Hace pocos días, mientras revisaba los documentos de una charla sobre “prohibición o uso seguro del asbesto”, hubo un momento de opacidad al comparar algunos informes científicos, porque a medida que avanzaba en sus lecturas los documentos se contradecían. Fue inevitable pensar en los condicionamientos sociales que producen a la ciencia y el arte, y cavilé en la capacidad de este último para estimular sus transferencias, comparando los informes ya mencionados ¿Era posible que un informe científico falso tuviera eco en la sociedad? Si la comunidad científica se pronunciaba diciendo que los informes falsos eran falsos ¿por qué seguían deambulando estos informes como verdades ciertas en contextos políticos donde se toman decisiones sobre salud pública? Ahí encontré una dimensión simbólica que circula por estos escenarios políticos, cuando son intervenidos por intereses económicos mediante ficciones científicas.
Existe algo que podríamos denominar como una esencia “letal” de la técnica, lo que provoca que su “todo es posible” instale con efectividad, es decir, opere, si no lo imposible al menos lo impensable – dice Lacoue-Labarthe[1] (el exterminio, la manipulación genética, el racismo, las temperaturas altas en los océanos, la destrucción de la capa de ozono, la desertización de las regiones semiáridas, la extinción de especies de animales, la sobre pesca, el aumento de la toxicidad en el medio ambiente, la puesta en riesgo de las fuentes hídricas, la contaminación radioactiva electromagnética, los experimentos con transgénicos y otro tipo de barbaries – diría).
En el arte concurre un momento del “saber hacer” que lo asocia con la técnica. El arte como técnica podría encarnar el lado positivo que instala lo impensable, para convertirse en un instrumento que libera del dolor y la muerte. La técnica implica un trayecto evolutivo que la va perfeccionando a sí misma, hasta alcanzar la maestría, el virtuosismo, una premisa que se emparenta con la idea de progreso, y que desarrollada hasta sus últimas consecuencias, puede llegar a activar el fenómeno que señala Lacoue-Labarthe.
El concepto de progreso en occidente es el camino que señala la perfección de la técnica y que haya eco histórico en el arte. Este arte indaga, escudriña, ensaya, transforma y comete errores, desarrolla fórmulas y especula en el taller del artista, hasta encontrar los secretos de un mundo que habla mediante el acto creativo y sus medios de expresión, amparados en la autosuficiencia que desata la técnica. En su virtud estaría un embrión de la ciencia; el método y la discernibilidad de lo ininteligible.
Mientras el museo es una vitrina que celebra la inventiva humana, simboliza la libertad, la tolerancia hacia la diversidad y la capacidad de experimentación y transgresión, llegando a ser incluso, un espacio para desafiar la norma y la convención social –dice Andrea Fraser refiriéndose a su reciente proyecto en el museo Whitney de NYC; la fábrica hace parte del dispositivo de la sociedad disciplinaria –según Foucault- al igual que la prisión, el manicomio, el asilo, etc. La fábrica es el laboratorio de las prácticas productivas mediante un recorte de la libertad del sujeto devenido en asalariado.
Como una extensión de las relaciones económicas que se establecen entre ellos, el museo construye las ficciones que legitiman el comportamiento bárbaro de la fábrica, mediante una producción de sentido que se instala al otro lado de la dimensión represiva que moldea la fábrica. La fábrica produce objetos para el consumo material, el museo objetos para el consumo inmaterial, y entre ellos parece existir una delicada línea que los une, bajo la modalidad del control institucional que no es más que el reflejo del control económico que ejercen los aparatos de poder concentrados en pocas manos. El sujeto de poder es el mismo que interviene y opera en estos dos escenarios: la fábrica y el museo.
Si la división social del trabajo instala al obrero en la parte baja de la pirámide, con su centro de operaciones en la fábrica, la división social del ocio instala al artista en la parte baja de la pirámide, con su centro de exhibición en el museo.
