«De forma posterior a la masacre de El Salado, en los medios masivos de comunicación fueron oídas las voces de los victimarios, de las instituciones estatales y de las víctimas. Pero la presencia de estas últimas fue notablemente menor. La presencia dominante en el escenario mediático fue la de los paramilitares, que, con un discurso salvador de la patria frente a la guerrilla, señalaron y estigmatizaron a las víctimas de El Salado, sin confrontación o interpelación ética o política alguna. Los medios no fueron para los victimarios una oportunidad para arrepentirse, confesar o contar las verdades de la guerra. Al contrario, lo fueron para reivindicar los hechos y continuar la ignominia contra los saladeros». (CNRR, Grupo de Memoria Histórica, 2009: 23, 24).
Según este informe de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, para justificar su extermino, los victimarios despliegan como estrategia militar culpar a las víctimas por los atropellos que padecen, y fácilmente encuentran cómplices que refuerzan esta campaña de estigmatización de la cual las víctimas sólo pueden librarse con la muerte. Con frecuencia, la mayoría de los cómplices nos decimos con un cinismo propio de esta época: «algo debían». Y todo queda justificado ante nuestros ojos. La resignación con que es padecido el estigma colombiano nos indica que su comprensión está orientada por creencias religiosas muy fuertes. Entre otras, esta manera de experienciar y tramitar la violencia es una razón para relacionar las masacres colombianas con el Holocausto, como sugiere con sutileza la hipótesis historiográfica de Andreas Huyssen (VV.AA. 2009: 39). Recoger la sentencia «nunca más» como proclama Gonzalo Sánchez, Director de Memoria Histórica, evoca el Holocausto Judío como horizonte de comprensión del padecimiento de las víctimas de la guerra en Colombia (Ibíd., 2009: 29).
Justo la semana en que la Corte Suprema de Justicia planteó la posibilidad de juzgar a algunos “Expadres” de la Patria por crímenes de lesa humanidad; una semana antes de que el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, publicara su segundo informe, La Masacre de El Salado –Esa guerra no era nuestra–; y un año después de que esta misma institución hiciera público el relato Trujillo –Una tragedia que no cesa–, el Museo de Arte de la Universidad Nacional abrió la exposición La Memoria del Otro. Seis artistas internacionales, todos de amplia y reconocida trayectoria artística, preocupados por el espacio público, la crueldad y los traumas de guerra, muestran a la ciudadanía bogotana su obra más reciente: Ursula Biemann, Hannah Collins, Francesco Jodice, Rogelio López Cuenca, Antoni Muntadas y Krzysztof Wodiczko.
La exposición internacional plantea problemas morales, teóricos y formales de relevancia no sólo para la práctica artística local. También repercute moral y políticamente. Recoge testimonios de hombres y mujeres de diversas geografías que han sido silenciados y sumidos en soledad por cuenta de los estigmas que los señores de la guerra les han impuesto como precio «razonable» para que podamos tener un mundo más habitable, para que los flujos de riqueza no sean perturbados por interferencias humanitarias fundamentalistas, para facilitar la limpieza, ética, política o social.
En el plano teórico, los artistas plantean una reflexión sobre la traducción, asunto de vieja tradición en otras disciplinas. Si bien el proyecto de Muntadas ha sido denominado Sobre la Traducción, los de Biemann, Wodiczko y López tienen que resolver los mismos problemas. ¿Cómo traducir sin traicionar a quienes nos han confiado sus testimonios? ¿Cómo evitar en los procesos creativos pérdidas de información, emociones y gestos para no falsear las experiencias traumáticas? ¿Cómo recobrar el tiempo agredido? ¿Cuál es el medio más adecuado para elaborar ese trauma que clama ser escuchado y elaborado socialmente? ¿Documentar mediante métodos etnográficos? ¿Inventariar las agresiones y los despojos para engrosar la Historia Universal de la Infamia? ¿Transformar estas experiencias mediante metáforas que nos remitan más allá de una literalidad de corte positivista? Ahora bien, ¿con qué finalidad realizamos las traducciones plásticas que dan cuenta de la infamia? ¿El propósito es moral o administrativo? ¿ Tal vez político? Las respuestas de los artistas resolvieron de manera impecable el problema formal pero dejaron en suspenso las repercusiones morales. La solución técnica estuvo acorde con el espíritu cientifista de una época agónica, que después del 11 de septiembre de 2001 envío a los artistas contemporáneos a pensar nuevamente la condición de las artes en general. Quizá con excepción de Collins, Jodice, López y en menor medida Wodiczko, los demás han optado por una modalidad documental que recoge de las ciencias la idea ingenua de que la verdad se expresa mediante este recurso técnico. Han olvidado que la verdad reprimida, u ocultada deliberadamente por fuerzas perfectamente identificables que nos negamos a visibilizar para evitar ser aplastados por ellas, precisamente por esta razón se muestra sólo en la metáfora.
