“La nueva sensibilidad se ha transformado en factor político. Este acontecimiento, que puede constituir un punto de regreso en la evolución de las sociedades contemporáneas, exige que la teoría crítica introduzca entre sus conceptos esta nueva dimensión y tenga en cuenta sus implicaciones a los fines de la edificación de una nueva sociedad.” Herbert Marcuse, Ensayo sobre la liberación, escrito antes de los hechos de mayo y junio de 1968 en Francia.
Es innegable que la fase política del arte es una fase final del espectáculo como motor del capital. Una fase de banalización necesaria del arte y la cultura, cuando todo espectáculo es también arte y también cultura. La política se desplaza hacia la esfera del arte, el político se hace artista y hace del arte un cliché, un eslogan más de su política, otro performance de la acción como banalidad. La política pervierte el espectáculo, no hay una política espectacular sino un espectáculo banalizado por la política. No es por lo tanto un arte político. No hay forma, no hay mensaje. Sucede en cambio la destrucción del arte-político, operada por la suplantación del político en artista, y seguida a su vez por una reincorporación del artista-político, nuevamente trastocado en político. Tampoco hay una representación ni presentación, sino lo escueto mismo incorporado como artefacto. Todo es ruin, explícito, sin segundas lecturas, abyecto. La profanación completa de un espacio en que el político se instala como en el show televisivo. La violencia humana es monopolizada para el fin político, todo el escenario del sufrimiento se banaliza, pierde cualquier poder irradiador de significación. Es la época en que “Todo lo sagrado es profanado” (cf. Marx, Manifiesto del partido comunista, Ediciones en lenguas extranjeras, Pekin, 1968, pág. 37). El capital penetra bajo el espectro de un arte político, pero se entrevé el disfraz. La pantomima, minimiza y neutraliza toda fuerza transgresora que pudiera concurrir por alusión. La protesta pasa a ser otra estrategia, pero mantiene la apariencia de algo, una ilusión, un futuro por venir, el quizá que deberá materializarse por obra, por referendo. Lo representado es el estertor de una política subsumida por las fuerzas del mercado, el político es también fantasmal, como el arte, una sombra de sí llamada a representar su propio espectro, su fantasmagoría.
Detrás de la pantomima, del circo del arte y la política, se maquina la farsa, el distractor de lo inexorable del arte, de un arte y mercado al que se busca desviar al terreno de lo político. El disfraz oculta lo espectral del capital, es la política. Es innegable el carácter inexorable del mercado y la nula posibilidad de la política, la farsa es falaz, y sin embargo juega a crear la fantasía de un horizonte de libertad, el de arte y política.
Miniaturizado, convertido en caricatura, se normaliza la eficacia del arte en la estantería del político que juega a convertirse en performance, en referéndum, en convocatoria consensual.
La obsolescencia del arte, su ineficacia, es trasplantada como acción. La política oficia esta verdad como mensajera de la verdad. A la ineficacia del arte, la política parece imponerle su juego de eficacias, lo inerme del arte, se trastoca en la eficacia que debiera dar lugar a una transformación. El símbolo cobra eficacia real desplazado a otros terrenos, los de la efectividad política. No habría espacio del arte, sino una ilusión, un espectro. La imaginación cesa de ser una amenaza para lo real.
La política quiere hacer el espectáculo del arte, uno entre tantos que ha sorteado sin traspié. Pero no hace del arte un espectáculo cuando todo es espectacular y por lo mismo espectral, en cambio sí pueden convocarse los espectros, el fantasma del arte, al que se ofrece en sacrificio para hacer visible su fracaso. Conjurado el arte, declarada su inutilidad regresamos a lo efectivo real, en realidad a la política sin su disfraz. Otro espectro más pero este sí capaz de suplantar toda promesa y diferirla por siempre como promesa de futuro siempre postergado; el futuro es ese espectro con que se enmascara la propagación incesante del espectro real.
