En la actualidad, el término “arte contemporáneo” no designa sólo al arte que es producido en nuestro tiempo. El arte contemporáneo de nuestros días más bien demuestra cómo lo contemporáneo se expone a sí mismo (el acto de presentar el presente). En ese sentido, el arte contemporáneo es diferente del arte Moderno, que se dirigió hacia el futuro, y diferente también del Postmoderno, que es una reflexión histórica sobre el proyecto Moderno. El “arte contemporáneo” contemporáneo privilegia el presente con respecto al futuro o el pasado. Por lo tanto, para caracterizar adecuadamente a la naturaleza del arte contemporáneo, parece pertinente situarlo en su relación con el proyecto Moderno y su re-evaluación Postmodernista.
La idea central del arte Moderno fue la de creatividad. El genuino artista Moderno estaba supuesto a efectuar una ruptura radical con el pasado, a borrar, destruir el pasado, alcanzar ese punto cero de la tradición artística y, al hacerlo, darle un nuevo comienzo a un nuevo futuro. La obra de arte mimética y tradicional fue sometida al trabajo iconoclasta y destructivo del análisis y la reducción. Abolir las tradiciones, romper con las convenciones, destruir el viejo arte y erradicar los valores obsoletos fueron los slogans del momento. La práctica de la vanguardia histórica estuvo basada en la ecuación “negación es creación”, que ya había sido enunciada por Bakunin, Stirner y Nietzsche. Las imágenes iconoclastas de la destrucción y la reducción estuvieron destinadas a servir como iconos del futuro. El artista estaba supuesto a encarnar el “activo nihilismo” de la nada (nothingness) que lo originaba todo. Pero ¿cómo un artista individual podría probar que era, en realidad, genuinamente creativo? Obviamente un artista podría mostrarlo sólo al demostrar cuán lejos había llegado en la destrucción y reducción de la imagen tradicional, cuán iconoclasta y radical era su trabajo. Sin embargo, para reconocer alguna imagen como verdaderamente iconoclasta habría que compararla con las imágenes tradicionales y con los iconos del pasado. De otro modo, el trabajo de reducción simbólica permanecería inadvertido.
El reconocimiento de lo iconoclasta, de lo creativo y de lo nuevo requiere, por tanto, una permanente comparación con lo tradicional y lo viejo. Lo iconoclasta y lo nuevo sólo puede ser reconocido por el arte históricamente conformado y la mirada adiestrada en el museo. Es por eso que, paradójicamente, mientras más uno quiere librarse de la tradición artística, más uno queda supeditado a la lógica de la narrativa de la historia del arte y el coleccionismo del museo. Un acto creativo, si es entendido como un gesto iconoclasta, presupone una permanente reproducción del contexto en el cual se efectuó dicho acto. Este tipo de reproducción infecta al acto creativo desde un principio. Incluso podría decirse que, bajo la condición del museo moderno, la novedad de las nuevas producciones artísticas no se establece post-factum, como resultado de la comparación con el viejo arte. Más bien la comparación tiene lugar antes de la emergencia de una obra de arte nueva, radical, iconoclasta. La obra de arte moderna es re-presentada, re-conocida antes de ser producida. De ahí que la producción modernista por negación esté regida precisamente por la reproducción de los medios de comparación, de determinada narrativa histórica, de determinados procedimientos artísticos, de determinado lenguaje visual, y determinados contextos de comparación ya fijados. Este carácter paradójico del proyecto Moderno fue constatado y descrito por un grupo de teóricos y fue reflejado por muchos artistas entre los años 60 y 70. El reconocimiento de estas repetitividades dentro del proyecto Moderno condujo a una redefinición del mismo durante las décadas recientes y a la tematización postmoderna de las problemáticas de repetición, iteración y reproducción.
