Este ensayo de Andrea Fraser constituyó su aporte a la bienal del Museo Whitney de NY en el año 2012. Además de su reconocido papel como exponente de la crítica institucional, y de su distanciamiento del mundo del arte y sus hipocresías, lo que le ha permitido hacer una carrera por fuera de las presiones expositivas -según sus palabras- este texto ofrece un novedoso acercamiento a las teorías de Pierre Bourdieu sobre el campo del arte, en especial, al tomar como punto de referencia el concepto sobre la negación (Verneinung) de Sigmund Freud.
La negación funciona como un mecanismo de defensa que produce una contradicción en los niveles del discurso que se manifiesta pero que al igual, apunta a mantener el conflicto – entre los impulsos o afectos contrarios, entre el deseo y un contrapeso imperativo, o entre el deseo y la prohibición que la negación por sí misma representa. Además de funcionar como un mecanismo de defensa, Freud describe la negación como central a los desarrollos del juicio, no solo de las cualidades buenas y malas, sino de cómo aquello que pensamos existe en la realidad –dice Andrea Fraser.
De otra parte existe un mea culpa que Andrea Fraser admite puntualmente en algunos pasajes del texto, y en otros, a pesar del valioso rigor que exhibe para presentar este enfoque del arte social y político, salva brevemente sus incoherencias cuando dice: Yo misma he sostenido que el potencial crítico y político del arte reside en una inserción profunda en los conflictos del campo social, que solo puede ser confrontado eficazmente in situ.
Desde esta perspectiva, parecería que las contradicciones entre los reclamos críticos y políticos del arte, y sus condiciones económicas no son contradictorias en absoluto, sino más bien demuestran la vitalidad del mundo del arte como un sitio de crítica y contestación, en la medida que estas prácticas amplían su alcance y complejidad para confrontar los desafíos de la globalización, el neoliberalismo, el post fordismo, los nuevos regímenes del espectáculo, la crisis de la deuda, el populismo de derecha, y los ahora niveles históricos de desigualdad.
Nada como estar en casa | Andrea Fraser
Es difícil imaginar que tenga cosas importantes que ofrecerle a esta Bienal o a su catálogo, con el propósito de ofrecer una descripción del arte de los últimos dos años. No he visitado galerías de arte ni museos desde hace un buen par de años y ni siquiera leo publicaciones de arte. Puedo describir mis años anteriores de estudio del mundo del arte como “crítica institucional”, así como mi trabajo permanente con jóvenes artistas en contextos académicos, pero no puedo sino dudar sobre la aparente relevancia de mi punto de vista, respecto de unas audiencias cada vez más activas y comprometidas con mecanismos de participación.
Entiendo esta posición producto de mi distanciamiento del mundo del arte y sus hipocresías, lo que me ha permitido hacer una carrera por fuera de las presiones expositivas. Le he otorgado a la crítica institucional el papel de juzgar a las instituciones del arte contra las pretensiones críticas de sus discursos legitimadores, sus auto representaciones como lugares de impugnación y sus narrativas de radicalidad y revolución. La flagrante, persistente y al parecer siempre creciente separación que se da, entre estos discursos de legitimación – sobre todo en sus reclamos críticos y políticos – y las condiciones del arte en general, así como mi propio trabajo, se me hacen tan profunda y dolorosamente contradictorios como fraudulentos. Con mayor frecuencia recurro a la sociología, al psicoanálisis y la investigación económica, antes que al arte y la teoría cultural, para entender y trabajar a través de estas contradicciones. No obstante, se ha llegado al punto de que la mayoría de formas de participación en el mundo del arte se han hecho tan conflictivas para mí que son casi insoportables, incluso mientras busco maneras para continuar participando.
Escribir este ensayo y la perspectiva de contribuir a la Bienal 2012 del Whitney no es la excepción. Al comenzar a trabajar en este texto, el movimiento de ocupación de Wall Street se extendía a lo largo de EE.UU., y más allá. Junto a muchos -quienes sin duda son una gran mayoría de artistas, curadores, críticos e historiadores de arte que profesan orientaciones políticas progresistas si no de izquierda radical- he estado buscando maneras de apoyar y participar en este movimiento que pienso, representa una larga y demorada expresión de rechazo colectivo a los excesos de la industria financiera, la corrupción de nuestros procedimientos políticos y las políticas económicas que están produciendo niveles de desigualdad social en los EE.UU. que no se veían desde 1920.
En efecto, el movimiento de ocupación de Wall Street parece estarse tomando el mundo del arte como una tormenta, especialmente en NY, con docenas de simposios, conferencias y lecturas pedagógicas inspiradas en la ocupación con grupos de artistas y de protesta en sitios relacionados con el arte ¿Quién sabe qué pasará en cuatro meses con este movimiento cuando este ensayo se publique, y que era de este movimiento cuatro meses atrás? ¿Por qué tardó tanto el mundo del arte –que se precia a sí mismo de ser crítico y vanguardista– para confrontarse con sus directas complicidades sobre las condiciones económicas que eran tan evidentes desde hace más de una década?
Hace unos días, hubo una marcha por las calles del Upper east side de Manhattan con paradas al frente de las residencias de varios multimillonarios. Yo venía de Los Angeles en visita a NY pero estuve embolatada en reuniones en el Museo Whitney por lo que no pude acompañarlos.
¿Pararon los protestantes frente a las casas de cualquiera de los patronos o consejeros del Museo Whitney? Considero a algunos de los patronos del Whitney como amigos, incluso familia, y conservo una profunda deuda personal por su ayuda con algunos de los programas del Museo. Uno de esos programas en particular, el programa de estudios independientes del Whitney, ha sido como un hogar para mí desde que estaba en mi adolescencia –uno de los pocos hogares que siento verdaderamente. Es poco probable que los patronos del Whitney que conozco aparezcan en el radar social de los activistas de la justicia social (siendo solo millonarios y no multimillonarios), aunque existen algunos consejeros y coleccionistas de arte de otros museos que lo son.
