Burbujas: Esquirlas de un discurso del Boom

¿Qué quedará después del boom? Colombia no es el único, ni el último, ni el más grande, ni el definitivo entre todos los booms de todas las incontables escenas emergentes alrededor del mundo y es por eso fundamental pensar en lo que ocurrirá cuando las hordas de turistas del arte dejen de venir, cuando las ferias empiecen a decaer, cuando las jóvenes promesas regresen aporreadas por otras más jóvenes, más arriesgadas y menos “cosmopolitas”, provenientes de lugares como Vietnam, Honduras y Tanzania, cuando las galerías empiecen a cerrar, cuando sean demasiados artistas para demasiado pocas oportunidades, cuando los recortes presupuestales lleguen, cuando los que cayeron parados se muden a Nueva York o a Londres.

Cuando algo hace boom, no puede, por definición, quedarse explotando indefinidamente. El boom se restringe a un instante que quiebra una dinámica temporal, que fractura y disemina pedazos de lo que, un segundo antes, eran ventanales, puertas y paredes. En ciertos casos, dependiendo de la intensidad, las construcciones se desploman, aplastando los cuerpos que la habitaban, o se ven caer del cielo los miembros de algo que ya no es un cuerpo, pedacitos de carne y hueso propulsados por la onda explosiva.

El boom es la expresión de una fuerza bruta, o de un cálculo sofisticado que no busca destruir la materialidad de eso que vuela en pedazos, sino crear una instantánea de aquello que esa materia desintegrada informa sobre la metafísica particular del lugar o el cuerpo explotados. Sin embargo, a pesar de la aspiración poética que nos permitiría hacernos ilusiones sobre el boom como forma privilegiada de una destrucción benjaminiana que “alegra, puesto que para el que destruye dar de lado significa una una reducción perfecta, una erradicación incluso de la situación en que se encuentra”(1), cabe decir que el boom, en su ejercicio desintegrador, con frecuencia representa la perpetuación de un régimen temeroso de toda forma de transformación y no la transformación radical de tal régimen.

Así pues, habría que diferenciar aquellas explosiones que transforman, de aquellas producidas para la destrucción preventiva de toda transformación.

En el curso del último quinquenio, incontables referencias a un proceso de internacionalización de cierto arte colombiano y a la activación de los mercados que lo parasitan, han usado la figura del boom para explicar dichos fenómenos: el crecimiento y proliferación de las ferias de arte en Bogotá; la selección de artistas colombianos para figurar en eventos fuera del país; la apropiación mediática de algunos exiliados colombianos que, sin contacto real con las prácticas artísticas locales han sido metidos con fines promocionales en el paquete de los boomers; la participación de galerías colombianas en ferias internacionales, grandes y no tan grandes; las visitas colectivas de curadores y millonarios que pisan suelo colombiano en calidad de exploradores o cazadores en safari; el cambio en la naturaleza de los estímulos ofrecidos a artistas, curadores y gestores culturales por instituciones públicas y privadas, centradas progresivamente en la promoción, apoyo y creación de residencias artísticas internacionales; el regreso a Colombia de jóvenes prestantes, recién egresados de academias de arte en Europa y los Estados Unidos; la creciente conformación de raquíticas fundaciones “artísticas” cuya actividad solo vemos en Instagram y un largo etcétera, todos, sin excepción, brillan hoy como esquirlas a la luz de la explosión.

La excitación se siente en el ambiente. Barrios tradicionales de discretos burdeles y de descarados talleres automotrices han sido puestos patas arriba, lavados, blanqueados y evacuados para alojar a una nueva generación de galerías, estudios (ya no se dice “talleres”), espacios y residencias, bares y cafés y, en resumidas cuentas, gente más linda que la que habitaba antes esos vecindarios, todo bajo la consigna de un boom al que en otros lugares se llama, con menos entusiasmo, “gentrificación”, “especulación inmobiliaria” y, concretando, “burbuja”.

“Burbuja” es, en todo caso, una palabra mejor que “esquirla”, “metralla” o “explosión”, pues la burbuja hace pop en lugar de hacer boom, y su estallido resulta grácil, transparente e inofensivo, al menos en términos del lamentable espectáculo de esa brutalidad pueblerina de los dos cuatrenios previos a estos de la “prosperidad para todos”. Este nuevo espíritu de prosperidad, civilizado, cosmopolita y más dado a una retórica de la resiliencia que a una filosofía del martillo (en el sentido Nietzcheano) o de la motosierra, nos ha permitido disfrutar de un boom sostenido ya por dos o tres años en los que no hemos temido por nuestras vidas, nuestras propiedades o nuestras familias. Han sido años en los que eso que se llama “arte colombiano contemporáneo” ha sido exportado, mostrado, polichado, vendido, argumentado y feriado por doquier: de ARCO a la Tate, de Hans-Ulrich Obrist a Jacques Rancière, de Solita Mishaan a Francesca von Habsburg, etcétera.

Y claro, hacer burbujas es fácil y colorido, muchas veces basta con babas y con soplar.