No estamos en presencia de un arte político o de una política estetizada, o de un suceso que sella con su impronta unas prácticas artísticas. El suceso de la toma de la sociedad civil de todo espacio público en que pueda oírse su voz, su inconformidad. No ocurre la rebeldía pintarrajeada en los muros. La imaginación al poder del mayo francés es el espectro que recorre creando la ilusión de un momento que se crea la ilusión de un relevo. El espectro de la libertad, en cambio ha sido conjurado por una espectralidad más aplastante, cuando lo político, entendido como la voz de la sociedad civil, es coaptado por la política. El espectro de la movilidad de esos derechos civiles se metamorfosea en zona espectral con que el capital reinstaura su avanzada. El museo colapsa, la toma del espacio cultural es implacable, la política se desliza subrepticiamente, haciendo las veces de lo político. Mimetizada en “ocupas” (los llamados a ocupar el espacio público) la política pide un sacrificio redentor, un chivo expiatorio, el de un arte declaradamente banal, por su ineficaz poder de transformación de lo real.
El pacto de sangre con que la política interfiere la escena del arte, transforma al espectador en un congénere, en un co-artista que dona lo más preciado de sí, su alma, ante la promesa de inmortalidad, de figuración. Es la contribución que el espectador hace a la revelación del poder transformador del arte en su aplastante superfluidad, el espectador será la cifra ascendente de una presencia contante y sonante que irá acumulándose demoledoramente, el número de gotas de sangre, transfiguradas en hechos reales, conformadores del pacto redentor de la realidad. El superfluo, el nimio espectador transfigurado en donante y co-autor, en cifra que viene a engrosar las arcas estadísticas del museo, transfigurado en el pacto, vendrá a ratificar la sospecha de un arte inerme frente a la devastadora fuerza de lo real.
La política siempre lo ha sabido y precisamente, ha estetizado sus goznes para crear la ilusión de un futuro mejor. La política sabe del fracaso del arte, ella misma es también un fracaso, el espectro con que el capital distiende su concentración planetaria. La política sabe de su fracaso pero estetiza su fracaso, así subrepticiamente se instala como objeto real aún a sabiendas de su plena espectralidad, allí donde se oficia la espectralidad pura, el espectáculo de la promesa del regreso de ese objeto sagrado capaz de conjurar lo real, la promesa del futuro, de la tierra prometida. La sospecha de ese objeto imposible, transformada en episódicas metamorfosis en que ese objeto reaparece con nuevos rostros y nuevas promesas, incluso encarnando la promesa de refigurarse enteramente en mercancía.
Todo es fallido en el arte, en ese espacio también lo bursátil fracasa. El artefacto demudado en mercancía, es sólo otro artefacto más inútil y perecedero, destinado a acumularse con los demás, a exhibir su temprana obsolescencia. El juego de la política consuma la práctica del desecho. El arte se hace lo escuetamente deleznable e impersonal, desmontable y portátil hace visibles a todas luces su carácter fantasmal. El espectro aparece en escena sin subterfugio alguno, trivial abyección de una época que ha consumido todos sus ideales, el fantasma ni siquiera es monstruoso ni terrible, ni cifra de lo impresentable. El epílogo es apenas una mueca que desentume el gesto aburrido del visitante ocasional, llamado a encarnarla tasa de visitas que representa el flujo de obra, las cifras con que el museo se engrana en la gran marcha de lo real.
“El poder público perderá su carácter político”, sentencia el manifiesto comunista (cf., Marx, pág. 60), cuando el político oficia de traductor de lo sagrado, traduce el arte hasta hacerlo su doble, un espectro de su acción. El arte será acción pero una acción llamada a ser la denegación de sí. Precisamente el traductor desliza sobre la acción del arte la noción de lo inútil y lo fallido. El arte es un simulacro, la política puede retornar impoluta a su esfera.