La exposición nos obliga a recordar que las épocas imperiales han sido sacudidas por las guerras inventadas para poderlas justificar. La extrema crueldad ha sido su estrategia de socialización y pacificación. Los horrores de la guerra sacan a los artistas de las rutinas en sus ciudades bien ordenadas y los arrastran a la aventura de acompañar al capital en su misión civilizadora de las regiones más inhóspitas del planeta. Su misión es dejar testimonio del precio «razonable» en vidas humildes que la humanidad, de cuando en cuando, tiene que sufragar para que el mundo blanco-macho-ilustrado pueda realizar los fines de la humanidad en su conjunto:
« (…) El estigma es la condensación de una estrategia utilizada para legitimar la violencia contra las poblaciones que no se pliegan a los designios del actor o que son percibidas como un simple obstáculo para su expansión o consolidación. Para ser estigmatizado en un contexto de conflicto armado, basta con estar en la ruta de los guerreros. Eso puede convertir a cualquier pueblo en aliado forzoso o, por el contrario, en enemigo radical, del cual hay que deshacerse al costo que sea. Así fue prácticamente desocupado El Salado. Así han sido literalmente borrados del mapa muchos pueblos de Colombia» (Ibíd., 2009: 20).
Ana María Guasch ha convocado a estos artistas porque todos ellos comparten un interés por rescatar la voz de los estigmatizados con la marca indeleble Otro. Considera que intentan acceder a un «tiempo puro» (VV.AA, 2009: 19), como condición indispensable para comprender la memoria de ese Otro – el no-blanco, el no-macho, el no-ilustrado, el no-anglo-europeo, el no-cristiano, el no-creyente– para que la verdad moral se muestre tal como es. Los artistas aciertan porque han logrado desplazarse hasta la región en que habita la verdad, la frontera. (¿El “tiempo puro”?). Tienen claro que mediante la palabra científica, con sus pretensiones de objetividad administrativa, no pueden acceder a la región en donde la verdad se resguarda de los ataques de los señores de la guerra que quieren confiscarla para lucro personal. No obstante, a pesar de que recurren a estrategias narrativas sugestivas, los artistas olvidaron que la verdad moral sólo se manifiesta a los espíritus más imaginativos. Pasaron por alto que esta verdad surge sólo entrelazada con la metáfora.
Los artistas tienen presente que deben responder las preguntas de los ciudadanos y ciudadanas críticos de esta modalidad artística. ¿A quién pertenece la memoria de los vencidos? ¿A los traductores de oficio? ¿Quiénes están legitimados para realizar estas traducciones tan delicadas por su condición traumática y su repercusión moral y política? ¿Quiénes legitiman a los traductores? ¿La ciencia o el arte? ¿Las academias reales y los curadores de las multinacionales artísticas? ¿El rigor metodológico o la delicadeza en la imaginación? La memoria masacrada, desgarrada, merece no sólo que se la traduzca. Más fundamental es pensar cómo se la traduce, pues, se nos puede hacer pasar por verdad moral aquello que sólo es propaganda. Las ciencias sociales piensan sus verdades determinadas por el modo geométrico, de manera diferente en cada una de ellas. Los artistas deben pensar su cómo estructurando su pensamiento con metáforas, si su interés es una verdad moral.
«Al principio no fue la palabra, al principio fue el silencio» ((CNRR, Grupo de Memoria Histórica, 2009: 24). La palabra traduce el silencio polisémico que precede lo real y saca de la soledad a las víctimas que no existirán para los libros de historia que escribirán los victimarios. El ajuste de esta sentencia bíblica por cuenta de las violencias contemporáneas, nos obliga a pensar el cómo en las prácticas artísticas, sobre todo cuando los artistas contemporáneos se muestran sinceramente interesados en una realidad que amenaza con devorarlo todo, incluyendo al arte, pese a que en su actual condición nada tiene de interesante para ella. Pensar este cómo, ayuda a que el artista no corra el riesgo de disolverse en prácticas sociales que, o desbordan su formación profesional o reducen su pensamiento al papel de valet de los científicos sociales.