Soplando, una nueva y no tan nueva generación de artistas colombianos metropolitanos se ha abierto camino en la senda del boom. Siendo un “traidor a mi clase”, como se supone hoy que debe hacerse (al menos de palabra), doy fe del aumento en el índice de intercambio público de cocaína en ferias, exposiciones, cenas y afterparties del medio artístico colombiano, incluso con respecto a la situación de dos o tres años atrás. Ante el estallido del artista-dealer, del curador político embalado, de los performers decoloniales post-todo expertos en lobby y de los cientos de testigos mudos y participantes de ocasión, el tejido social de los campos artísticos locales se ha rendido, convirtiéndose en maraña de sobreentendidos y complicidades. La cocaína engrasa por doquier conversaciones, percepciones, coincidencias, tratos, alianzas y expectativas. Por supuesto, no es la única vaselina para la vida social del boom, y muchas veces, ponerse al margen de tales intercambios confiere un aura de superioridad moral que el profesional del arte puede modular para conseguir lo que se propone, administrando la culpabilidad ajena, especialmente la de los visitantes internacionales, ya que los agentes locales están más curtidos en el importaculismo de sus sopladas. Sin embargo, este rechazo estratégico de nuestra más famosa línea de polvo no resulta propicio para todos, en tanto requiere una cierta trayectoria y una toma de posición compleja para una casta joven solo interesada en su propia posición en conteos, escalafones, índices de popularidad y ventas, etcétera. Es por ello que resulta más conveniente, fácil y a primera vista entretenido generar espacios de intercambio de contactos, oportunidades o informaciones privilegiadas con el tradicional perico colombiano transformado en divisa.

Si bien el propósito de este ensayo no es pontificar sobre el consumo de narcóticos en el reciente medio artístico nacional, no se puede pasar por alto el hecho de que una serie larga de transacciones y reposicionamientos sociales tienen su base en los productos del procesamiento de la base de coca. Artistas, curadores, galeristas y autores, todos aparentemente críticos del statu quo y de las mecánicas sociales ligadas a la violencia, el desplazamiento, la corrupción, la pobreza y la pérdida de la soberanía que el negocio de la cocaína genera en Colombia, se hacen o, más bien, nos hacemos, los de la vista gorda cuando la alegría gregaria de una visita estratégica nos invade al punto de querer compartir una soplada para producir, aunque sea por un instante, nuestra propia pequeña burbuja.

Al pensar en el surgimiento y consolidación de la escena artística actual en Bogotá, proceso iniciado a comienzos de la década pasada, puede apreciarse con claridad que uno de los factores que llevaron a la emergencia internacional de eso que ahora se llama “arte colombiano contemporáneo” era el carácter idiosincrásico de la producción plástica y visual del momento, acompañado de una absoluta carencia de políticas institucionales, fondos de apoyo y promoción, espacios permanentes de exhibición y experimentación, un mercado estable y regulado y, en general, estructuras definidas. Estas carencias eran compensadas con prácticas ancladas a una filosofía del “hazlo tú mismo”, con cierto grado de indiferencia y amplio desconocimiento de las dinámicas de mercado y con una tendencia a la informalidad y al auto exotismo que hacía de esa escena en formación un ecosistema rico en especies endémicas y, en consecuencia, muy atractivo para el turismo cultural internacional.

Procesos cruzados de estabilización del campo, de constitución de mercados, de institucionalización y redefinición del arte nacional, ahora en sintonía con las tendencias internacionales, fueron haciendo homogéneo un campo otrora definido por los exabruptos de su producción. La década pasada vio la consolidación del arte nacional a partir de una serie de índices formales o temáticos que hicieron escuela y se convirtieron en lugares comunes de lo que el arte en Colombia terminaría siendo. La radical diferencia de lo no nombrado o categorizado empezó a transformarse en una serie de cajones y estantes en los que similitudes, versiones e imitaciones coexistían en un número limitado de categorías: había dibujantes virtuosos, artistas de la violencia política, voceros de las víctimas, comentaristas del narcotráfico, pintores hiperrealistas, artistas “jóvenes” y poco más que eso. El acomodo de incontables prácticas y versiones de lo que el arte podía ser a un conjunto restringido de temas o formatos fácilmente comerciables y siempre matizados a partir de un puñado pobre de referentes teóricos y discursos adaptados de narrativas introducidas al país por las primeras huestes de artistas-docentes con maestría y doctorado, generaron un aplanamiento de la noción de validez y pertinencia. Todo aquello que no estuviera salpimentado con una cita nunca corroborada de Hal Foster, Rosalind Krauss o Nicolas Bourriaud quedaba fuera de lugar o era relegado al espacio de lo excéntrico o lo naíf, de repente mal visto y poco productivo en términos monetarios.