Pero esto no hace la situación menos tensionante para mí: el conflicto íntimo y directo que siento entre mi lealtad personal y profesional con el Museo y algunos de sus patronos y el equipo de trabajo y los compromisos políticos, intelectuales y artísticos que guían mi “crítica institucional” contribuyen significativamente a la dificultad que siento al escribir este ensayo.
Es ampliamente conocido que los administradores de fondos privados y otros ejecutivos del sector financiero, emergieron como grandes coleccionistas de arte contemporáneo a comienzos de la década pasada y ahora hacen parte del porcentaje de grandes coleccionistas. También irrumpieron con una gran presencia en los consejos de los Museos. Muchos de estos coleccionistas y consejeros del mundo financiero estuvieron directamente involucrados en la crisis hipotecaria –algunos de ellos aparecen envueltos en investigaciones de tipo federal. Muchos otros han sido opositores férreos de las reformas al sistema financiero, así como a cualquier aumento de los impuestos o del gasto público, en respuesta a la recesión que ellos mismos precipitaron, y han mantenido sus posiciones por medio de contribuciones a políticos y grupos políticos mediante generosas dádivas a los dos partidos.[1]
En términos generales, es evidente que el mundo del arte contemporáneo ha sido un directo beneficiario de la desigualdad, donde los pagos descomunales que hace Wall Street son apenas el ejemplo más visible.
Un rápido vistazo a los indicadores Gini, que miden la desigualdad alrededor del mundo, revela que los lugares donde se dan los mayores booms del arte en la última década, también son los lugares donde ha aumentado fuertemente la desigualdad: Los Estados Unidos, Gran Bretaña, China y, más recientemente, la India.
Recientes investigaciones económicas relacionan el fuerte aumento de los precios del arte en las últimas décadas con el crecimiento de la desigualdad, indicando que “un punto porcentual de aumento en la proporción de los ingresos que gana el 0.1% de la población, es decir los más ricos, provoca un aumento de los precios del arte en un 14%”.[2]
Y podemos asumir que esta hiperinflación en los precios del arte, típica en la manera como los bienes y servicios de lujo responden a los aumentos de la concentración de la riqueza, igualmente ha catapultado un número sin precedentes de marchantes de arte, consultores y artistas a la cima de los número 1, .1 y .01 por ciento con los salarios más altos a partir de reportes en precios de muchas obras de arte por encima de US$344.000.oo, arrojando para el 2009 un umbral que los ubica en un status del 1%.[3]
De hecho, el mundo del arte se ha convertido en ejemplo de primer orden del ganador que controla todo el mercado, inspirado en modelos económicos que describen los extremos de compensación que se han vuelto endémicos en el mundo financiero y corporativo y que ahora se extienden a la mayoría de museos y otras grandes organizaciones sin ánimo de lucro en los EE.UU., donde las tasas de ganancia pueden rivalizar con aquellas del sector con ánimo de lucro.[4]
En todos los niveles del mundo del arte, uno se encuentra con niveles extremos de riqueza aireados por una pobreza absoluta en el pasado, desde el arquetipo del artista luchador hasta los habituales salarios bajos de los empleados en galerías y estudios temporales y organizaciones sin ánimo de lucro.
Los Museos alegan pobreza cuando de negociar con los trabajadores se trata, pero dejan que los curadores peleen con los presupuestos de exhibición y los escasos honorarios de los artistas, mientras que por su lado recaudan cientos de millones para adquirir grandes nombres y seguir con sus ampliaciones que adelantan en muchas instituciones pese a la recesión.[5]
Y no son sólo los grandes museos y el mercado del arte quienes se benefician de las enormes concentraciones de riqueza que han aumentado la desigualdad de las últimas décadas. Teniendo en cuenta la constante disminución de fondos públicos para las artes desde la década de 1980, es claro que esta riqueza privada financió parte del crecimiento de pequeñas organizaciones sin ánimo de lucro, espacios alternativos dirigidos por artistas, así como un número todavía creciente de fundaciones para el arte, premios y residencias.
En el marco del sistema estadounidense de proporcionar una deducción de impuestos sobre las contribuciones a las organizaciones, este apoyo privado a las instituciones culturales se traduce en un importante apoyo en materia de subsidios públicos de forma indirecta. La correspondiente pérdida de ingresos fiscales puede ser insignificante en comparación con la pérdida de otras deducciones y evasiones que han contribuido significativamente tanto a la desigualdad como al empobrecimiento del sector público, y a su vez una pérdida, no obstante que crece a buen ritmo, gracias al valor de las obras de arte en el mercado donadas a los museos.[6]
Sin embargo, ha sido durante este mismo periodo de expansión inequitativa del arte internacional, que hemos visto por igual a un creciente número de artistas, curadores y críticos tomarse la causa de la justicia social –incluso al interior de organizaciones creadas mediante patrocinio privado y la riqueza privada.
Hemos visto la proliferación de programas de grado enfocados en prácticas artísticas sociales, políticas, críticas y comunitarias afincadas en organizaciones sin ánimo de lucro privadas e incluso, en escuelas de arte con ánimo de lucro que cobran las más altas matrículas para cualquier programa de maestría.
Vemos las revistas de arte asumir aparentemente teorías políticas radicales e incluso criticar el mercado del arte, mientras registran una importante carga publicitaria de galerías comerciales, ferias de arte, casas de subastas y bienes de lujo.
Hemos visto a los museos abrazar el discurso y las funciones del servicio público, mientras que las deducciones que permiten reducen las arcas públicas y mientras atraen oferentes privados que se alejan del servicio social de caridad[7] y mientras sus patronos cabildean activamente ante un sector público reducido.
Vemos obras de arte identificadas con la crítica económica y social mientras se venden por miles e incluso millones de dólares. Y vemos las demandas críticas, sociales y políticas sobre lo que es el arte y esto se propaga, convirtiéndose en el centro legítimo del discurso dominante.
Hemos visto una proliferación de teorías y prácticas que buscan dar cuenta de estas contradicciones, para confrontarlas desde adentro o escapar de ellas para proponer y crear alternativas.
