Las dos carreteras que bordean las orillas del lago de Garda, en el norte de Italia, ofrecen unas vistas tan hermosas que cortan el aliento. El agua es intensamente azul, y las empinadas laderas de los Alpes, cubiertas de bosques, evocan a los paisajistas románticos y a esas viejas ensoñaciones donde la utopía de un mundo feliz asume los rasgos de lo sublime inaccesible. No es una casualidad que allí mismo, en el encantador pueblo de Saló, se estableciera la capital de la República Social Italiana: cuando era ya evidente que su guerra estaba perdida, los jerarcas nazifascistas decidieron pasar los últimos meses de la hecatombe en aquel paraíso remoto, a la sombra de las montañas incontaminadas que constituían el corazón recóndito y oscuro de Europa. Pier Paolo Pasolini lo interpretó de un modo admirable en Saló o los 120 días de Sodoma, su última película y la más amarga de sus metáforas políticas. Extraño país, pues, habitado por fantasmas históricos de poderosa intensidad. Hacia el norte, remontando el curso del río Adigio, se encuentra una antigua comarca industrial en la que nacieron algunos futuristas ilustres, como Fortunato Depero (de modo que no es cierta la contradicción entre el movimiento liderado por Marinetti y una atrasada Italia supuestamente campesina). Trento, la ciudad del célebre Concilio que impulsó la contraofensiva católica sobre el mundo protestante, está en el centro geográfico de la zona, y nadie puede negar su inmenso peso en la balanza de la historia universal. Más arriba todavía se halla Bolzano (o Bolzen), la capital del Alto Adigio o Tirol del Sur, según la óptica política que se adopte. Esta parte del mundo, austriaca para unos e italiana para otros, continúa siendo un punto rojo en el profuso mapa europeo de los conflictos fronterizos: sus idiomas nativos son el alemán y un raro derivado del latín hablado por unos pocos miles de personas, el ladino (distinto, obviamente, del castellano antiguo de los judíos sefarditas), y es frecuente encontrarse con personas que no saben el italiano…
Tenemos que hablar de todo ello porque no cabe poner en cuestión el acierto de haber elegido esta zona para albergar a la séptima edición de Manifesta, la ya famosa Bienal Europea de Arte Contemporáneo, sobre todo si se tienen en cuenta los objetivos implícitos en este evento artístico itinerante. No se han buscado hasta ahora las grandes capitales ni los centros consagrados sino sitios relativamente pequeños, fronterizos, o especialmente sensibles a la problemática trasnacional, como lo prueban las ediciones anteriores celebradas en Rotterdam (1996), Luxemburgo (1998), Ljubljana (2000), Frankfurt (2002), San Sebastián (2004) y Nicosia (2006; cancelada). La gran apuesta de esta ocasión, y un evidente salto adelante en toda la historia de las bienales de arte contemporáneo, ha sido la de adoptar como sede, no una ciudad como es lo habitual, sino una región entera, con varias exposiciones distintas pero complementarias distribuidas en cuatro centros poblacionales, en un área geográfica de unos 130 kilómetros, entre el lago de Garda y las proximidades de la frontera austriaca. Parece que los organizadores han pensado en un itinerario implícito, de norte a sur, que conduciría a los visitantes desde el mundo germánico hasta el latino, pasando por estadios geográficos intermedios, de hibridación cultural más o menos problemática.
