartografías representan la guerra mirada desde arriba, esta mirada no es la del omnisciente ojo intelectual, ni la del ojo tecnológico del estratega militar, es decir, no es la mirada que pone todo a distancia bajo mis ojos: “un simulacro teórico […] que tiene como condición de posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas” y, por lo tanto, de los practicantes que manejan espacios que no se ven (Certeau, 2007, p. 105). En “La guerra que no hemos visto” se narra desde arriba, pero esta narración no se pone a distancia, pues su fundamento parte de abajo, es decir, de una recuperación de las prácticas brutales de la guerra que nos muestran espacios que aún no habían sido vistos. En ese sentido estos trabajos contribuyen, en efecto, a construir la memoria sobre la verdad de la guerra, pero no de manera abstracta, discursiva o negociada, sino a partir de la experiencia recuperada de las prácticas atroces de la guerra. El trabajo artístico de Juan Manuel Echavarría consiste en propiciar, por medio de la construcción de un espacio creativo (los talleres de pintura), un desplazamiento y una multiplicación de las miradas que a su vez posibilita una ampliación en los modos de ver.
Otro desplazamiento y multiplicación de las miradas se llevó a cabo con la exposición “Yolanda: fragmentos de destierro y desarraigo”, en la que se buscó abrir espacios de diálogo y reflexión sobre las personas en situación de desplazamiento forzado, convirtiendo el espacio museístico en un lugar de debate sobre la construcción y representación de la nación. El trabajo consistió en construir una narración colectiva sobre la llegada de un “desplazado” a Bogotá. Al personaje se le asignó un género, una región y un nombre: “Yolanda”, una campesina antioqueña (Reyes, 2003).
Mediante trabajo colaborativo la exposición itinerante (2003-2005) fue transformándose y ampliando su sentido con la interacción entre otros curadores, especialistas y ciudadanos. Al poner en práctica un proyecto museográfico de investigación-acción participativa (que no habla por las comunidades, pues ellas tienen su propia voz), “Yolanda” resultó útil para examinar las posibilidades de combinar tres tipos de conocimiento, como lo señala Cristina Lleras Figueroa al reseñar otro proyecto de la misma naturaleza: “el académico, el popular y el museológico, lo cual puede considerarse como un mecanismo de distribución de poder” (2008, p. 7).
Si tenemos en cuenta que las identidades y las representaciones tienen que ver, como indica Stuart Hall, “con las cuestiones referidas al uso de los recursos de la historia, la lengua y la cultura” y, por lo tanto, lo clave no es que respondan a cuestiones como “quiénes somos” o “de dónde venimos”, sino “en qué podríamos convertimos” (2003, p. 17), resulta comprensible que la lucha en la construcción de las identidades se realice en espacios simbólicos. En este sentido los espacios del arte resultan estratégicos para la reconfiguración de la división de lo sensible:
“cuando aquellos que “no tienen” tiempo se toman ese tiempo necesario para erigirse en habitantes de un espacio común y para demostrar que su boca emite perfectamente un lenguaje que habla de cosas comunes y no solamente un grito que denota sufrimiento” (Rancière, 2005, p. 18).
Así, una de las cuestiones significativas del trabajo de construcción y representación en “Yolanda” fue, precisamente, la intención de desidentificar la noción de “desplazado”. Por un lado, desustancializando la imagen de “desplazado” al poner en duda que tal situación sea una condición natural; en su lugar se puso el acento en las nociones de destierro y desarraigo. Por otro lado, construyendo una posición diferente mediante la transformación del papel de los participantes con la intermediación del museo, es decir, posibilitando el tránsito que va de la situación de víctima que suplica la ayuda del Estado, al ciudadano con habla que construye activamente significado.
Los espacios extraterritoriales del arte pueden posibilitar la irrupción de lo inédito rompiendo con el “flujo normal” de los acontecimientos que embotan nuestra percepción y nuestros juicios sobre el mundo. Ese flujo es el que posibilita nuestra respuesta a la interpelación del “¡Eh, usted, oiga!”. A la interpelación “¡Oiga, usted, desplazado!”, responde un individuo ya sujeto (en el sentido de sujeción) al que le corresponde un lugar, cuyo orden establecido enseña que solo ese lugar le es posible. Pero en verdad nos interesa lo contrario: que una comunidad excluida irrumpa en un lugar que pareciera no corresponderle. No le correspondería si recordamos el estudio sobre públicos de museos realizado por Bourdieu, en el cual se indica que: “Si una persona con nivel de estudios primarios tiene 2,3 probabilidades sobre 100 de acudir a un museo a lo largo del año […] será preciso aguardar 46 años para que se cumpla la esperanza matemática de verle entrar a un museo” (2003, p. 47).
La estadística traza un destino social en el que el excluido está, desde luego, expulsado del templo sagrado del arte. Ese lugar que no le corresponde puede, en todo caso, ser recuperado mediante prácticas artísticas o institucionales que subviertan el carácter disciplinario del museo. Pero no recuperarlo como un asistente pasivo que incrementa el número de visitas y cuyo indicador deja satisfecho al gestor cultural. Recuperarlo en un sentido activo, es decir, como un público anónimo dotado de palabra que puede construir nuevos significados y, por lo tanto, ampliar nuestra mirada sobre el mundo. “La guerra que no hemos visto” y “Yolanda” exploran esa posibilidad.
A las tres formas del arte político le corresponden tres papeles creativos: el artista-sacerdote, el artista-hereje y el artista-curandero y, a su vez, tres formas de comunidad: la comunidad congregada en la plegaria, la ciudadanía concientizada por el panfleto y la comunidad reconfigurada a partir del lazo social construido por el arte. Desde luego, estas formas no agotan las posibilidades de la relación entre arte y política. Sin embargo, en nuestro contexto estas formas parecen prevalecientes. Tal prevalencia, en los casos analizados, está ligada a la víctima: las madres de Soacha en Salcedo, el cuerpo cosificado en Granados y el desplazamiento y el exterminio sistemáticos en “Yolanda” y “La guerra”. Queda por analizar cómo se construye la noción de víctima en cada caso, pues ella se ha convertido en un síntoma del arte político (no solo en nuestro contexto).
Elkin Rubiano
Texto aparecido originalmente en la revista Ciencia Política
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