Yo misma he sostenido que el potencial crítico y político del arte reside en una inserción profunda en los conflictos del campo social, que solo puede ser confrontado eficazmente in situ. Desde esta perspectiva, parecería que las contradicciones entre los reclamos críticos y políticos del arte, y sus condiciones económicas no son contradictorias en absoluto, sino más bien demuestran la vitalidad del mundo del arte como un sitio de crítica y contestación, en la medida que estas prácticas amplían su alcance y complejidad para confrontar los desafíos de la globalización, el neoliberalismo, el post fordismo, los nuevos regímenes del espectáculo, la crisis de la deuda, el populismo de derecha, y los ahora niveles históricos de desigualdad.
Y si algunas, por no decir la mayoría, demuestran su ineficacia o resultan rápidamente obsoletas, con sus componentes de radicalidad marginalizados o rápidamente desactualizados, nuevas teorías y estrategias surgen inmediatamente en su lugar, mediante un proceso continuo que ahora parece servir como uno de los motores principales de la producción de contenidos.
Con cada año que pasa, sin embargo, antes que estas contradicciones disminuyan, las teorías y prácticas artísticas solo parecen expandirse con ellas.
La diversidad y la complejidad causada por esta clase de crecimientos en el mundo del arte, torna peligrosas las generalizaciones sobre este tipo de esfuerzos. Aunque pienso que todavía se puede hablar del “mundo del arte” como un campo singular, esta expansión ha dado lugar a un crecimiento y coalescencia de mayores subcampos artísticos diferenciados, cada uno definido por economías particulares, así como por configuraciones de orden práctico, institucional y de valor.
Existe el mundo del arte que gira alrededor de las galerías comerciales de arte, las ferias de arte y las subastas; el mundo del arte que gira alrededor de las exposiciones montadas por curadores, los proyectos públicos y las organizaciones sin ánimo de lucro; el mundo del arte que gira alrededor de las instituciones académicas y los discursos; y existen las comunidades, los activistas y el bricolaje de los mundos artísticos que aspiran a existir por fuera de todas aquellas organizaciones formales, y en algunos casos por fuera del propio mundo del arte.
En sus extremos, los participantes en estos subcampos pueden escapar de estas contradicciones del mundo del arte, aunque ciertamente no de este mundo en general: existen aquellos que se sienten como en casa, rodeados de riqueza y privilegios, para aquellos quienes el arte es un negocio de bienes de lujo o una oportunidad de inversión y probablemente nada más, así como los que ven el arte como un puro dominio de la estética, en un campo donde la política y la economía no tienen ningún rol que cumplir.
Y existen aquellos que ven el arte como una forma de activismo social que no tiene nada que ver con galerías comerciales de arte y ferias de arte, con inauguraciones sociales y galas de beneficio o con los recaudos de financiación privados que organizan los museos.
Para la mayoría de nosotros, sin embargo, y la mayoría del mundo del arte, existe una sensación incómoda y dolorosa en mitad de estos extremos, incorporando y dramatizando estas contradicciones y los conflictos económicos y políticos que estas contradicciones reflejan, siendo incapaces de resolverlas dentro de nuestro propio trabajo, dentro de nosotros mismos y mucho menos dentro de nuestro campo del arte.
El discurso del arte –que no incluye solo lo que dicen los críticos, los curadores, los artistas y los historiadores de arte sobre el arte, sino lo que decimos respecto de lo que hacemos en el campo del arte, en todas sus formas– parece jugar un doble papel en este campo expandido y cada vez más fragmentado mundo del arte.
Como un discurso crítico, a menudo se propone describir estas condiciones y contradicciones para dar cuenta de ellas, e incluso proporcionar las herramientas necesarias para resolverlas. A su vez, el discurso mantiene una gran capacidad de filtración, atravesando las más diversas instituciones, economías y comunidades, sin ninguna alteración significativa de sus demandas artísticas, críticas y políticas o respecto de marcos teóricos de referencia. De esta manera, el discurso del arte sirve para mantener los vínculos entre los subcampos artísticos y de esta manera, crear continuidad entre las prácticas que pueden parecer ampliamente inconmensurables en términos de las condiciones económicas y sociales, como en sus valores artísticos.
Esto puede convertir el discurso del arte en una de las instituciones más consecuentes y problemáticas del mundo del arte hoy en día, junto a los mega museos que aspiran a ser todas las cosas para todo el mundo junto a las exposiciones (como la bienal del Whitney) que ofrecen prácticas incomparables para que sean comparadas.
No es sólo el carácter inmaterial del discurso artístico el que predispone este modelo de operación y funcionamiento. Más bien, es la permanente tendencia del discurso artístico de separar las condiciones económicas y sociales del arte de lo que se articula como constitutivo del significado, del significante y la experiencia de la obra de arte y a su vez, la articulación que produce con las motivaciones del artista, los curadores y los críticos, incluso cuando se acepta que el arte actúa bajo estas mismas condiciones.
Si bien esto no es sorprendente para las perspectivas de aquellos que ven el arte como un mero dominio de orden estético –e incluso para quienes desarrollan argumentos políticos sobre la autonomía del arte– parece cada vez más sintomático en un mundo del arte que cada vez más intenta enfocarse en producir efectos en el “mundo real” y en ver el arte no como un agente de crítica social sino de cambio social.
El resultado ha sido una disparidad creciente entre las condiciones materiales del arte y sus sistemas simbólicos: entre lo que la enorme mayoría de obras de arte son hoy en día (social y económicamente) y lo que artistas, curadores, críticos e historiadores dicen sobre lo que las obras de arte – especialmente su propio trabajo o la obra que apoyan – son y significan.
Ahora parece que el lugar principal de las barreras entre “arte” y “vida”, entre estética y formas epistémicas que constituyen el sistema simbólico del arte y las relaciones prácticas y económicas que formalizan sus condiciones sociales, no son el espacio físico de los objetos de arte, como los críticos de los museos lo sugieren, sino que este se encuentra en los espacios discursivos de la historia del arte y la crítica, los enunciados de los artistas y los textos curatoriales.