No es casual que el ensayo de Walter Benjamin La obra de arte en la era de la reproductividad mecánica se volviera tan influyente durante estas décadas postmodernistas. Eso ocurrió porque, para Benjamin, la reproductividad mecánica –y no la creación de lo nuevo- constituyeron la modernidad. Como es perfectamente conocido, en su ensayo, Benjamin introdujo el concepto de “aura” para describir la diferencia entre el original y la copia bajo las condiciones de una perfecta reproductividad técnica. Desde entonces, el concepto ha tenido una impresionante trayectoria filosófica, mayormente como resultado de la famosa fórmula de la “pérdida del aura”, que vendría a caracterizar el destino del original en la época moderna. La “pérdida del aura” fue descrita por Benjamin como la pérdida del contexto fijo, constante y reconfirmable de una obra de arte. De acuerdo con Benjamin, en nuestra época la obra de arte deja su contexto original y comienza a circular anónimamente en los redes de reproducción y distribución de las comunicaciones de masas. Es decir, la producción de la cultura de masas opera como un reverso de la estrategia de “alta cultura” del arte modernista: el ‘culto’ (high) arte modernista niega la repetición de las imágenes tradicionales, pero conserva intacto el contexto histórico tradicional del arte; mientras que el arte de la ‘baja cultura’ (low) reproduce esas imágenes al tiempo que niega y destruye sus contextos originales. En la época moderna se niega o bien una obra de arte o bien su contexto, pero nunca ambas simultáneamente.
El acento en la pérdida del aura es, por un lado, totalmente legítimo y está ciertamente a tono con la intención general del texto de Benjamin. Sin embargo, podría tratarse menos de la pérdida del aura que de su emergencia lo que brindaría la oportunidad de llegar a una mejor comprensión de los procesos que están teniendo lugar en el arte de nuestros días (que predominantemente opera con nuevos medios y técnicas de reproducción). Enfocarse en la emergencia del aura podría conducir a una mejor comprensión no ya del destino del original, sino también incluso del destino de la copia en nuestra cultura. De hecho, el aura, tal y como la describió Benjamin, sólo adquiere su ser gracias a la moderna técnica de la reproducción. Es decir, el aura emerge en el preciso momento en el que está declinando. Surge precisamente por las mismas razones por las que desaparece. En efecto, en su texto Benjamin parte de la posibilidad de una perfecta reproducción que no permitiría ya una diferencia “material” visualmente reconocible entre el original y la copia. La pregunta que el formula es ésta: ¿la borradura de cualquier diferencia reconocible entre el original y la copia también significa la borradura de la diferencia como tal entre ambos? La respuesta de Benjamin a esta pregunta es, desde luego, que no. La borradura de todas las diferencias visuales reconocibles entre el original y la copia es sólo potencial porque no elimina otra diferencia que existe entre ambos y que, aunque invisible, no es la menos decisiva: el original posee un aura que le falta a la copia. El original posee un aura porque tiene un contexto fijo, un lugar bien definido en el espacio; y por medio de ese lugar está inscrito también en la historia como un objeto singular y original.
La copia, por el contrario, no tiene un lugar y por tanto es ahistórica, siendo desde un inicio una potencial multiplicidad. La reproducción quiere decir dislocación, desterritorialización, transporta la obra de arte a redes de circulación topológicamente indeterminadas. Los enunciados correspondientes de Benjamin son muy conocidos: “incluso a la más perfecta reproducción de una obra de arte le falta un elemento: su presencia en el tiempo y el espacio, su única existencia en el lugar donde se encuentra” y continua: “el aquí y el ahora del original es el prerrequisito del concepto de autenticidad”. Pero si la diferencia entre el original y la copia es sólo topológica –si sólo existe una diferencia entre un contexto cerrado, fijo, marcado, aurático y el espacio abierto, sin marca y profano de la anónima circulación masiva- entonces no sólo es posible la operación de dislocación y desterritorialización del original, sino también lo es la operación de relocalización y reterritorialización de la copia. Uno no sólo es capaz de producir una copia a partir de un original por una técnica de reproducción, sino que uno también puede producir un original a partir de una copia a través de una técnica de relocalización topológica de esa copia, o sea, por medio de la técnica de la instalación.
