Más allá de las cifras: mediaciones y fricciones en la Bienal de Bogotá

Los públicos ya no son solo destinatarios pasivos a los que se convoca, sino mediadores activos que traducen, seleccionan, editan y redistribuyen las obras desde sus propias perspectivas. Su participación no se limita a asistir; extienden la experiencia en red, la transforman en relato y, en algunos casos, en capital simbólico.

«Surrender» de John Gerrard concentró gran parte de la atención: su presencia tensó la arquitectura del edificio y su disposición en el espacio facilitó que el público se la apropiara.

En un primer texto sobre la Bienal de Bogotá señalamos que, durante casi dos décadas, la visibilidad del arte en la ciudad se articuló a partir de dos plataformas: ARTBO y el Premio Luis Caballero. La primera activó mercado e internacionalización; el segundo impulsó la comisión de obra y el debate local. También señalamos cómo la contracción global del mercado del arte y el desgaste del modelo ferial tras la pandemia abrieron un vacío que la Bienal vino a llenar con recursos públicos inéditos y con la intención de posicionarse como contrapeso al efecto mediático de una feria de arte.

Este segundo texto analiza cómo #BOG25 fue concebida no solo como un evento de gran escala, sino como una experiencia pensada para públicos amplios y diversos, con trayectorias e intereses distintos. Es decir, la diferencia clave no estuvo solo en el presupuesto, sino en la manera de entender la comunicación como mediación –no como simple divulgación– y en diseñar recorridos que distribuyeron formas de atención y modos de recepción de las obras. Esa apuesta propició una participación más diversa, así como nuevas formas de mediación desde los distintos públicos, cuyas apropiaciones y registros también participaron en la construcción de sentido del evento.

Además de la divulgación en grandes medios, las redes sociales de la Alcaldía y de la Secretaría de Cultura –las mismas que se usan para convocar eventos masivos como Rock al Parque o los festivales de teatro– difundieron de modo sostenido información clara, datos prácticos y respuestas a preguntas básicas sobre horarios y rutas. El llamado dejó de estar dirigido exclusivamente al sector artístico y se abrió a las distintas audiencias a las que habitualmente se convoca mediante redes sociales y que suman más de medio millón de seguidores. Se trataba, además, de un evento público y gratuito, lo cual redujo barreras de entrada y favoreció una participación más diversa.

A esta estrategia se sumó la mediación en primera persona de funcionarios públicos y miembros del Comité Curatorial. El alcalde de Bogotá, el Secretario de Cultura y los curadores María Wills y Elkin Rubiano aparecieron en distintos videos invitando a recorrer la Bienal, subrayando su carácter gratuito, señalando obras y sugiriendo posibles itinerarios. En el caso de Rubiano, esa presencia fue más allá del anuncio: publicó cápsulas comentando piezas y decisiones curatoriales y llegó a responder críticas y preguntas en los comentarios, asumiendo un rol de mediador visible entre institución y públicos. Algunas de estas intervenciones, así como ciertas respuestas posteriores a la crítica, conforman ya un pequeño archivo de escenas que será retomado en una próxima entrega.

La elección del Palacio de San Francisco fue clave. Su arquitectura patrimonial no solo organizó la circulación del público, sino que matizó la lectura de las obras, en especial de las piezas de gran formato, que se volvieron un imán para visitar la Bienal. El cubo con la bandera de John Gerrard concentró buena parte de esa atención: su presencia tensó la arquitectura del edificio y su disposición en el espacio facilitó que el público se la apropiara, tanto en el plano simbólico como en el mediático.

La afluencia de visitantes no se agotó en la sede de mayor visibilidad. La Bienal propuso un recorrido central por el eje ambiental que conectó el Colombo Americano, la Alianza Francesa, la Cinemateca y la Tadeo Lozano, donde se presentaron curadurías con afluencias distintas y tiempos de visita más lentos. Igualmente, en otros sectores de la ciudad se dieron exposiciones, talleres e intervenciones barriales. Esa diferencia amplió los modos de estar. Mientras el Palacio ofreció exposición y altos índices de visitantes (1), estos nodos favorecieron una recepción pausada, sin la presión del flujo masivo.

