Katleen Vermeir & Ronny Heiremans, The Residence (a wager for the afterlife), 2012.
Ha cerrado sus puertas la más reciente edición de Manifesta (30.09.12), la bienal nómada o portátil si se quiere, que desde su primera edición se propuso circular por Europa como si fuera un circo de los de antes, siempre en busca de una nueva ciudad donde montar su extraordinario espectáculo. Por eso, por su ubicuidad, ha sido la bienal por excelencia de la bienalización, el ejemplo más diáfano del nomadismo que la bienalizacion ha compartido con la globalización. Manifesta ha sido la bienal siempre dispuesta a satisfacer el deseo de tantos países y ciudades europeas de incorporar una prestigiosa bienal de arte contemporáneo a su oferta cultural. De hecho yo he asistido a cuatro ediciones de la misma: una en San Sebastián, otra en el Trentino y el sur del Tirol, una tercera en Murcia y por último a esta última, celebrada en Genk, en la Bélgica flamenca, donde Manifesta, a contravía de su historial trashumante, ha tocado literalmente tierra. Y no es que antes no hubiera intentado compensar su carácter itinerante esforzándose por establecer diálogos e intercambios simbólicos con los territorios que la acogían, pero en esta oportunidad ha ido más lejos que nunca en esta direccion y literalmente se ha enterrado. El título elegido por un equipo curatorial encabezado por Cuauhtémoc Medina anticipaba la orientación hacia las profundidades: The Deep of the Modern, La profundidad de lo moderno, buscada por la bienal allí donde la modernidad buscó y halló su primera y principal fuente de energía: el carbón. Porque la primera revolución industrial, la revolución que por primera vez tuvo lugar en la Inglaterra de la segunda mitad del siglo xviii, es impensable sin el carbón que movió las máquinas de vapor y los altos hornos donde se fundieron el hierro y el acero con los que se construyeron dichas máquinas. Por esta razón floreció Genk, una pequeña ciudad belga que, como toda la región de Limburg de la que forma parte, estuvo dedicada a la minería del carbón a lo largo del siglo xix y primera mitad del siglo xx. Sin embargo, de aquella dedicación absorvente hoy apenas queda nada. Alguno que otro vestigio, como las enormes instalaciones de la mina Waterschei, abandonadas sin remedio durante décadas hasta que la bienal las eligió como la única sede de esta edición suya. Y cuya arquitectura fabril, aparejos y gigantescas grúas herrumbrosas fueron aprovechadas inteligentemente por Medina y su equipo para anclar firmemente laManifiesta en el territorio de Genk y en su historia. Que no es solo suya sino que es también una historia compartida con el resto de las regiones dedicadas a la minería del carbón durante la época de las revoluciones industriales de Europa y América. De hecho, una de las tres secciones de esta edición, la de Arte histórico precisamente, reunió un importante conjunto de pinturas y esculturas realizadas a caballo entre los siglos xix y xx dedicadas a reflejar o documentar el trabajo en las minas de carbón y la dura vida de los mineros, de sus mujeres y sus familias. Pero la curaduría hizo más y reinterpretó algunos de los hitos de la historia moderna en clave minera por decirlo de alguna manera. Por ejemplo, la instalación de sacos de carbón colgados del techo con la que Marcel Duchamp participó en la exposición surrealista de 1938 en Londres, reconstruida en una de las salas de Waterschei, ofrecía posibilidades renovadas de percepción e interpretación. Y la propia figura de Mies van der Rohe, el maestro por antonomasia de la más diáfana arquitectura del acero y el cristal, se enturbiaba cuando se le descubría en esta edición como el diseñador de la sección del Departamento de Minería del III Reich en la exposición Pueblo alemán- Trabajo alemán, realizada en Berlín en 1934.