¿Se piensa en el arte como un factor positivo de integración y disolución de los conflictos? No cabe negar que la creación contemporánea promocionada en estos eventos internacionales es políticamente correcta, y representa muy bien la ideología oficial de esta Europa, heredera de la Ilustración, humanitaria y bienpensante, pero que no sabe qué hacer con su pasado revolucionario ni con los baños de sangre a los que se ha entregado con exasperante periodicidad. No es casual que el prólogo de Manifesta 7 se encuentre en la entrada de Fortezza (Franzenfeste), un imponente recinto militar, de adusta piedra granítica, levantado por el imperio austriaco tras las guerras napoleónicas para defender el valle y evitar el paso hacia el norte de los hipotéticos ejércitos invasores. Hay que decir, sin embargo, que no fue usado en ninguna campaña ni pudo ponerse a prueba, por lo tanto, lo que nos parece un laberinto siniestro de dudosa eficacia militar. Es más bien una cárcel de soldados, el lugar ideal para mandar al destierro a un militar sin degradarlo expresamente. O el sitio perfecto para ocultar temporalmente el oro italiano que los nazis trasportaron en su huida hacia el norte, al final de la segunda guerra mundial. Pues bien, en el patio principal de ese recinto, y antes de penetrar en las salas de la Manifesta propiamente dicha, se ha colocado una escultura sonora y táctil de Timo Kahlen (Berlín 1966) que consiste en un alargado prisma metálico en cuyo interior bulle y vibra el sonido de un enjambre. Aunque se habla en el catálogo de la agresividad de las abejas enfurecidas y se pretende relacionarlo con el carácter bélico del lugar, creemos que debe darse a esta obra una interpretación completamente distinta: las abejas, trabajando de modo altruista por el bien común, son una alegoría de la sociedad humana y del mundo del arte en general; en el interior oscuro de su colmena elaboran desinteresadamente la cera y la miel con la que otros se nutrirán.
Tras esta “declaración de principios” los visitantes son invitados a pasar al interior del fuerte donde pueden visitar cinco proyecciones videográficas completamente silenciosas y una multitud de espacios abovedados, muy parecidos entre sí, en los cuales se escuchan (en inglés, italiano y alemán) los textos que han escrito para la ocasión diez escritores invitados por los comisarios. También hay en estas salas unas pocas obras visuales propiamente dichas (como los asientos diseñados por Martino Gamper, o la Climate Uchronia de Philippe Rahm que simula los efectos atmosféricos del mundo real al ser colocada ante una ventana), pero la pretensión básica es que percibamos este severo recinto como una gran escultura sonora penetrable. Nos hallaríamos, pues, ante un área de meditación, una especie de purga escética, antes de enfrentarnos con las cosas más cercanas a las artes plásticas propiamente dichas que se encuentran en las otras sedes, más al sur.
En la antigua fábrica de aluminio de Bolzano se ha montado la exposición “El resto del ahora”, articulada por Raqs Media Collective, un equipo curatorial de origen hindú. Tras la experiencia de abandono y soledad propuesta en Fortezza, parece lógico que los organizadores se interroguen por lo que ha quedado de nuestro pasado, por lo que puede utilizarse todavía de entre los desechos de la historia. La bellísima ruina industrial en la que se aloja la muestra pretende ser el marco para una nueva declaración de principios: frente a la pretensión de la ideología olímpica (asumida en su tiempo por los futuristas) de ir cada vez citius, altius, fortius (más rápido, más alto, más fuerte), se propone la alternativa del activista ecologista Alexander Langer, nacido también en este Tirol del Sur, de una nueva trinidad de virtudes: lentius, suavius, profundius (más lento, más suave, más profundo). Algunas de las obras expuestas parecen responder bien a estas intenciones como ocurre, al menos, en los tres casos siguientes: el británico Matthew Fuller regala semillas de las hierbas silvestres que crecen en el antiguo solar de St. George’s Hill, que es donde estuvo la primera tierra comunal de la Revolución Inglesa de 1649, y con ellas ha plantado un huertecito a la entrada de la fábrica ex-alumix (Digger Barley, se titula esta pieza, destinada a propagarse por todo el mundo gracias a los sobres de semillas que recogemos allí); el madrileño Jorge Otero-Pailos presenta la creación más espectacular de toda esta Manifesta con The Ethics of Dust, una enorme pantalla compuesta por muchas láminas de látex con las que se ha sacado “el molde” de la suciedad acumulada en una pared de esa misma fábrica de aluminio, que había permanecido sin limpiar desde su construcción en la época de Mussolini; el grupo Piratbyran (The Bureau of Piracy) ha dejado en la nave de la exposición el autobús en el que viajaron desde Suecia hasta Bolzano, con todos los restos de su taller itinerante, centrado en las prácticas subversivas contra esas leyes del copyright que tanto daño están causando a la libre circulación del arte y de las ideas.