El arte de la instalación, que en la actualidad es la forma señera en el contexto del arte contemporáneo, opera como un reverso de la reproducción. La instalación extrae una copia del presunto espacio abierto y sin marcas de la circulación anónima y lo ubica –aunque sólo sea temporalmente- en el contexto fijo, estable y cerrado de un “aquí y ahora” topológicamente bien definido. Esto quiere decir que todos los objetos dispuestos en una instalación son originales, incluso cuando –o precisamente cuando- circulen como copias fuera de la instalación. Los componentes de una instalación son originales por una sencilla razón topológica: hace falta ir a la instalación para poder verlos. La instalación es, ante todo, una variación socialmente codificada de la práctica del flaneur (flaneurship), como la describió Benjamin, y por tanto, un lugar para el aura, para la “iluminación profana”. Nuestra relación contemporánea con el arte no puede, por ende, reducirse a una “pérdida del aura”. Más bien la época moderna organiza una compleja interacción de dislocaciones y relocalizaciones, de desterritorializaciones y reterritorializaciones. Lo que distingue al arte contemporáneo del de momentos anteriores es sólo el hecho de que la originalidad de una obra de nuestro tiempo no se establece de acuerdo a su propia forma, sino a través de su inclusión en un determinado contexto, en una determinada instalación, por medio de su inscripción topológica.
Benjamin pasó por alto la posibilidad –y de este modo, la inevitabilidad- de reauratizaciones, relocalizaciones y nuevas inscripciones topológicas de una copia porque el compartió con el arte culto modernista la creencia en un único y normativo contexto del arte. Bajo esta presuposición, el hecho de que una obra de arte pierda su contexto único y original significaría que perdería para siempre su aura, que se convertiría en una copia de sí misma. La reauratización de una obra de arte individual requeriría una sacralización de todo el espacio profano de la circulación masiva topológicamente indeterminada, lo cual sería un proyecto totalitario y fascista. Ese fue el problema principal del pensamiento de Benjamin: él percibió el espacio de la circulación masiva de la copia como un espacio universal, neutro y homogéneo. El insistió en la permanente recongnocibilidad, en la identidad propia de la copia tal y como circula en la cultura contemporánea. Pero en la actualidad estas dos presuposiciones centrales en el texto de Benjamin son cuestionables. En el entorno de la cultura contemporánea una imagen está circulando permanentemente de un medio a otro medio y de un contexto cerrado a otro contexto cerrado. Un determinado material fílmico puede ser mostrado en un cine, luego convertido a un formato digital y aparecer en el website de alguien, o ser mostrado durante una conferencia como una ilustración, o visto en privado en una pantalla de televisión, en una habitación personal, o puesto en un museo, en el contexto de una instalación. De este modo, por medio de diferentes contextos y medios, este material fílmico queda transformado por los diferentes lenguajes de programación, diferentes software, diferentes marcos de la pantalla, y diferente ubicación en la instalación, etc. ¿Estamos en todo momento ante el mismo material fílmico? ¿Es la misma copia de la misma copia del mismo original?
La topología de las redes de comunicación, generación, traducción y distribución de imágenes de hoy es extremadamente heterogénea. En todo momento las imágenes están siendo transformadas, re-escritas, re-editadas, re-programadas en su paso a estas redes. Ellas se vuelven visualmente diferentes en cada uno de estos pasos. Su status como copias deviene, por lo tanto, sólo una convención cultural, como anteriormente lo era el status del original. Benjamin sugirió, como hemos visto, que la nueva tecnología estaba en condiciones de hacer una copia más y más idéntica al original. Pero el caso ha sido el contrario. La tecnología contemporánea piensa y funciona por generaciones. Transmitir información de una generación de hardware y software a la siguiente implica transformarla de una manera significativa. El uso metafórico de la noción de “generación”, como se emplea ahora en el contexto de la tecnología, es muy revelador. Todos nosotros sabemos lo difícil que resulta transmitir un determinado acervo cultural de una generación de estudiantes a otra. La situación de la “reproductividad mecánica” en el contexto, digamos, del Internet contemporáneo, parece ser no menos difícil, quizás demuestre ser incluso más.
