La mercantilización global del arte parece ser la auténtica protagonista de la Bienal de Venecia. El comisario Robert Storr ha convertido esta edición en un peregrinaje por las nuevas marcas en una sociedad donde ya apenas existe la política cultural.
Si, como llegó a pensar Baudelaire, la crítica de arte ha de ser poética, apasionada, parcial y política, entonces el rastreo de una bienal como la que se ha inaugurado en Venecia ha de ser también una actividad política e ideológica urgente, una recelosa lectura del actual momento libidinal del arte caracterizado por un -nada sofisticado- impulso a liquidar existencias y, sobre todo, stocks ideológicos. Como en el episodio de El Mercader de Venecia, vemos a lo largo de las exposiciones que tienen lugar en los Giardini y Corderie a los opulentos shylocks del arte que han decidido obtener el pago de sus deudas o llevarse "una libra de carne" (del comisario), codillo o chicharrón, no importa qué tajada.
Desconcierta que el afamado Robert Storr haya tenido tan poca fluidez natural o intuición como artista. Él mismo afirma ser pintor, también es historiador, crítico de arte y, ante todo, baudeleriano. Pero su bienal es penosamente mala, torpe y frustrante. La razón no se puede encontrar en otro sitio que en el sistema actual del arte, colonizado por el consumo, sus códigos y su lenguaje. De él no pudieron escapar ni Harald Szeemann, ni Francesco Bonami, ni María de Corral, ni Rosa Martínez. Pero en el caso del curador norteamericano, resulta algo más que una conclusión sustantiva, pues prácticamente todo el recorrido por la bienal conduce al visitante, con suficiente naturalidad, a una situación de mercantilización global del arte que no puede ser controlada de frente. Al no haber excelencia artística, ni mediación, ni fuerza de pensamiento capaz de sobrevivir a las afinidades electivas de estética y capital, la bienal de Robert Storr se muestra, desde luego, sujeta a las más graves sospechas y críticas.
Por desgracia, este hecho resulta particularmente evidente en el pabellón italiano, el llamado "núcleo duro" de la bienal, donde entre otros artistas conviven Sigmar Polke y Gerhard Richter. Storr no ha hecho el esfuerzo de mostrar la profundidad de la pintura de dos de los pintores vivos más extrañamente solitarios del momento; al contrario, ha utilizado el espacio como si fuera una galería de arte, en cuyo centro ha colocado las impresionantes piezas de las últimas series de Polke (Jugendstil, 2006, Neo Byzantium, Axis of Time 2005), cortesía de la galería Michael Werner (esta última serie, por cierto, acaba de ser comprada por la colección Pinault). A pocos metros, Gerhard Richter se presenta más discreto pero con parecida omisión histórica: seis grandes formatos abstractos de reciente factura que quieren ser "la demostración de la belleza de la negación" (Storr), un eco de la música de John Cage. Otros artistas sujetos al canon, como Robert Ryman, Susan Rothenberg, Bruce Nauman, Elisabeth Murray, Sol LeWitt, Ellsworth Kelly, Louise Bourgeois (Suite for Harry Truman, 2005) o Martin Kippenberger carecen en esta bienal de voz poética, de perspectiva visionaria; en su lugar, sus trabajos aparecen invertidos en formas esencialmente decorativas de esteticismo académico. El caso más irritante es el de Nancy Spero, maltratada increíblemente en la entrada del pabellón, cortesía de la galería Lelong. Cabezas sufrientes, decapitadas (Maypole, 2007), que penden del techo como frutos de un árbol, son un alegato contra la obscenidad de la guerra; pero allí instaladas parecen triviales, desplazadas y enfriadas del afecto que podría sugerir un buen montaje que incluyera otros trabajos con los que la artista norteamericana fuera capaz de dar una verdadera visión de la tragedia humana. Ésta es la versión moderna de Robert Storr, el comisario llamado a insuflar vida en la reseca imagen de la Bienal de Venecia, y cuya falta de destreza narrativa ha hecho de esta edición, titulada Piensa con los sentidos. Siente con la mente, un peregrinaje por el arte convertido en marca, el emporio donde las galerías más potentes del mundo han plantado su chiringuito, que son las que hoy otorgan sentido a la política de la cultura en una sociedad donde ya casi no existe política cultural.
Algunas obras incluidas en la Corderie plantean sorpresas. Son pocas. Porque, al igual que en el pabellón italiano, la mayoría de los trabajos se exhiben como objetos aislados de un contexto, lo que tiene que ver con la arbitrariedad del entorno del arte actual (aunque, en honor a la verdad, no tan azarosa, ostentosa y ordinaria como el despropósito de la colección Pinault en el palacio Grassi). En ella, Storr ha dado rienda suelta a su intuición, no sin una deliberada provocación -sólo se queda en eso- a la política de su país y a los planes de economía de guerra de Bush.
En el atractivo corredor de la Corderie, contados trabajos consiguen llevar al artista hasta las regiones remotas del arte. El cineasta chino Yang Fudong, con su último filme, Siete intelectuales en un bosque de bambú, ha creado una bella alegoría de la búsqueda de la libertad a través del conocimiento. Su película, de cinco horas de duración y basada en la vida de siete pensadores de principios del siglo XX, está fragmentada en cinco pantallas distribuidas a lo largo del recorrido. No es la mejor manera de verla. A no ser que uno quiera llevarse una impresión visual diferente, un perfume. La pieza de Ignasi Aballí, Lists (1997-2005), hecha con tipografías de titulares de prensa, es una bella abstracción de la triste condición humana. Francis Alÿs presenta el vídeo Bolero (19962007), un auténtico fénice si no fuera por el abrumador montaje (511 dibujos) del making-off que barroquiza la obra en lugar de acentuar su minimalismo. Por cierto, el MOMA la adquirió, nada más inaugurarse la bienal, a la galería David Zwirner de Nueva York. La instalación de Luca Buvoli, a partir del manifiesto futurista italiano, es una de las mejor formalizadas de la bienal, al igual que las esculturas neoconcretistas del brasileño Waltércio Caldas. El austriaco Rainer Ganahl reúne una serie de fotografías con los retratos de intelectuales e historiadores disertando en simposios relacionados con el mundo del arte y la sociología (destaca la singular imagen de Rosalind Krauss). Entrañable es el trabajo del alemán Felix Gmelin, un lujo "apropiacionista". Dimitri Gutov y David Riff interpretan en clave pictórica los escritos, con sus traducciones, de Karl Marx.
Con relación al pabellón español, nada que añada alegría y cordura a esta bienal. El trabajo -pretencioso, trivial- de Alberto Ruiz de Samaniego deja implícito que es necesario revisar el "protocolo" a la hora de escoger el comisario. Sophie Calle, posiblemente la artista más sobrevalorada de esta bienal, no se complicó la vida. Decidió seleccionar al comisario de su exposición en el pabellón francés a través de un anuncio en el periódico. De entre los que respondieron a la convocatoria, optó por el artista Daniel Buren. Una broma. En España lo echamos a suertes. O casi.
Piensa con los sentidos. Siente con la mente. El arte en el tiempo presente. Bienal de Venecia. Giardini y Arsennale. Hasta el 21 de noviembre. Comisario: Robert Storr.
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