La investigación iconográfica, procedimental y formal, y la experimentación performativa, están construidas como figuras de crítica radical en el orden económico y social, mientras que las condiciones sociales y económicas de la obras de arte tanto en sus condiciones de producción y recepción permanecen completamente ignoradas o solo son reconocidas en sus formas más eufemísticas.
Incluso, cuando estas condiciones aparecen contextualizadas explícitamente por los artistas como asuntos temáticos y materiales de su trabajo, tienden a ser reducidos como elementos meramente simbólicos antes que proposiciones prácticas, interpretadas como vehículos de representación de una posición particular del artista que debe ser evaluada en contraste con otras posiciones artísticas, por lo general, de acuerdo a un marco teórico que a su vez es propuesto en contraste con otros marcos teóricos.[8]
De hecho, gran parte de lo que se escribe sobre arte me parece delirante en su pretendida grandiosidad por querer buscar un impacto social y crítico, sobre todo si tenemos en cuenta su total desconocimiento de la realidad que circunda las condiciones sociales del arte.
Las amplias y a menudo incuestionables demandas del arte por criticar, negar, cuestionar, desafiar, confrontar, contestar, subvertir o transgredir las normas, las convenciones, las jerarquías y las relaciones de poder y de dominación y otras estructuras sociales –reproduciéndolas de manera exagerada, desplazada y en otros casos distanciada, exagerada o extrañada– parecen haberse desarrollado en nada más que unas estrategias de racionalidad que colaboran con las formas y fuerzas más cínicas, más corruptas y explotadoras de nuestra sociedad.[9]
E incluso, es probablemente más perjudicial la opción de reflejar en los discursos del arte la disociación entre poder y dominación desconectados de las condiciones físicas de la existencia que se han vuelto endémicas en nuestro discurso político a nivel nacional, y que han contribuido a la marginalización de las luchas obreras y de clase.
Y con esto, podemos coludir el enorme éxito de la guerra cultural, donde una amplia franja de población estadounidense identifica los privilegios de clase y de jerarquía con cultura y educación antes que con el capital económico, facilitando el ascenso del populismo de derecha que convence a esta población de votar por su desposesión y empobrecimiento.
Hace muchos años, me volqué hacia la obra del sociólogo Pierre Bourdieu para investigar las condiciones sociales del arte, encontrando una relación particular con sus sistemas simbólicos. Bourdieu se pregunta en las páginas iniciales de su libro Las reglas del arte lo siguiente:
¿Qué es en efecto este discurso que habla del mundo (social o psicológico) como si no hablara de él; que sólo puede hablar de este mundo con la condición de hablar de él como si no hablara de él, es decir, de una forma que lleva a cabo, para el autor y el lector, una negación (en el sentido Freudiano de Verneinung) de lo que expresa?[10]
Entre los objetivos en la obra de Bourdieu respecto de los campos culturales, está el desarrollo de alternativas a las lecturas internas y externas que se le hacen al arte, es decir, respecto de aquellas formas que toman al arte como un fenómeno autónomo cuyos significados derivan de estructuras inmanentes y de aquellos que ven el arte como una manifestación de fuerzas sociales, económicas y psicológicas. Aquí y en otros pasajes, sin embargo, Bourdieu sugiere que la “negación del mundo social del arte” en el discurso cultural no es solo un asunto de ver la lógica genuina del arte o de evitar la trampa reduccionista de un determinismo social o esquemático. Más bien el sugiere que esta negación (denegación en francés) de lo social y su determinación es central al arte y sus discursos, y con probabilidad sea la lógica genuina del fenómeno artístico en sí mismo –y por lo tanto, cualquier lectura “externa” que simplemente reduzca el arte a sus condiciones sociales, sin que tome en cuenta las negaciones específicas de estas condiciones, fallará en la comprensión de cualquier cosa sobre el arte.
En lo que respecta al arte como un campo social, Bourdieu evoca la conexión de la negación con la “mala fe… la negación de la economía”, la cual argumenta, es un correlato a una de las condiciones del arte como un campo relativamente autónomo: esto es, su capacidad para excluir o invertir lo que él llama el principio dominante de la jerarquización (que bajo el capitalismo, es el valor económico).[11]
En términos más generales, él describe la disposición estética – las maneras de percibir y apreciar, capaces ambas de reconocer y constituir los objetos y las prácticas de las obras de arte – como una “disposición generalizada para neutralizar las urgencias ordinarias y excluir los fines prácticos”.
Bourdieu argumenta que esta tendencia artística para distanciarse y “excluir cualquier reacción naif – el horror ante lo horrible, el deseo de lo deseable y la piadosa reverencia ante lo sagrado – junto a todas las respuestas éticas, a fin de concentrarse únicamente en los modos de representación, el estilo percibido y comparado con otros estilos, es una dimensión de la relación total que se da con el mundo y con otros estilos de vida, donde los efectos de unas condiciones particulares de existencia son expresados de una manera “irreconocible”.[12]
En el análisis de Bourdieu, estas condiciones de existencia “están caracterizadas por la suspensión y remoción de la necesidad económica”. Lo que este distanciamiento provoca es una “afirmación de poder sobre una necesidad dominada”, sobre una necesidad que puede ser consecuencia de una dominación económica o del empobrecimiento, pero que existe como una forma de dominación que determina nuestros actos y de esta manera limita nuestra libertad y autonomía. Si bien esta neutralización estética de las urgencias y los fines puede aparecer como un rechazo radical de la racionalidad y la dominación económica, históricamente alcanzados por los artistas a través de su lucha y sacrificios, también se corresponde a la libertad de la necesidad que otorga el privilegio económico. Y es en esta dimensión de lo estético que Bourdieu encuentra los principios artísticos que subyacen en la complicidad objetiva, manifiesta en el mercado del arte y los museos sin ánimo de lucro privados, entre la aparente radicalidad de las posiciones del artista y aquellas de las elites económicas.