Somos tan incapaces de estabilizar una copia como una copia como lo somos para estabilizar un original como un original. No hay copias eternas, como mismo no hay originales eternos. La reproducción esta tan infectada por la originalidad como la originalidad está infectada por la reproducción. Al circular a través de diferentes contextos una copia se transforma en una serie de diferentes originales. Cada cambio de contexto, cada cambio de medio, puede ser interpretado como una negación del status de una copia como una copia, como una ruptura esencial, como un nuevo comienzo que abre un nuevo futuro. En ese sentido una copia no es nunca una copia, sino más bien un nuevo original en un nuevo contexto. Cada copia es por sí misma un flaneur, experimenta el tiempo y nuevamente sus propias “iluminaciones profanas”, que la convierten en un original. Pierde viejas auras y gana nuevas. Perdura, tal vez, la misma copia, pero se convierte en diferentes originales. Esto muestra que el proyecto Postmoderno de reflexionar en el carácter repetitivo, iterativo, reproductivo de una imagen es paradójico como lo fue el proyecto Moderno de reconocer lo original y lo nuevo. Esta es también la razón por la cual el arte postmoderno logra parecer muy nuevo incluso si –en efecto, en realidad porque- está dirigido contra la noción de lo nuevo. Nuestra decisión de reconocer una determinada imagen como un original o como una copia depende del contexto, del escenario donde esa decisión sea tomada. Y esa decisión es siempre una decisión contemporánea, una que no pertenece ni al pasado ni al futuro, sino al presente.
Es por eso que yo sostengo que la instalación es la forma señera del arte contemporáneo. La instalación demuestra ser una determinada selección, una determinada concatenación de opciones, una determinada lógica de inclusiones y exclusiones. La hacer esto, una instalación manifiesta aquí y ahora una determinada decisión acerca de qué es viejo y qué es nuevo, qué es un original y qué es una copia. Cada exposición importante o cada instalación está hecha con la intención de designar un nuevo orden de recuerdos, proponer nuevos criterios para contar una historia y diferenciar entre el pasado y el futuro. El arte Moderno estuvo trabajando en el nivel de las formas individuales. El arte contemporáneo está trabajando en el nivel del contexto, de marco, el fondo la nueva interpretación teórica. Es por eso que el arte contemporáneo es menos una producción de obras de arte individuales que una manifestación de una decisión individual de incluir o excluir cosas e imágenes que circulan anónimamente en nuestro mundo, para darles un nuevo contexto o para negárselos: una selección privada que es al mismo tiempo públicamente accesible y de ahí hecha manifiesta, explícita, presente. Incluso si una instalación consistiera en una pintura individual, es todavía una instalación, ya que el aspecto crucial de la pintura como una obra de arte no es el hecho de que haya sido producida por un artista, sino el de haber sido seleccionada por un artista y presentada como algo escogido.
