He notado con preocupación que, cuando se habla de la efervescencia que vive el arte colombiano, se recurre a una serie de etiquetas como la diversidad, la exuberancia o la originalidad. Tópicos que pintan al arte colombiano como la cara bonita de un país pujante con aspiraciones modernas. Para nadie es un secreto que esta reciente promoción del arte nacional responde a una agenda económica y geopolítica en la que incluso las manifestaciones más corrosivas pueden aparecer, bajo la iluminación adecuada, como emblemas de resiliencia y prosperidad. Esta concepción ornamental hace que resulte difícil ver las razones profundas que explican el innegable vigor y la riqueza de la escena local. Y es que el arte contemporáneo colombiano debe su merecida fama a un riguroso ejercicio de desmontaje de las imágenes que componen nuestra tradición. En ese sentido, más que de un boom, prefiero hablar de una vuelta de tuerca que, desde hace ya unas cuantas décadas, ha permitido a los artistas releer esas imágenes a través de la implementación de lenguajes modernos (primero con el desarrollo local de la abstracción en los años cincuenta y luego con la introducción de las gramáticas del conceptualismo o el pop). En mi opinión, el efecto más notable de este ejercicio crítico es que todas las fases que componen nuestro legado plástico —desde el arte colonial al moderno, desde los cuadros de costumbres a las imágenes de la cultura popular— pueden utilizarse hoy como pistas en la reconstrucción de un relato ideológico y de una cultura atravesada por una historia trágica. La capacidad de interpelación universal que tiene actualmente el arte colombiano, más allá de la especulación y la propaganda, obedece justamente a esa concepción dialéctica de la producción, tan evidente en artistas como José Alejandro Restrepo o Carlos Castro.
Juan Cárdenas*
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*novelista, autor de Ornamento (Periférica)
publicado por Babelia