No son éstas, naturalmente, las únicas obras interesantes presentes en ese lugar: la muñeca rusa alterada titulada Chernobyl, del barcelonés Jaime Pitarch, posee un agudo y agrio sentido del humor; el gran depósito de agua con los graffitis urbanos del polaco M-city adquiere una dimensión épica comparable, casi, a la de las grandes pinturas murales del renacimiento y del barroco; Nikolaus Hirsch y Michael Müller presentan su propuesta de trabajo híbrido entre escuela, centro comunitario y galería, con un atractivo espacio-escultura a base de cajones apilables de aglomerado.
Trento, en el centro de la región, acoge el corazón de esta Manifesta (o su “espíritu”), con una exposición a cargo de Anselm Franke e Hila Peleg titulada “El alma, o de las muchas penalidades en el transporte de las almas”. Se ha instalado en el Palacio de Correos, un hermoso edificio racionalista de la época mossoliniana, cuya función como distribuidor de noticias e informaciones (íntimas en su inmensa mayoría) les ha parecido a los comisarios sumamente adecuada para desplegar su argumento: se trata de ofrecer “representaciones de la interioridad”, exploraciones de la subjetividad, de lo muy personal y de lo inexplicable. Parten de una disposición del Concilio de Trento, que dictaminó la necesidad de confesar los deseos y las fantasías y no sólo los pecados efectivamente cometidos, lo cual habría sido decisivo para la interiorización del poder en la historia moderna. Es un argumento muy sugestivo que ha dado pie a una muestra agradable de ver, en salas más pequeñas que las de los otros edificios industriales. Todo tiene un aire recoleto, de gabinete, con cinco museos en miniatura (destaca, en nuestra opinión, el Museum of Projective Personality Testing, con la correcta reevaluación en el universo del arte de pruebas psicológicas como el test ideado por Roschach en 1921) y una multitud de obras de variada naturaleza: dibujos, pinturas abstractas como las de Bernd Ribbeck (que recuerdan algo a los espiritualistas de la vanguardia histórica como Klee, Kandinsky o Kupka) y numerosos videos metafísicos, como los del valenciano Javier Téllez (Perfetta Letizia, una parábola franciscana), o los del canadiense Althea Thauberger jugando con las leyendas ladinas de la muerte.
Lo incierto y la duda: éste es el asunto que suscitan los monos sentados sobre pilas de libros, meditando sobre calaveras humanas, que ha presentado Klaus Weber con Shape of the Ape, y también el de otro trabajo, muy alejado de éste, aparentemente, como es el del norteamericano Beth Campbell con Following Room. Se trata de una serie de objetos domésticos idénticos dispuestos en un ámbito cerrado, en el centro de la sala, de modo tal que el espectador los cree reflejados en espejos inexistentes. Estamos en el universo del trampantojo, pero el hecho de que aquí sea efectivamente real lo que nos parece meramente ilusorio invierte los términos del arte tradicional dando la vuelta al viejo calcetín de la mímesis. Es una superación de la “composición de lugar” al estilo ignaciano (una operación de gran importancia para la historia del arte, reactivada, como sabemos, gracias al Concilio de Trento).