El espacio de la instalación puede, por supuesto, incorporar toda clase de cosas e imágenes que circulan en nuestra civilización: pinturas, dibujos, fotografías, textos, videos, filmes, grabaciones, toda suerte de objetos, etc. Es por eso que a la instalación frecuentemente se le niega el status de una forma de arte en particular, porque enseguida surge la pregunta acerca del medio específico. Los medios artísticos tradicionales están todos definidos por un material específico para el medio: lienzo, piedra, o filme. El material que constituye el medio en una instalación es, sin embargo, el espacio mismo. Este espacio artístico de la instalación puede ser el museo o la galería de arte, pero también un estudio privado, una casa, o un lugar en un edificio. Pero todos ellos pueden ser transformados en el sitio de una instalación al documentar el proceso de selección, sea privado o institucional. Eso no significa sin embargo que la instalación sea “inmaterial”. Por el contrario, la instalación es material por excelencia, ya que es espacial. Ser en el espacio es la mejor definición de ser material. La instalación revela precisamente la materialidad de la civilización en la que vivimos, porque instala todo aquello que nuestra civilización simplemente hace circular. De ahí que la instalación demuestre el soporte material de la civilización que de otra manera pasaría inadvertido detrás de la superficie de la circulación de imágenes mediáticas. Al mismo tiempo una instalación no es una expresión de una relación ya existente entre las cosas; por el contrario, una instalación ofrece una oportunidad de usar cosas e imágenes de nuestra civilización de una manera muy subjetiva e individual. De cierta forma la instalación es para nuestro tiempo lo que fue la novela para el siglo diecinueve. La novela fue una forma literaria que incluyó a todas las demás formas literarias de aquel entonces; la instalación es una forma de arte que incluye todas las demás formas de arte.
La inclusión de una toma fílmica en una instalación artística muestra su poder transformador de una manera particularmente obvia. Una instalación de un filme o un video exclaustra las condiciones de presentación de un filme. El espectador del filme no está ya inmóvil, atado a una butaca y dejado en la oscuridad, supuesto a mirar una película desde el principio hasta el final. En el video instalación, donde un video se está moviendo en un circuito, el espectador puede desplazarse libremente por la habitación, y puede abandonarla o regresar en cualquier momento. Este movimiento en el espacio de la exposición no puede ser detenido arbitrariamente porque tiene una función esencial en la percepción de la instalación. Aquí surge con claridad una situación en la que las expectativas de asistir a un cine y visitar el espacio de una exposición les crean un conflicto a los visitantes: ¿deben ellos permanecer inmóviles y dejar que la película se proyecte delante de ellos en el cine o deben moverse? El sentimiento de inseguridad que resulta de este conflicto coloca al espectador en una situación de elegir. El espectador queda confrontado por la necesidad de desarrollar una estrategia individual de mirar el film y la individual narrativa fílmica. El tiempo de la contemplación debe ser continuamente renegociado entre el artista y el espectador. Esto muestra muy a las claras que un filme es radicalmente, esencialmente alterado al ser puesto bajo las condiciones de una instalación (de ser la misma copia, el filme se convierte en un distinto original).
Si una instalación es un espacio en el que tiene lugar la diferenciación entre original y copia, innovación y repetición, pasado y futuro, ¿cómo podría decirse que una instalación individual sea, en sí misma, nueva u original? Una instalación no puede ser una copia de otra instalación porque una instalación es por definición presente, contemporánea. Una instalación es una presentación del presente, una decisión que tiene lugar aquí y ahora. Al mismo tiempo, sin embargo, una instalación no puede ser verdaderamente nueva sencillamente porque no puede ser inmediatamente comparada a otra, anterior o más vieja. Para comparar una instalación con otra habría que crear una nueva instalación que fuese el lugar de dicha comparación. Esto significa que no existe una posición externa con respecto a la práctica de la instalación. Es por eso que la instalación es una forma artística tan omnipresente e inevitable.
Y es por eso también que la instalación es verdaderamente política. La creciente importancia de la instalación como una forma de arte está conectada de manera muy evidente a la repolitización del arte que hemos experimentado en años recientes. La instalación no es sólo política porque permite la posibilidad de documentar posiciones políticas, proyectos, acciones y eventos, si bien es cierto que dicha documentación se ha convertido en una práctica artística muy extendida en los últimos años. Sin embargo, más importante aun es el hecho de que la instalación es en sí misma, como sugerí anteriormente, un espacio de tomar decisiones: primero que nada, decisiones relacionadas con la diferenciación entre lo nuevo y lo viejo, lo tradicional y lo innovador.