«La memoria se construye desde distintos escenarios y experiencias sociales y políticas. Poder contar lo sucedido es tanto poder promover una versión como dotar de sentido a los hechos ante el público destinatario del relato» (ibíd.:23). Esta primera formulación de la temática que abordan los artistas convocados, es una alerta para el artista contemporáneo. ¿Cuál es el escenario en que las artes se juegan su prestigio, últimamente venido a menos? Si en aquel principio originario, en el cual impera el silencio polisémico, el científico social no considera útil nombrar el papel que desempeñan las artes en la construcción de la memoria, ¿el artista inquieto por la memoria de la víctima que es él mismo, debe marginarse o debe asumir el papel de para-investigador? ¿Un acto de resistencia no es mantenerse en la idea de que el lenguaje metafórico es el cómo que esperan las víctimas para transformar en sentido el silencio polisémico originario en que se resguarda el trauma? ¿No es esta la manera de acceder al «tiempo puro» que nos propone la señora Guasch?
Wodiczko ha logrado crear varias alegorías que han tentado a la verdad para que se muestre. La más exitosa es el proyecto Hiroshima mediante el cual, in situ, en la única edificación que resistió la sevicia de la Bomba Atómica, los testigos sobrevivientes del otro Holocausto nos recuerdan que al momento de morir se nos debe tratar con igual dignidad a todos los hombres y mujeres, que ningún precio pagado en vidas humildes es «razonable», que este reclamo no es una querella o malquerencia política sino la afirmación de una verdad moral que trasciende cualquier otro interés empírico: que si debemos morir a manos de un usurpador cualquiera se nos respete por lo menos esta condición:
(…) «En los tormentos infligidos sobre las víctimas en Trujillo, el exceso se convierte en la medida básica. No importa tanto el objetivo de obtener información o de dar muerte, como el propio mecanismo de humillar, prolongar la agonía o intimidar a los sobrevivientes, o los posibles disidentes. La continuación del ejercicio de crueldad aún después de la muerte, sobre los cadáveres, haciéndolos irreconocibles pareciera, en principio, un macabro escenario de “violencia inútil”, según la sugestiva fórmula puesta en boga por Primo Levi en sus memorias sobre los campos de concentración. Inútil materialmente, habría que decir, pero tremendamente eficaz simbólicamente. En ese contexto, la recuperación del cadáver es inaceptable para el perpetrador. De hecho el campesino que rescató de las aguas del río Cauca –el rio tumba– el cadáver del padre Tiberio, párroco municipal, pagó su sentido de humanidad con su propia vida» (CNRR, Grupo de Menoría Histórica, 2008: 18).
Wodiczko no hace arte político; la política divide, confronta, otras veces quiebra. A cambio piensa verdades morales, así tengan repercusiones políticas. Conocidos son sus proyectos en Tijuana; en la embajada de Sudáfrica en Londres; en el Whitney Museum de Nueva York, entre otros. ¿Cómo traduciría Wodiczko estos testimonios de la guerra fratricida en Colombia? ¿Qué ciudad elegiría para un proyecto de esta condición? ¿Qué signos convocaría para crear una alegoría que rescate las verdades que naufragaron en el Rio Tumba? Ojalá este artista algún día oiga hablar de Trujillo o de El Salado. Ojalá nuestras arquitecturas sociales lo persuadan de la necesidad que tenemos de contar unas historias que nuestros estigmas nos impiden revelar.
López ha hecho acopio de muchos documentos que dan cuenta del estado de marginalidad en que se encuentran muchos pueblos no-machos, no-blancos, no-ilustrados, no-cristianos, cuando las contingencias de la historia los han llevado a encontrarse en el camino de los guerreros. Documenta las violencias que genera el encuentro de pueblos e individuos que son obligados a relacionarse asimétricamente por cuenta de las ideologías dominantes. Como Wodiczko, nos recuerda que la frontera ha dejado de ser un lugar de emancipación y se ha convertido en un espacio de reclusión. No obstante, su gran interés por el documento y por las nuevas tecnologías por las cuales circula la información en la contemporaneidad, no huye de la solvencia que proporcionan los objetos artísticos para refugiarse en la aridez del documento académico, irreal por su crudeza; no sucumbe al prurito investigativo del video de ensayo, o al video-ponencia para auditorio de expertos, a cuya proyección debemos llevar lápiz y papel, como si se tratara más de aprender una lección para acreditar una asignatura, que para adquirir una enseñanza útil para la vida. López es un creador de imágenes sugestivas, en muchas de ellas rescata el poder evocativo de las metáforas. Construidas con una poética sarcástica y subversiva, otras veces agresiva, logra suscitar en las víctimas situaciones que nos asemejan a otras víctimas; deja libre a las víctimas para que elaboremos nuestros traumas durante la proyección, las víctimas que ya somos, las que aún ignoramos que un buen día alguien se apropiará de nuestra memoria y hablará con falsedad de nuestros sentimientos y traumas, las que aún no hemos sido informadas de ello, porque este tipo de información es privilegiada, cuesta mucho y nunca llega a tiempo.