En algunos casos, este es uno de esos aspectos en el que la obra de Bourdieu puede aparecer evidentemente desconectada del tiempo. El arte y los discursos del arte cada vez más se enfocan en los efectos y causas sociales y psicológicas, más y más artistas, curadores y críticos tratan de escapar de los límites que imponen lo artístico y lo estético para reintegrar el arte y la vida, para servir a las necesidades sociales, para producir una autentica relación emocional, para abrazar la acción y liberar al espectador, para actuar dentro y sobre el espacio urbano y transformar todas las estructuras sociales, económicas e interpersonales.
El discurso del arte ya no habla del mundo social y psicológico como si no quisiera hablar de él. Habla incesantemente del mundo, especialmente en sus aspectos económicos: financieros y afectivos. Y sin embargo, me parece a mí en un grado sumo, que habla del mundo como si no hablara de él, todavía y de nuevo, en modelos que performan una negación en un sentido estrictamente Freudiano, y no solo en el sentido económico.
Siempre me impresionó que Bourdieu –sin ser un seguidor del psicoanálisis– volviera sobre Freud cuando llegó a plantear los campos artísticos y literarios y especialmente sus discursos. Mediante esta referencia a la negación “en el sentido freudiano”, nos invita a considerar la operación de la disposición estética al igual que las condiciones del campo artístico y nuestros intereses en él, en términos de las estructuras subjetivas y sociales. Freud describe la negación como un procedimiento por el cual “el contenido de la imagen o idea reprimida puede hacer su tránsito hacia la consciencia” incluso resultando en una “completa aceptación intelectual”; y todavía la represión permanecerá porque esta “función intelectual estará separada del proceso afectivo”.[13]
Por lo tanto, la negación funciona como un mecanismo de defensa que produce una contradicción en los niveles del discurso que se manifiesta, pero que apunta a mantener el conflicto entre los impulsos o afectos contrarios, entre el deseo y un contrapeso imperativo, o entre el deseo y la prohibición que la negación por sí misma representa. Además de funcionar como un mecanismo de defensa, Freud describe la negación como central a los desarrollos del juicio, no solo de las cualidades buenas y malas, sino de cómo aquello que pensamos existe en la realidad. Porque lo que es malo, ajeno, y lo que es externo, es para empezar idéntico, una negación que se deriva de la expulsión.[14] Así, lo que se puede decir de la negación es que conlleva a una división, una exteriorización o proyección de una parte del ser (o, con probabilidad, de algún campo autónomo) experimentado como malo, ajeno o extraño, distanciado sobre todo de nuestros lazos afectivos con él.
Y así, hablamos de nuestros intereses en las estructuras y teorías de lo social, lo económico, lo político y lo psicológico y en las prácticas artísticas que involucran estos intereses por igual, o que buscan involucrar materialmente las condiciones que estas teorías describen.
Y entonces, estos intereses – sociales, psicológicos, políticos y económicos – generalmente aparecen solo en lo que Bourdieu alguna vez llamó “intereses específicos, altamente sublimados y eufemizados”[15] enmarcados como objetos de interrogación y experimentación; como inversiones artísticas que son cuidadosamente separadas de las inversiones materiales a nivel económico y emocional que tenemos en lo que hacemos, y de las estructuras y relaciones reales que producimos y reproducimos en nuestras actividades, ya sean económicas en el sentido político y psicológico, ubicadas en el cuerpo social o corporal, aisladas de los intereses manifiestos del arte respecto de lo inmediato, lo íntimo y los intereses que motivan la participación en el campo, la organización de inversiones de energía y recursos y que aparecen vinculados a beneficios y satisfacciones específicos, al igual que a la permanente constante de pérdida, privación, frustración, culpa, vergüenza y sus ansiedades asociadas.
Si en la negación artística Bourdieu describe efectivamente una función defensiva, en un sentido psicoanalítico, entonces el principal objeto de estas defensas pueden ser los conflictos relacionados con las condiciones económicas del arte, y nuestra complicidad con la dominación económica y la difusión del empobrecimiento y la enorme riqueza que se presenta al interior del mundo del arte.
Mucho del discurso del arte, como el arte mismo de hoy en día, me parece estar impulsado por la lucha por controlar y contener la venenosa combinación de envidia y culpa que provoca esta complicidad y por la participación en el altamente competitivo mercado de ganadores que se llevan todo y que es lo que parece en que se ha convertido el campo del arte, así como la vergüenza de ser valorado como menos en sus empinadas jerarquías.
En los extremos simbólicos como en las recompensas materiales del campo del arte, le corresponde un discurso del arte que oscila entre los extremos de un cinismo que niega la culpa y una posición-adopción crítica o política que repudia la competencia, la envidia y la codicia; o entre una estética que rechaza cualquier interés en las satisfacciones materiales que tales recompensas pueden ofrecer, y una utopía que se atribuye a sí misma la posibilidad de hacerlas realidad por otros medios, o entre un elitismo que doma a la envidia y la culpa mediante un derecho de naturalización y un populismo que las aplaca mediante un elevado narcisismo, y formas de auto servicio basados en la generosidad que vienen desde la filantropía tradicional hasta las proclamas de que “todo hombre es un artista”.
Cada vez más parece que estas posiciones no representan alternativas unas a la otras, sino que son sólo vicisitudes de una estructura común. Aparecen unidas por su demanda común respecto del arte y su impugnación conjunta de los enormes recursos y recompensas del mundo del arte. Individualmente y en conjunto, sirven para distanciar y renegar aspectos de ese mundo; las actividades que desarrollamos ahí dentro y nuestros intereses en aquellas actividades que pueden, contrariamente, provocar que la participación se vuelva insoportable. Por encima de todo, probablemente, nos ahorran el enfrentar los conflictos sociales que vivimos, no solo exteriormente sino al interior de nosotros mismos, en nuestros privilegios relativos y nuestra privacidad relativa, fraccionando estas posturas en oposiciones idealistas y demoniacas, para que sean expulsadas o habitadas de acuerdo a sus funciones defensivas o de pérdida, o amenaza de pérdida con las cuales aparecen asociadas.