La formación de un gusto internacional entre los distintos actores del campo del arte facilitó la creación de programas institucionales mejor definidos y de discursos en apariencia más sofisticados que iban siendo incorporados con rapidez a modo de eslogan por todos los implicados en la construcción social del boom y de su posterior burbuja. La popularización de los programas de formación artística profesional en las capitales del país, las residencias artísticas y el acceso generalizado a publicaciones especializadas, exposiciones de arte internacional, visitas curatoriales y premios diseñados para la promoción de artistas “jóvenes” completaron el andamiaje para el relanzamiento de Colombia como un hotspot en la escena internacional. Un hotspot que no tiene nada que envidiarle al Berlín actual, del que hoy es muy difícil diferenciar la producción artística colombiana “de exportación”.

El sueño colombiano se hizo realidad. Al menos para quien sepa venderse.

Otra es la historia para quienes no.

El proceso de internacionalización de las escenas artísticas metropolitanas en Colombia puede entenderse como un fenómeno de clase. Se trata, mayoritariamente, de un florecimiento limitado a círculos relativamente cerrados, apadrinados por curadores o galeristas y estructurados a partir de sus contactos y referencias. Más que un boom, es un club social encubierto tras el discurso de la globalización, un espacio reservado para los pocos que cuentan con vías privilegiadas de acceso y conexión. Del mismo modo en que operan los círculos de la política y el capitalismo financiero, el boom del arte colombiano socializa las pérdidas y mantiene en pocas manos las utilidades. Aunque se argumente que las ciudades colombianas tienen hoy muchas y muy distintas escenas artísticas, es claro que aquellas que sobresalen son las que han definido su acción a partir de un ejercicio de estilo, de un estilo de vida, digo, que comulga con los ideales de una nueva y pequeña burguesía trash, una aspiración de acceso a la punta de una pirámide social que no está ya conformada por una élite de gamonales, patriarcas y terratenientes, sino por la escalada de jóvenes emprendedores de buenas familias, suficientemente bien formados para diferenciarse de los aspirantes a presentadores y actores de telenovela, y suficientemente encantadores para lucir bien en las páginas de las revistas sociales. Freelancers articulados a partir del lexicón generado por E-Flux, Afterall y publicaciones subsidiarias, la apuesta parece ser la repolitización cosmética de un campo definido hoy por el capitalismo cognitivo, el trabajo inmaterial precario, la escuela libre, las representaciones de lo político más que las políticas de la representación y, en general, la pretensión estratégica de ser, justo como lo estoy pretendiendo yo mismo en este ensayo, “un traidor a mi clase”.

Sin embargo, en la práctica, son muy pocos los reales traidores, así como son muy pocos los trabajadores precarios y los individuos formados en la escuela de la vida que han logrado proyectarse sin credenciales y por impulso propio como partículas de ese boom. Son pocos los que, desde el margen, han obtenido promoción, pocos los que han resultado beneficiados por el estallido multicolor de la parafernalia artística colombiana. Y es raro que aún siendo pocos, muy pocos los incluidos, esa inmensa mayoría de excluidos y precarizados no haya elevado una voz para expresar descontento, es raro que no veamos a nadie con un alfiler casualmente reventando burbujas por ahí.

Es claro que el boom no dura para siempre, y es claro que las burbujas, aún aquellas sopladas con baba y polvo, se revientan más temprano que tarde. Sin embargo, la pregunta que permanece en el aire, la que no se revienta fácilmente, la que se multiplica en nuevas burbujitas de interrogación y en pedacitos de chatarras trituradas es: ¿qué quedará después del boom? Colombia no es el único, ni el último, ni el más grande, ni el definitivo entre todos los booms de todas las incontables escenas emergentes alrededor del mundo y es por eso fundamental pensar en lo que ocurrirá cuando las hordas de turistas del arte dejen de venir, cuando las ferias empiecen a decaer, cuando las jóvenes promesas regresen aporreadas por otras más jóvenes, más arriesgadas y menos “cosmopolitas”, provenientes de lugares como Vietnam, Honduras y Tanzania, cuando las galerías empiecen a cerrar, cuando sean demasiados artistas para demasiado pocas oportunidades, cuando los recortes presupuestales lleguen, cuando los que cayeron parados se muden a Nueva York o a Londres. Hay que preguntarse cuál es el plan de contingencia, cuál será el manejo de víctimas, cómo se escribirá el informe de pérdidas y bajas, cómo se recuperará el capital y el capital simbólico refundido, hay que pensar en si va a pasar con esta burbuja lo que pasó con Interbolsa o con DMG. Hay que empezar a decidir cómo se volverá a reconstruir un tejido social averiado por la exclusión ejercida desde la exclusividad, cómo se mirará otra vez hacia abajo, ahí afuerita, donde todos los que no fueron partícipes del milagro han seguido haciendo y generando y cuestionando en silencio, concentrados en lo suyo sin el estorbo de luminotécnicos ni maquilladores, escribiendo para sí mismos una historia más real del arte en Colombia, hasta que vuelvan a llegar, ávidos de aventuras, los exploradores de afuera, aburridos de sus crisis de gente blanca y de sus piecitas minimal chic, todas parecidas, recolectadas como trofeos de guerra en países con nombres raros alrededor del mundo.

 

Víctor Albarracín

 

1 Walter Benjamin. “Sobre el carácter destructivo” en Discursos interrumpidos I, Buenos Aires: Taurus, 1989, p. 164