Pero más allá de la estrategia institucional, la circulación de contenidos se amplificó con los videos y registros producidos por visitantes jóvenes, influencers y creadores de contenido en plataformas como TikTok e Instagram. Estos formatos –más informales, fragmentarios y espontáneos– funcionaron como formas paralelas de mediación que resignificaron la experiencia de la Bienal desde una perspectiva más personal. En muchos casos, esos registros priorizaron aspectos visuales, llamativos o espectaculares, pero también permitieron que públicos ajenos al circuito del arte accedieran a las obras desde otras lógicas narrativas.

@zophie.mp3 hace un recorrido donde da cuenta de la mejor hora para llegar y evitar filas. Va haciendo comentarios de las obras que le interesan, lo que conoce sobre ellas y cierra con tiempo utilizado para la visita.

Las selfies, los recorridos comentados, los clips de video, no solo documentaron visitas, generaron relatos personales que circularon con intensidad, contribuyendo a que el evento fuera apropiado simbólicamente desde múltiples lugares. Esta dinámica plantea un giro relevante –aunque no del todo nuevo– que solo a partir de esta bienal alcanza una alta visibilidad en nuestro medio: los públicos ya no son solo destinatarios pasivos a los que se convoca, sino mediadores activos que traducen, seleccionan, editan y redistribuyen las obras desde sus propias perspectivas. Su participación no se limita a asistir; extienden la experiencia en red, la transforman en relato y, en algunos casos, en capital simbólico (3). Al actuar como curadores espontáneos de sus recorridos, estos visitantes contribuyen a la visibilidad del evento, pero también lo redefinen. Estas dimensiones merecen un desarrollo propio a partir de escenas concretas que dejó la Bienal: recorridos paralelos, lecturas y comentarios en redes, usos imprevistos de las obras y conflictos de interpretación. Algunas de esas escenas serán el eje de una próxima entrega.

Las disputas en torno a lo público no se resuelven únicamente con cifras de asistencia. Como ha mostrado la historia reciente de la crítica online, las mediaciones autónomas, las narrativas informales o los archivos espontáneos pueden producir sentidos que escapan –y a menudo cuestionan– las estrategias de visibilidad oficial. Más que celebrar la apertura como un fin en sí mismo, se trata de asumir las fricciones que esta genera: entre visibilidad y crítica, entre inclusión y profundidad, entre presencia extendida y densidad discursiva.

Entendida así, la comunicación como servicio público no es una estrategia neutral. Es un terreno de disputa que, al abrirse, permite que múltiples actores intervengan desde sus propias lógicas y afectividades. Sostener esa apertura implica reconocer la heterogeneidad del campo artístico y urbano, y asumir que los consensos culturales no se producen sin disenso.

La promesa de una bienal ciudadana no debería medirse únicamente por su cobertura ni por su impacto en redes. Su potencia reside en lo que logra activar: formas de mediación no previstas, relatos espontáneos en circulación, la entrada de públicos no especializados al espacio expositivo y el cruce, a veces incómodo, entre personas que no leen la escena de la misma manera. En esa fricción se juega su dimensión ciudadana: no en la promesa de consenso, sino en la posibilidad de compartir el desacuerdo.

 

Notas

[1] Según mencionaron en entrevistas en Arteria y esferapublica el codirector Diego Garzón y el curador Elkin Rubiano, entre tres mil y ocho mil personas pasaron al día por el Palacio de San Francisco.

[2] Aquí surge un riesgo importante: tomar los indicadores de asistencia como prueba automática de descentralización sin considerar que entre públicos diversos existen diferencias en acceso, visibilidad y apropiación crítica.

(3) En su texto «¿Desde hace cuánto te gusta el arte? Del espectador contemplativo al espectador recreado», Jorge Sanguino propone un «espectador-curador-influencer, quien decide qué obras pueden circular en el espacio físico y cuáles poseen los atributos necesarios para hacerlo dentro de las redes sociales, que se han convertido en la instancia privilegiada de producción de beneficios simbólicos».