Sin duda, es menos doloroso resolver estos conflictos de manera simbólica, mediante gestos artísticos, intelectuales e incluso políticos mediante la toma de posiciones, que resolverlos materialmente, en ese espacio marginal que nos ofrece el poder hacerlo en nuestras vidas, con opciones que implican sacrificios y renuncias.
Incluso estos sacrificios son preferibles para algunos, al dolor de desear lo que odiamos, y de odiar lo que somos y queremos, de la culpa respecto del daño que le podemos hacer a otros por la competencia, la codicia y la destrucción que el miedo a la envidia y las agresiones retaliatorias. Y puede ser que cualquier forma de agenciamiento, así sea ineficaz, ilusorio o auto negador, es preferible a la ansiedad frente a la impotencia del individuo contra las abrumadoras fuerzas de orden social y psicológico.
Los mecanismos de defensa más frecuentes y efectivos contra los conflictos que provoca el campo del arte, sin embargo, pueden ser formas variadas de desprendimiento y desplazamiento, de división y proyección. Y podemos localizar estos conflictos, o sus lados más oscuros, en cualquier parte, en lugares sociales o físicos, o en estructuras que se ubican a una distancia segura del mundo del arte y nuestra participación en ese mundo, las cuales podemos atacar o intentar hacerlo, sin poner en riesgo nuestras propias actividades o intereses en el mundo del arte.
Esto puede ser verdad con respecto a lo que se considera como arte político y social en el campo del arte, cosa muy diferente en lo que tiene que ver con el activismo, por lo que este toma formas culturales que no existen en el mundo del arte. Simplemente localizamos lo que es bueno en cualquier parte, en el “mundo real” o en la “vida cotidiana” porque la imaginamos menos conflictiva o ineficiente y porque nos permite intentar reubicarnos a nosotros mismos; permite además en un conjunto de culturas y comunidades, realizar imágenes prácticas y públicas menos enturbiadas por las jerarquías y las relaciones de dominación en las que el arte desafortunadamente ha caído.
Esto puede ser bastante cierto en buena medida con respecto a lo que se describe como práctica social y comunitaria y que busca redimir al arte de una función social más clara y abierta. Y luego nos vamos con lo que tiene que ver con la reintegración y reconciliación del arte y la vida, de lo especializado y lo vernacular, de la performancia y el espectador, de lo individual y lo colectivo, de lo estético, lo social y lo político, del sujeto y el objeto. Irónicamente, reconstruimos estas divisiones en el propio proceso de intentar la reparación, y más obviamente cuando localizamos estas estructuras y relaciones reales por fuera del espacio artístico, de manera tal que deben ser constituidas y conceptualizadas nuevamente como el asunto material clave del arte o reintegrado a través de innovaciones prácticas o elaboraciones teóricas. A menudo parece que el propio proceso de la conceptualización de las estructuras sociales y psicológicas del arte y sobre todo en aquellos discursos donde estas conceptualizaciones son articuladas, provocan un distanciamiento y un descreimiento de las mismas; separándolas de las relaciones sociales y psicológicas que se producen y reproducen bajo las mismas actividades del hacer y el estar involucrados con el arte.
De hecho, todo arte y toda institución artística, incluyendo el discurso del arte, invariablemente existe desde dentro, se produce y reproduce, actúa y diseña estructuras que son inseparables desde un punto de vista formal, fenomenológico, semiótico, social, económico y psicológico. Todas estas estructuras y relaciones simplemente están ahí, en lo que el arte es, en lo que hacemos y experimentamos con el arte, en lo que motiva nuestro compromiso con el arte, al igual que están en otros aspectos de nuestras vidas. Algunos aspectos de estas estructuras y relaciones pueden ser conceptualizados por los artistas como los contenidos y medios de sus obras con la intención de revelar y transformarlas; otras son elaboradas por la crítica, los historiadores y los curadores. Pero la mayoría permanecen implícitas, ya sean inconscientes en el sentido psicoanalítico de la represión o simplemente en un no pensamiento, así ellas mismas sean importantes para lo que el arte es y significa socialmente, al igual que para nuestros intereses frente a las experiencias de hacer y participar en el arte, como por igual en otras formas de participación en el campo del arte.
Por mucho que el discurso del arte pueda revelarnos las estructuras y relaciones que existen, también sirve para ocultar con dirección y algunas veces sin dirección, mediante afirmaciones que van acompañadas de negaciones implícitas o explícitas con otras formas de ver, experimentar y comprender; mediante abstracciones y formalizaciones que distancian y neutralizan o simplemente a través de un silencio general sobre aspectos del arte, de nuestra experiencia con él y las relaciones que construye, que una vez interiorizadas pueden efectivamente desaparecer para nosotros.
A través de estas operaciones del discurso artístico, no solo invisibilizamos regiones enteras de nuestras actividades, experiencias y motivaciones hacia la insignificancia, la irrelevancia y lo indecible, sino que terminamos tergiversando lo que es el arte y lo que hacemos cuando nos comprometemos con el arte.
La política de los fenómenos del arte, entonces, recae menos en lo que las estructuras y relaciones producen, aprueban y transforman y más en esas relaciones derivadas de nuestros intereses, lo que debe conducir a su reconocimiento y reflexión y que ignoramos y borramos, separamos, exteriorizamos y negamos. Desde esta perspectiva, la tarea del arte y especialmente del discurso del arte debe ser reestructurar una reflexión en estas relaciones precisas, inmediatas y vívidas que han sido escindidas y repudiadas.
La negación para Freud no solamente es una maniobra defensiva. Es también un paso en la dirección de superar la represión para reinsertar los afectos y las ideas cercenadas, y es central para el desarrollo no solo del juicio sino del pensamiento también.
