En su cuarta edición, la Bienal de Valencia ha establecido un eje de encuentro estable con la histórica Bienal de São Paulo y una conexión más estrecha con Latinoamérica. Cinco grandes exposiciones en cuatro espacios de la ciudad que se podrán visitar hasta el 17 de junio.
La Bienal de Valencia celebra su cuarta edición. La primera la dirigió Achile Bonito Oliva; las dos siguientes, Luigi Settembrini. En esta ocasión, el coordinador general es Amador Griñó, un hombre de la casa, aunque no por ello menos competente. Y seguramente más barato. De hecho, una de las cosas en las que se ha insistido en esta edición es en la austeridad con que se ha actuado. El gerente de la fundación de la bienal lo dejó bien claro: se han trasladado nada menos que 133,5 toneladas de arte, en su mayor parte a través del Atlántico, para un evento que sólo va a costar 3,5 millones. Esto es algo que, dadas las circunstancias, tiene bastante mérito. En serio.
En cuanto al contenido de las toneladas: la bienal se articula en cinco exposiciones distribuidas en cuatro espacios. La muestra principal es la que justifica el título general del asunto: Encuentro entre dos mares. De lo que se trata es de la conexión acordada entre la Bienal de São Paulo y la de Valencia. Parece que se pretende que haya continuidad. Lo que se puede ver de la de São Paulo (que ha cumplido 50 años) es una muestra, Luz ao Sul, de lo que se pudo ver allí en su momento. Los comisarios, Agnaldo Farias y Jacopo Crivelli, presentan una selección bastante heterogénea de 24 artistas. En este contexto destacan, por ejemplo, los trabajos del argentino León Ferrari, a manera de cartas ilegibles llenas de volutas, o los mapas imaginarios de los también argentinos Guillermo Kuitca o Jorge Macchi, los árboles de látex de Alberto Baraya, las bicicletas aéreas del brasileño Jarbas Lopes o las melodramáticas imágenes de la malograda Ana Mendieta.
Junto a ello, en el mismo espacio del Centre del Carme (en un marco un tanto confuso y algo atiborrado), encontramos una gran cantidad de arte popular indígena o, en su caso, indigenista. De hecho, se trata de «un canto de amor al pueblo negro», comisariado por el director del Museo Afrobrasil, Emanoel Araujo. El largo título de esta parte de la bienal, Áfricas-Américas. Encuentros convergentes: Ancestralidad y contemporaneidad, nos habla claramente de sus entusiastas pretensiones y de su ligera desmesura. Dejando a un lado su indudable interés antropológico (hay mucha antropología en esta bienal…), hay cosas espectaculares y cosas inteligentes. Las fotografías de negros de Pierre Verger (gentes de Bahía, Haití, Cuba, Surinam o Benin) nos presentan la negritud como una suerte de realidad nacional capaz de traspasar los continentes; Sydney Amaral construye imágenes con monedas devaluadas; Zé do Chalé realiza imaginativas tallas de madera de raíces amerindias, lo mismo que Nino, quien, como subraya Janete Costa (responsable de una sección de esta muestra), es analfabeto, hasta el punto de que firma sus obras con palitos; aunque, la verdad sea dicha, no parece menos culto o refinado que la mayoría de los artistas que hoy triunfan por doquier.
La bienal se despliega en otros tres espacios. En el de la Universitat de València puede visitarse una muestra de arte contemporáneo de Jordania. Las razones de su inclusión no son evidentes. Lo que sí resulta evidente es la extraña intemporalidad que emana de esta exposición. Por ejemplo, de las pinturas abstractas de Ammar Khammash, de los extensos paisajes fotográficos de Jan Kassay, e incluso del vídeo de Sima Zureikat, de temática enigmáticamente religiosa.
El otro gran espacio es el de la Nave del Puerto de Sagunto. El edificio es uno de tantos residuos de un pasado vinculado a la industria siderúrgica. Los organizadores de la muestra subrayan el carácter imponente de este «macrocontinente cultural». Al fin y al cabo, no es para tanto. La amplia nave permite acoger bastantes cosas, dejándolas respirar bastante mejor que en el convento del Carmen. Dos son las exposiciones en Sagunto. Una de ellas, bajo el platónico título de Anamnesis, recoge obras más o menos neotecnológicas de artistas españoles más o menos emergentes. Todas son políticamente correctísimas. Entre las más curiosas se encuentran la acogedora cámara frigorífica -y búnker- de Linarejos Moreno o el trabajo de Txuspo Poyo poniendo en movimiento a los solteros de Duchamp.
En la misma Nave, y comisariada por Kevin Power y Ticio Escobar, se nos ofrece una excelente muestra de arte latinoamericano contemporáneo. Lo que domina en este marco es la denuncia política (militares, pistolas, violencia, opresión, ya se sabe), pero casi siempre entendida en unos términos bastante irónicos que denotan envidiable inteligencia. Un ejemplo: las fotografías de Stroessner manipuladas por Fredi Casco (en las que el dictador paraguayo aparece duplicado, reducido, acompañado de gentes con pinta extraterrestre), o las de Bernardo Oyarzún con su parentela (tras ser detenido por la policía y descrito como descerebrado por su aspecto negroide), o las simpáticas sábanas sucias de Juan Carlos Rodríguez. Finalmente, tanto en este espacio como en el conocido como La Gallera, en Valencia, puede verse un muy buen proyecto peruano debido a Gustavo Buntinx (Al fondo hay sitio), consistente en una muestra de su Micromuseo ambulante, en donde conviven el kitsch y el espíritu objetivo, el pop y el neobarroco, los artistas y los artesanos (los artífices en general, como bien dice Buntinx), con imágenes potentes y abigarradas, algo alucinatorias, como las de Ángel Valdez o Susana Torres, en obras en donde todo cabe.
Vicente Jarque