La política no es un artista de verdad, pero instalada en el espacio sagrado del arte transforma su simulacro en arte, en un arte que dice escuetamente su verdad, la ineficacia del arte como poder transformador de lo real. Paradójicamente la política se desplaza al espacio del arte y hace las veces de un artista que busca transmutar lo real. Lo fallido de su pretensión de ser portador de un poder transformador de lo real, desenmascara la verdad del arte, lo arroja como mentira, como mistificación de lo real. Pero simultáneamente, hace retornar a la política a su rol original, como modeladora de lo real. No es necesario el destierro del mentiroso, ni el enaltecimiento del rey filósofo. Cada gota de sangre ha sido un antídoto contundente para denostar la máscara. Frente a lo desproporcionado de la labor que ocuparía a la máscara, como detentando el poder de transformación de lo real, la política, en su estand mistificador del espacio del arte, no representa al arte, no hace una alegoría, se impone en su literalidad abyecta haciendo el juego al arte; representando un arte político que habría tenido lugar si precisamente la mistificación del arte por la política, no anulara cualquier pretensión de que esa acción se lanzara como posible, permaneciendo como puente hacia lo real, una pregunta, una ofrenda, un panfleto, una negativa. En cambio, se clausuran las puertas de lo posible porque taxativamente se sabe de la desmesura de su acción. La política transforma el suceso estético en un “fantasma de virtud” (cf., Platón, Libro X, La República). Nada se dice de un artista que haya prestado algún servicio a la sociedad. No podemos sino reír ante tal ocurrencia, callar, seguir el simulacro de una política jugando a representar el espacio del arte. Un fantasma fallido, risible, lapidado por el juego de otro espectro, jugando a jugar el juego del arte y la política en la época de la estetización total, la “culturización de la propia economía de mercado” (cf. Zizek, El frágil absoluto, pág. 37)
Ningún prestigio el de llamarse artista, “autor de fantasmas” (cf., Platón, La República, Libro X), ningún prestigio en querer representar tal fantasmagoría. En querer jugar a ser una pueril imitación del fantasma.
En el terreno conjurado del arte la política desenmascara al Arte Político. Le señala “que su arte no tiene nada de serio, y que no es más que un juego de niños” (cf., Platón, La República, Libro X), la réplica infantil de un fantasma que convoca a un pacto fáustico.
La política no ha usurpado al arte su territorio para hacerse ella misma arte, y el político un artista. Su performance es todavía el espacio de la política en que el arte ha sido neutralizado, en el sentido en que se ha desmantelado su inutilidad e insensatez. Ninguna compasión nos genera la invitación a ser partícipes en esa acción heroica. Lo heroico del arte ha demudado en parodia. El arte es ridículo, el juego de la imaginación engendra lo superfluo.
El espectro del arte finalmente es aplastado por un espectro más contundente, cuando la política es ella misma el espectáculo, es ella misma el estado del arte. La mentira con que se oficia el ritual de lo real, y en lo real, la constatación de la fase de mercado. Es la desaparición brutal de los heroicos, no hay sed de conocimiento qué intercambiar, alma que vender, no hay mundo ideal al que se pueda divisar. Los espectadores casi no pueden distinguir, no hay escándalo, ni provocación, no hay espectáculo.
“Cantor fue un matemático alemán de principios del siglo XX, más o menos el fundador de la matemática transfinita, el hombre que probó que hay infinitos más grandes que otros y cuya Prueba Diagonal de los años cincuenta demostró que puede haber un infinito de cosas entre dos cosas por más cercanas que estén; dicha prueba influyó profundamente en el concepto del doctor J. Incadenza de la estética del tenis de alto nivel. “ D. F. Wallace, La Broma Infinita, pág. 1107.
Claudia Díaz, 16 de mayo del año 2012.
1 comentario
Había leído cosas desfasadas y contradictorias, pero ésto se consolida como un record insuperable. Para empezar no se puede definir «a secas» la política desde un ámbito artístico, como tampoco podemos definir al arte como designio arbitrario de aquello que consideramos como político, más aun si se quiere dar un espectro de aquello que consideramos como «artístico». No todo aquello que se define como Arte o producto artístico es una apuesta política, hay búsquedas personales y colectivas que están lejos de los hilos del poder. Definir a la política como arte desligitimando el lugar y función del arte me parece una irresponsabilidad intelectual sin precedente. Basta con tan solo conocer como nos gobiernan para ver por ejemplo, como las políticas culturales en arte pasan a un segundo plano.
Hay que ser más contextual y menos literal, cuando traemos las definiciones del arte del pasado para aplicarlas al presente. El presente del arte y de la política demandan nuevas formas de entenderlas para que en ambas campos haya «buen gobierno».