Esto es lo que Bourdieu tenía en mente cuando, después de evocar la negación en el “sentido Freudiano” se lleva a preguntar “si trabajar en la forma no es lo que hace posible la amnesia profunda y parcial de las estructuras reprimidas”; si los artistas y escritores no son “empujados a actuar como médiums de estas estructuras (sociales y psicológicas) por las que logran la objetivación”; pasando a través de ellas y su obra con “palabras inductivas” y “cuerpos conductores” al igual que por “pantallas más o menos opacas”.
Y ahí radica la capacidad del arte de “revelar mientras oculta” y de “producir un efecto irreal de lo real”[16] no solo haciendo que estas estructuras queden disponibles para su reconocimiento y reflexión –y potencialmente para el cambio– sino que por igual, provoca que este reconocimiento sea tolerable y en algunos casos, incluso, agradable.
En este sentido entonces, el rol de las elaboraciones, las conceptualizaciones y las realizaciones artesanales y autoconscientes de las estructuras sicológicas y sociales no es la de producir un efecto de alienación y desinversión, como mucha de la crítica tradicional del arte lo pide, sino la de proveer la distancia suficiente, no de mi mismo sino del agenciamiento, para poder ser capaz de tolerar la vergüenza básica a la exposición, el miedo o el dolor a la pérdida y el trauma a la indefensión y el sometimiento y para ser capaces de reconocer y reintegrar los intereses inmediatos, mínimos y materiales que tenemos en lo que hacemos y en eso que nos lleva a reproducir las estructuras de aquello que incluso repudiamos.
A fin de lograr este reconocimiento y reinserción, deberá ser necesario liberar estas operaciones de la negación de aquellos juicios negativos. Hacia el final de su ensayo “sobre la negación”, Freud escribe que “en el análisis nunca descubrimos un “no” en el inconsciente“[17] –ahí (como ya lo dijo) “la categoría de los contrarios y las contradicciones… son simplemente omitidas”.[18] Soñar, imaginar, pensar, decir, escribir, representar, hacer o actuar, primero que todo, es una afirmación de lo que soñamos, imaginamos, pensamos, etc, permaneciendo en nosotros como una memoria, una fantasía, un deseo, una representación de un deseo o una fuerza afectiva, un objeto que nos importa, una relación intra o inter subjetiva en la que estamos de una u otra manera participando.
Un juicio negativo unido a esta idea, objeto o relación es irrelevante con respecto a este hecho fundamental e indica solamente que sentimos la obligación de tomar distancia de él y renegar de él.
La crítica artística y el discurso crítico se enfocan por igual en los conflictos y contradicciones de la cultura y la sociedad, incluido el propio mundo del arte.
Mientras las negaciones se transforman en juicios, expresadas o implícitas de diferentes maneras de distanciamiento y objetivización, por igual pueden elaborar tales contradicciones y asumir la forma de la crítica y lo que significan como negación en el sentido psicológico, no siendo los mismos conflictos para la sociedad y la cultura sino conflictos para nosotros mismos, que son manifestadas como contradicciones en nuestras posiciones y prácticas. Es muy posible que el agenciamiento de la crítica al interior de nosotros mismos juegue el gran papel de mantener el conflicto interno y de esta manera, en reducir la crítica cultural como una función defensiva y reproductiva. Al interpretar las negaciones como formas de crítica, al responder a los juicios de atribución con juicios de atribución, de manera agresiva exponiendo los conflictos y despojar la defensa en la crítica de la crítica y las negaciones de la negación, las prácticas críticas y sus discursos pueden unirse en el distanciamiento de los afectos y en el disimulo de nuestros intereses más inmediatos y activos de nuestro campo.
En su lugar, probablemente, deberíamos parecernos más a los analistas que Freud describe en la apertura de su ensayo: “En nuestra interpretación” escribe “nos tomamos la libertad de ignorar la negación y de tomar el asunto de análisis sin sus respectivas asociaciones”.[19] Lejos de juzgar la negación y las manifestaciones contradictorias que produce como formas de hipocresía, fraude y mala fe, el analista asiente con la cabeza y deja que el analizado se mueva, tomando nota de la represión y dejando abierto el camino para las asociaciones que pueden enlazar los procesos intelectuales y afectivos involucrados y eventualmente, para que el significado cambie.
De hecho, esa puede ser la manera de resolver las contradicciones irreparables que descansan directamente a nuestro alcance en el mundo del arte, no en la próxima innovación artística sino primero que todo en lo que hacemos y en lo que decimos sobre lo que hacemos: en el discurso del arte. Mientras que cualquier transformación en el discurso del arte no resolverá, por supuesto, cualquiera de los enormes conflictos en el campo social o incluso dentro de nosotros mismos, podrá al menos permitir que nos relacionemos de manera más efectiva y honesta.
Notas:
Este artículo es una reelaboración y un intento de integrar temas de ensayos anteriores. Esto incluye: “El 1% soy yo”, Texte zur Kunst 83 (September 2011), 114–27; “Voy a decirte lo que yo no soy; preste atención y mire lo que realmente soy” (Dublin: Irish Museum of Modern Art, 2011) 82–103; y “hablando del mundo social…,” Texte zur Kunst 81 (March 2011), 153–58.
Gracias a Rhea Anastas, Thyrza Goodeve, y Simon Lleung por su apoyo y comentarios para este ensayo, y especialmente, a Jason Best por su inteligente, comprometida y sabia asistencia editorial.
Traducción: Guillermo Villamizar
[1] Periódicamente reviso las contribuciones políticas que hacen los directivos de los grandes museos. Esta información aparece disponible en sitios web como campaignmoney.com. Para un breve repaso de las actividades políticas y financieras de los mayores coleccionistas del mundo, vean mi ensayo “El 1% soy yo”.
[2] William N. Goetzmann, Luc Renneboog, y Christophe Spaenjers, “Art and Money,” Yale School of Management Working Paper No. 09-26, Yale School of Management, Abril 28, 2010.