Jodice logra incorporar a las víctimas en sus fotografías mediante un recurso de montaje escénico. La escala de las pantallas logra crear una atmósfera sonora y visual que atrapa a la víctima en las redes de otras víctimas que llevan una vida cotidiana en diferentes ciudades del planeta, tan rutinariamente violentas como la nuestra. The secret traces no es un documento crudo, es la recopilación y posterior elaboración estética de datos insustanciales para la vida política pero de gran relevancia para la comprensión de la condición contemporánea: aburrimiento inmortal en las urbes sofisticadas y sevicia en los patios de atrás: tan violentas las primeras como estos últimos. No obstante, la video instalación sonora complota contra el pensamiento de la víctima que con curiosidad es atraída hacia los destellos que produce; queda seducida, domesticada, y en este estado la víctima no logra articular mayores ideas. El montaje azuza nuestra imaginación, pero se hace sospechoso de estar haciendo demasiadas concesiones a la imagen espectáculo, porque no quedan muchas ideas para la vida en el cedazo del entendimiento.
La Memoria del Otro es una «proposición-exposición» (VV.AA, 2009: 14) que debemos ver, a pesar de la logofilia que reivindica la curadora en su denominación. Pese a que difícilmente nos podríamos identificar con muchos de esos relatos en crudo –aquellos que no alcanzan el “tiempo puro”–, algunos bastante extensos y complejos en su edición y montaje técnico, como los de Muntadas y Biemann; finalmente logramos esclarecer la condición que gobierna el mundo contemporáneo –el miedo–, porque tenemos necesidad de articular de alguna manera la comprensión que nos urgen los relatos de extrema violencia que han surgido en nuestro país. Por temor, a veces por vergüenza o flaqueza moral, éstos no han terminado de ser elaborados o pensados suficientemente por nuestros artistas, y, por lo tanto, todavía no alcanzamos a reconocernos en ellos.
Pese a la flaqueza teórica que implica el esfuerzo desmesurado por parecer al tanto de las filosofías y teorías artísticas de moda, citadas ad náuseam en el encomillado texto curatorial, el proyecto de la señora Guasch es importante en las condiciones sociales y políticas de nuestro país. En contraste, la claridad expositiva de Andreas Huyssen en su ensayo sobre las relaciones entre memoria global y memoria local, Aplicaciones transnacionales del discurso sobre el Holocausto y el Colonialismo –recogido en el catálogo–, ilumina no sólo los problemas que intentan resolver los artistas contemporáneos en sus propuestas en torno al problema de la memoria, y que muchos abordan sin mayor fundamento. Principalmente esclarece el papel protagónico que juegan las artes en el entrelazamiento de los diversos campos de la memoria global para relacionar prácticas de extrema violencia regional con otras experiencias traumáticas, como son los dos Holocaustos de la Segunda Guerra Mundial, junto con el Colonialismo y el Neocolonialismo en cierne.
La museografía de María Belén Sáez de Ibarra es impecable y amable con las víctimas. Fueron dispuestos pufs cómodos para escuchar aquellos panelistas que tenían muchos documentos que mostrar en sus video-ensayos. El catálogo acompañado por ensayos escritos por conocedores de las obras de los artistas convocados por Guasch, es de mucha utilidad para comprenderlos a cabalidad. El plegable ayuda a las víctimas a desplazarse en el Museo. Los subtítulos en español de aquellos videos en que originalmente no se habla en español, es otra generosidad. Otros museos de la ciudad con mayores recursos económicos no se toman estas molestias con sus víctimas. La exposición estará abierta hasta el 7 de noviembre de 2009.
BIBLIOGRAFÍA:
CNRR, Grupo de Memoria Histórica. (2008) Trujillo, Una tragedia que no cesa. Bogotá: Editorial Planeta.
CNRR, Grupo de Memoria Histórica. (2009) La masacre de El Salado, Esa Guerra no era nuestra. Colombia: Ediciones Semana.
VV.AA (2009) La memoria del Otro. Bogotá, Museo de Arte de la Universidad Nacional de Colombia.