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Pensar la escena es un proyecto de esferapública que reflexiona sobre situaciones y casos de la escena del arte local.

 

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¿Desde hace cuánto te gusta el arte? Del espectador contemplativo al espectador recreado.

 

2 comentarios

La pregunta por “la manera de entender la comunicación como mediación —no como simple divulgación— y por las formas de atención y modos de recepción de las obras”, respecto de BOG25, debería cuestionar su relación con una política cultural de las emociones: ¿por qué la felicidad ahora y cuáles pueden ser las consecuencias de no ajustarse a ese modo de “experimentar” la bienal?

Un repaso mínimo por las reflexiones de Sara Ahmed sobre el uso político de las emociones en La política cultural de las emociones (UNAM, 2014) y en La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría (2019) resulta también imperativo. La autora afirma: “La felicidad es el modo en que llega a darse lo dado”. ¿Qué significa esto? Que no ajustarse a la felicidad supone una incomodidad. Ahmed propone que la pregunta por una definición de felicidad debe reemplazarse por otra: “¿Qué hace la felicidad?”. Si partimos del hecho de que “la felicidad es utilizada como una tecnología o un instrumento que posibilita la reorientación del deseo individual hacia el bien común. Ir con la corriente es seguirles la corriente a estos guiones de felicidad: ir con la corriente es mostrar la capacidad y disposición de expresar felicidad ante la proximidad de las cosas adecuadas”, de ahí surge la figura de la “aguafiestas”, desarrollada por la autora en diversos textos.

Para el caso de BOG25 resultan significativas las palabras con que se respondió a toda crítica a la bienal. En una bienal que apeló a los afectos como eslogan, ¿cuál sería entonces la respuesta emocional esperada de los aguafiestas? ¿Acaso la vergüenza? La relación entre felicidad y vergüenza también ha sido pensada por Ahmed. Al respecto, señala: “La vergüenza puede ser restauradora solo cuando el otro avergonzado puede mostrar que su fracaso para estar a la altura de un ideal social es temporal. La vergüenza nos liga a los otros en tanto nos vemos afectados por nuestro fracaso para ‘estar a la altura’ de esos otros, un fracaso que debe tener testigos y ser visto como temporal, si es que nos va a permitir reincorporarnos a la familia o la comunidad.” Esto significaría que solo quienes fueron capaces de gozarse la bienal —y demostrarlo mediante selfies y videos en redes— son bienvenides en la mesa.

¿Qué significa esto? Que las formas de la censura, entendidas desde el giro afectivo, muestran cómo las emociones afectan la esfera pública cuando las instituciones han decidido un modo específico en el que se supone que debemos sentirnos.

Gracias por el artículo que destaca la estrategia de comunicación de la actual Bienal de Bogotá con relación a los eventos anteriores. Un punto que había faltado analizar.
La fuerza de este texto, que ha sido bien capturado con el comentario de Isabel Cristina, es la relación entre el cambio de la función de la comunicación y el entramado de las emociones como agencia (¿imperativo?) de la misma (comunicación). En particular, la de la “felicidad” en la que se sostiene la apuesta curatorial de la Bienal.
A partir de los 90 el modelo clásico de la comunicación comenzó a erosionar. Se pasó de un paradigma de la transmisión a lo que algunos han llamado el vuelco afectivo. El objetivo ya no es informar, sino hacer sentir. La comunicación se convierte en una práctica estética y relacional, en la que la marca —o en este caso, la institución cultural— opera como un ambiente afectivo. En él, el participante (espectador, visitante o público) experimenta pertenencia, aspiración y reconocimiento.
Así, la comunicación curatorial ya no se limita a divulgar un contenido o un discurso, sino que produce atmósferas, gestiona intensidades y modela sensibilidades. Este desplazamiento sitúa a la Bienal no solo como plataforma de exhibición, sino como dispositivo afectivo en el que la emoción —en este caso, la “felicidad”— se convierte en un imperativo de participación y en el núcleo mismo de su política de visibilidad.