[3] Damien Hirst, según reporte del Sunday Times, poseía 215 millones de libras esterlinas en el año 2010, encabezando la lista de los artistas ricos. El Wall Street Journal tiene estimaciones reportadas del galerista Larry Gagosian por ventas superiores a 1 billón de dólares anualmente, lo que hace muy probable que la mayoría de artistas, si no todos, que representa, tengan ingresos muy por encima del 1.4 millón de dólares, lo que los hace estar en el umbral de estatus del .1% (Para calcular el porcentaje de ingresos ver la fundación http://www.taxfoundation.org/news/show/250.html#table7.)
[4] Según Newsweek, los CEOs mejor pagados del sector sin ánimo de lucro, pertenecen a organizaciones culturales, con Zarin Metha de la Filarmónica de NY (compensaciones anuales por 2.6 millones de dólares) y Glenn Lowry del Museo de Arte Moderno de Nueva York (US$2.5 millónes) encabezando la lista. “15 Highest-Paid Charity CEOs,” Newsweek, October 26, 2010. Según el Instituto de Política Económica la relación media entre lo que gana un CEO y lo que gana un trabajador promedio en los EE.UU. fue de 185 a 1 en el año 2009.
http://www.stateofworkingamerica.org/charts/view/17
[5] El Museo Whitney recientemente empezó trabajos de una nueva construcción en el distrito Meatpacking de Manhattan, con un costo aproximado de US$680 millones. El Museo de Arte Moderno de Nueva York ha empezado una campaña para conseguir fondos, con el propósito de ampliarse donde funcionaba el Museo de Arte del Folclor Estadounidense, que fue adquirido en agosto de 2011 por US$31.2 millones de dólares. El MoMa obtiene grandes concesiones del sindicato, mientras consigue US$858 millones para su última expansión, terminada en el 2004, lo que produjo una larga huelga.
[6] De acuerdo con el ex Secretario del Trabajo, Robert Reich, las deducciones caritativas ascendieron a un total de US$40 billones en ingresos fiscales perdidos durante el 2007, lo cual equivale a la partida destinada para el programa de Asistencia temporal a familias necesitadas (Ver Robert B. Reich, “Is Harvard Really a Charity?” Los Angeles Times, October 1, 2007). La filantropía cultural se informa que cuenta con un promedio del 5 al 6 por ciento del total de donaciones de caridad en los últimos años. Esto no incluye, sin embargo, el apoyo y la filantropía corporativa.
Por supuesto, si el sector del arte sin ánimo de lucro creció en las décadas pasadas, mientras que el sector público estuvo bajo constante contracción de sus presupuestos, esto no es producto de una transferencia directa. Sin embargo, estos fenómenos están histórica y estructuralmente vinculados. Históricamente el sector sin ánimo de lucro en los Estados Unidos, no se desarrolló como una alternativa para el sector privado, sino como una alternativa para el sector público. El modelo estadounidense de gobierno privado en las instituciones culturales tiene sus orígenes en la era dorada de finales del siglo XIX, cuando Andrew Carnegie y otros, lanzaron el “evangelio de la riqueza” para estimular la filantropía privada, en lugar de la prestación de este tipo de servicios por el sector público, argumentando que la riqueza se administra de manera más productiva por los ricos, y que las iniciativas privadas son mejor implementadas que las del sector público, a la hora de atender las necesidades sociales. Las deducciones caritativas iniciaron como un impuesto de guerra en 1917, y fueron extendidas por el secretario del Tesoro Andrew Mellon (y fundador de la National Gallery of Art) en 1920. Mellon recortó las tasas de impuestos del 73% al 24%, argumentando que la reducción de impuestos aumentaría el ingreso por impuestos, y de paso, estimulando a la filantropía. El frenesí de la especulación financiera, producto de las políticas económicas de Mellon, llegaron a un escabroso final con la caída de la bolsa de 1929 y la Gran Depresión. Las teorías económicas de Mellon regresaron bajo capitales de oferta y especulación, que han llevado a las políticas económicas de EE.UU. a su más reciente época dorada, al boom de los museos y a la recesión.
[7] De acuerdo con el sitio web Charity Navigator, las donaciones a organizaciones benéficas culturales aumentaron 5.6% en el año 2010, mientras que las donaciones a organizaciones benéficas de salud apenas fueron del 1.3%; y las donaciones a organizaciones benéficas de servicios humanos no aumentaron en absoluto. véase,
http://www.charitynavigator.org/index.cfm?bay=content.view&cpid=42.
[8] He analizado la recepción crítica e histórica del trabajo de Michael Asher, como ejemplo de esta tendencia en mi ensayo “Procedural Matters: The Art of Michael Asher,” Artforum 46, no. 10 (Summer 2008), 374–81.
[9] Con seguridad mi propio trabajo no escapa de esta condición.
[10] Pierre Bourdieu, The Rules of Art: Genesis and Structure of the Literary Field (Stanford, CA: University of Stanford Press, 1996), 3.
[11] Production of Belief: Contribution to an Economy of Symbolic Goods,” pp. 74–76, ambos en Bourdieu, The Field of Cultural Production (New York: Columbia University Press, 1993). Este análisis es con frecuencia mal interpretado como una afirmación de que el arte es autónomo o que la inversión de este tipo de criterios económicos define al arte. Por el contrario, Bourdieu argumenta que la autonomía del arte, en este sentido, es sólo relativa a su capacidad para transformar y excluir los criterios externos, y esta capacidad solo se puede desarrollar y se puede mantener, bajo condiciones sociales e históricas específicas.
[12] Pierre Bourdieu, Distinction: A Social Critique of the Judgment of Taste (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1984), 54.
[13] Sigmund Freud, “Negation” [1925], in The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol. XIX (London: Hogarth Press, 1961), 235–36.
[14] Ibid., 237.
[15] Bourdieu, Distinction, 240
[16] Bourdieu, The Rules of Art, 3–4.
[17] Freud, “Negation,” 239.
[18] Sigmund Freud, The Interpretation of Dreams [1900], in The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol. IV, 318.
[19] Freud, “Negation,” 235.