Pero el alma se escapa por todas partes, y de ahí que sea éste el más difícilmente aprehensible de todos los argumentos curatoriales. Tampoco es fácil de articular con obras concretas el discurso de Roveretto, a cargo de Adam Budak, con un título arrebatado al filósofo Ernst Bloch: “El principio esperanza”. Como es la exposición con la que finaliza el recorrido de esta Manifesta, parece natural que se planteen algunas preguntas fascinantes: “¿Cómo representamos un horizonte de futuros sostenibles? ¿Cómo imaginamos su imposible arquitectura?” La esperanza aparece como un concepto híbrido, un mediador entre la teoría y la práctica. “Ofrece un susurro crítico, no un pronunciamiento radical, expresado en la gramática de lo muy esperado inminente”. Si se hubiera pretendido una fidelidad total al pensamiento de Bloch se habría admitido que casi todo el arte, del pasado y del presente, entra dentro del “principio esperanza”, pero en la tentativa de refinar la idea se han seleccionado algunos artistas que parecen responder mejor a los requerimientos del argumento. La antigua Fábrica de Tabaco acoge, pues, la obra de gente como el portugués Ricardo Jacinto que nos hace pesar unos treinta y cinco kilos menos cuando nos colgamos de los globos negros inflados con helio que ha colocado en el gran patio central. También responden al programa general los trabajos del francés Didier Fiuza Faustino con sus utensilios subversivos titulados Corpus delicti, así como los de Igor Eskinja, que hace delicadísimas alfombras con dibujos geométricos obtenidos con el polvo depositado sobre el suelo mismo del espacio de arte.
Pero casi todo en esta sede de Roveretto es demasiado metafórico, leve e impalpable. El mensaje político aparece muy amortiguado por una multitud de micropropuestas heterogéneas. Las obras son más bien pobres, como si se estuviera emitiendo el mensaje de que ha finalizado la era del derroche y que ha llegado el momento de la introspección creativa y de la extensión efectiva del arte, cosas éstas que sólo parecen factibles cuando a la ausencia de espectacularidad se le añaden la diversidad creativa y la aniquilación de las jerarquías.
Y esto vale, en términos generales, para el conjunto de Manifesta 7, una bienal desconcertante y agridulce que suscita sentimientos intensamente contrapuestos. Sus sedes están demasiado lejos para algunos de nosotros, y no nos gusta que un viaje tan largo y costoso obtenga el triste premio de contemplar muchas obras menores, voluntariosos ejercicios escolares sobre los asuntos del día, siguiendo a rajatabla la previsible ideología oficial de la nueva Europa: sentimentalismo etnológico, vagos lamentos por las injusticias y desajustes de la deslocalización empresarial y de la inmigración, anticomunismo de manual, reflexiones banales sobre la identidad, algunos juegos con la percepción visual, bromas privadas sobre las autobiografías de los propios artistas, etc. Hay algunas buenas excepciones, cierto, pero el tono general es apagado, más bien mediocre. ¿Representa esto la situación real del arte en la Europa del 2008? ¿Está nuestro viejo continente artísticamente tan anémico? No lo creemos: todos los países cuentan con muchos y excelente creadores y no es difícil imaginar una bienal plagada de cosas geniales que no decepcionara al viajero ansioso por encontrarse con la excelencia del gran arte.
Pero es esto, precisamente, lo que parece haberse querido evitar. El argumento curatorial nos parece muy brillante e inspirado, así como las estrategias geopolíticas que subyacen en la elección de los lugares. Pero la estupenda articulación teórica de los discursos no ha sabido materializarse en las exposiciones propiamente dichas: muchas obras parecen llevadas allí por los pelos y nos son pocos los casos en los que adivinamos, tras esas elecciones, una casi total arbitrariedad. Es verdad que simpatizamos con la intención de exaltar una cierta pobreza (iba a decir franciscana) de carácter postindustrial, pero no nos gusta el tufillo protestante que subyace en la ideología de algunos curadores de arte contemporáneo: su incapacidad de ver y de disfrutar con los sentidos tiene algo de disciplina flagelante, de castigo preventivo a las debilidades e la carne. Se olvidan, vaya por Dios, de que esa pulsión penitente no está en sintonía con aquel Concilio de Trento que abrió las puertas a todas las suntuosidades del barroco católico. Quizá hubiera sido distinto todo esto si, en vez de pensar el recorrido para los europeos del norte, se hubiera hecho para quienes vienen desde el sur. Se diría, en fin, que en esta Manifesta 7 ha prevalecido el fantasma de Saló: delectación en un escenario prodigioso y cierto desinterés por todo lo demás. La verdad es que no es fácil distinguir dónde están las almas, cuáles son los restos aprovechables de los naufragios de la historia, ni por dónde se asoma la esperanza.
Juan Antonio Ramírez
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