En el siglo diecinueve, Søren Kierkergaard discutió la diferencia entre lo viejo y lo nuevo usando como un ejemplo a la figura de Jesucristo. Kierkergaard observó que para un espectador que fuera contemporáneo de Jesucristo, habría sido imposible reconocer en Cristo a un nuevo dios, precisamente porque no parecía nuevo. Más bien, él inicialmente parecía como cualquier otro ser humano ordinario en aquel momento histórico. En otras palabras, un espectador objetivo de aquel tiempo, confrontado con la figura de Cristo, no encontraría ninguna diferencia visible o concreta entre Cristo y un ser humano ordinario, una diferencia visible que pudiera sugerir que Cristo no era simplemente un hombre, sino también un dios. Así que, para Kierkergaard, el Cristianismo estaba basado en la imposibilidad de reconocer a Cristo como Dios, una función de la imposibilidad de reconocer a Cristo como visualmente diferente: sólo con mirar a Cristo no era posible decidir si el era una copia o un original, un ser humano ordinario o un Dios. Paradójicamente, para Kierkegaard esto implicaba que Cristo era realmente nuevo y no meramente reconocible como diferente y por lo tanto Cristo era una manifestación de la diferencia más allá de la diferencia. Podría decirse que, de acuerdo con Kierkergaard, Cristo fue confeccionado (ready-made) entre los dioses, del mismo modo que el orinal de Duchamp fue un ready-made entre las obras de arte. En ambos casos, el contexto decide la novedad. En ambos casos no es posible confiar en un contexto establecido e institucional, sino que crear algo nuevo como una instalación artística o teológica que permita tomar una decisión y articularla.
La diferenciación entre lo nuevo y lo viejo, lo repetitivo y lo original, lo conservador y lo progresista, tradicional y liberal no es, por lo tanto, sólo un juego de diferenciaciones entre muchas otras. Más bien es una diferenciación crucial que conforma a todas las demás opciones políticas y religiosas de la modernidad. El vocabulario político moderno muestra esto con mucha claridad. Las instalaciones artísticas contemporáneas tienen como meta presentar el escenario, el contexto y la estrategia de esa diferenciación tal y como tiene lugar aquí y ahora. Esto es, en efecto, lo que puede ser llamado genuinamente contemporáneo. Pero ¿cómo la instalación contemporánea se relaciona con la reciente controversia entre las prácticas artísticas Modernas y Postmodernas?
El gesto iconoclasta que produce la obra de arte modernista funciona, desde luego, no sólo como una manifestación de la subjetividad artística entendida como pura negatividad. Este gesto tuvo el propósito positivo de revelar, en la obra de arte, su pura presencia. Estaba encaminado a establecer, como planteó Malevich, la “supremacía del arte” al liberarlo de su sumisión a la ilusión mimética, la intención comunicativa y los requisitos tradicionales de reconocimiento inmediato. Demasiado frecuentemente caracterizado como “formalista”, el arte Moderno apenas puede ser definido sólo en términos formales. Las obras de arte modernistas son demasiado heterogéneas a un nivel formal para ser subsumidas bajo un criterio puramente formalista. Más bien, el arte modernista puede ser caracterizado por su particular reclamación de la verdad: en el sentido de ser presente, concienzudamente visible, inmediatamente revelado o, para usar un término de heideggeriano “desocultado”. Más allá de este reclamo específico de verdad, la obra de arte modernista pierde su filo y pasa a ser meramente decorativo, cualesquiera que puedan ser sus formas. Precisamente este reclamo de verdad fue puesto entre signos de interrogación por la crítica postmodernista: la presencia aparentemente inmediata de la obra de arte modernista fue acusada de ocultar su real carácter repetitivo y reproductivo. El sólo hecho de que la obra de arte modernista es todavía reconocible como una obra de arte significa que reproduce las condiciones de recognibilidad de una obra de arte como obra de arte, incluso si parece ser una forma completamente original. Más aún, el gesto iconoclasta que produce la obra de arte modernista puede en sí mismo ser descrito como funcionando de una manera repetitiva y reproductiva. Eso significa que la verdad de la obra de arte modernista, entendida como su presencia material inmediata, puede ser fácilmente descrita como una mentira, como un ocultamiento de un número potencialmente infinito de reproducciones, copias que vuelven esta obra de arte “original” identificable, reconocible en primer lugar. El arte postmoderno renuncia a este reclamo de verdad que el Modernismo había formulado. Pero el arte postmoderno no enuncia su propio reclamo de verdad y permanece crítico y desconstructivo. Bajo las condiciones de la postmodernidad el arte se convierte en una mentira que se manifiesta a sí mismo como una mentira y encuentra su verdad en la clásica paradoja de un mentiroso que confiesa ser un mentiroso. Esto significa que la obra de arte postmoderna es al mismo tiempo presente y ausente, verdadera y falsa, real y simulada.
Con estas distinciones en mente se vuelve relativamente sencillo caracterizar el lugar que ocupa la instalación contemporánea con respecto al reclamo modernista de verdad y su desconstrucción postmoderna. La instalación es, como ya se ha dicho, un espacio finito de presencia donde diferentes imágenes y objetos son dispuestos y exhibidos. Estas imágenes y objetos se presentan a sí mismos de una forma muy inmediata. Están aquí y ahora y están exhaustivamente visibles, dados, desocultos. Pero están desocultos sólo mientras sean parte de esa instalación en particular. Si se consideran aisladamente, esas imágenes y objetos no convocan el reclamo de verdad y de estar desocultos. Todo lo contrario, esas imágenes y objetos manifiestan –por lo general de manera muy obvia- su status como copias, reproducciones o repeticiones. Podría decirse que la instalación formula y hace explícitas las condiciones de verdad de esas imágenes y objetos que conforman la instalación. Cada imagen y objeto de la instalación puede verse como un ser verdadero, desoculto y presente; pero sólo dentro del espacio de la instalación. En sus vínculos con el espacio externo, las mismas imágenes y objetos pueden parecer muy reveladoras y al mismo tiempo ocultar su status de ser piezas de una secuencia potencialmente infinita de repetición y reproducción. La obra de arte moderna convocó el reclamo de ser incondicionalmente verdad, de desocultarse. La crítica postmoderna puso este reclamo entre signos de interrogación, pero sin indagar sobre las condiciones de verdad, entendidas como presencia y desocultamiento. La instalación enuncia esas condiciones al crear un espacio finito y cerrado, un espacio que se convierte en el lugar del conflicto abierto e inevitable de la decisión entre original y reproducción, entre presencia y representación, entre lo desoculto y lo oculto. Pero el cierre que se efectúa por medio de la instalación no debe ser interpretado como una oposición a la “apertura” como tal. Al cerrar la instalación crea su afuera y se abre hacia ese exterior. El cierre no es aquí una oposición de “apertura”; sino su precondición. Lo infinito, por el contrario, no es abierto porque carece de exterior. Estar abierto no es lo mismo que ser totalmente inclusivo. La obra de arte que se concibe como una máquina de infinita expansión e inclusión no es una obra abierta sino la contraparte artística de una soberbia imperial. La instalación es un lugar de apertura, de revelación y desocultamiento precisamente porque sitúa dentro de su espacio finito a imágenes y objetos que también circulan en el espacio exterior (y de este modo se abre al exterior). Es por eso que la instalación consigue manifestar abiertamente el conflicto entre la presencia de imágenes y objetos dentro del horizonte finito de nuestra propia experiencia y su circulación invisible, virtual, “ausente” en el espacio exterior a ese horizonte, un conflicto que define la práctica cultural contemporánea.
Boris Groys*
*Muy amablemente el crítico de arte Boris Groys me autorizó a traducir su ensayo La topología del arte contemporáneo e incluirlo en mi blog (http://lapizynube.blogspot.com). El texto apareció en la antología Antinomies of Art and Culture. Modernity, Postmodernity,Contemporaneity, Duke University Press, 2008 (pps. 71-80).
Ernesto Menéndez-Conde
Publicado por lapizynube.blogspot.com