La fábrica produce capital económico, el museo capital cultural. El museo, para producir capital cultural, depende del capital económico que proveen las prácticas productivas, contenidas en la fábrica, y esta para adelantar sus procesos, instala la técnica, que en algunos casos, resulta letal. El trabajador que muere de mesotelioma es un claro ejemplo.
El flujo de capital económico devenido en capital cultural supone una transacción desprovista de relaciones directas. El donante se invisibiliza y casi que no figura de forma activa. El gesto de filantropía cultural inmuniza al capital económico de cualquier sospecha. Es dinero limpio, dicen los puristas, generando una exención ética frente a los ataques de los insufribles moralistas de turno, replican los palcos abarrotados de artistas, respirando ellos con tranquilidad.
La autonomía experimental recibe su garantía económica: eres libre de criticar señor artista, dice el gesto filantrópico. ¿Es en verdad libre la crítica que ejerce el arte? En un mercado de pocos compradores, la figura monopsónica y oligopsónica es el primer enemigo de la libertad artística, porque esta termina dictando una influencia definitiva sobre qué se produce, dónde se produce, quién se lleva la mejor tajada de los beneficios y qué consumen los espectadores.[2]
Gracias al mercado del arte, el capital cultural deviene de nuevo en capital económico, configurando de esta manera un ciclo. Fábrica, capital económico, museo, capital cultural, mercado, capital económico de nuevo, fábrica. En otros casos, el ciclo contempla interrupciones del flujo, mediante el coleccionismo que se traduce en otra distinción del capital cultural: prestigio social.
Tenemos entonces tres ejes, que son capital económico, capital social y capital cultural, elementos estos de la teoría Bourdieana, y dispositivos de una red de control institucional.
El componente letal de la técnica a que hace referencia Lacoue-Labarthe, tendría su expresión en el pulmón del trabajador a través de una enfermedad relacionada con el asbesto, que se puede contrastar con un momento vivificador de la técnica expresada en el arte.
El momento filantrópico es una bocanada de aire puro que ingresa a los pulmones de las prácticas artísticas por medio de la institución museal, como receptor del capital económico que estabiliza su sistema. Una mutación positiva del excedente monetario que generan las prácticas productivas de la fábrica, pero que es el revés de una misma moneda, concluye la Fraser, en cuanto a las relaciones que ella define entre prisión y museo, para referirse a la creciente polarización de la sociedad estadounidense donde la vida pública y las instituciones que la definen, están claramente divididas por razones de clase, raza y geografía.
LAS FÁBULAS DEL CAPITAL EN EL ORIGEN DE LA OBRA DE ARTE
La ficción y la dimensión simbólica, la producción de imágenes, la ejecución de la ilusión en favor de un mundo absolutamente económico, la puesta en circulación de mitologías juiciosamente elaboradas en el laboratorio, el uso de nuevas tecnologías visuales que ayudan en los diagnósticos, el lenguaje creativo de los abogados para ocultar evidencias, los cálculos a sangre fría que convierten las relaciones humanas en números que matan a la gente, la fe que ponemos en las mentiras que nos dicen los gobiernos y sus ministros de economía, esas particularidades del engaño tan propias de la naturaleza humana disfrazadas de clarividencia cotidiana, todas y muchas más son meras expresiones de la ficción que circula en el espacio social, dándole estructura a la realidad objetiva, esa misma realidad que los artistas buscan afectar por medio de sus mercancías sensibles, sus señalamientos ingeniosos y sus premisas arbitrarias.
¿Existe espacio para que el artista intervenga esa realidad directa o la tradición de su actividad lo condena a las ficciones privadas que elabora en sus prácticas artísticas? De esta manera la pulsión de su profesión queda circunscrita a deambular por entre la galería, la feria y el museo, para configurar así la imposibilidad de una vida financiera por fuera del sistema artístico, e instalar de esta forma, la primera condición que regula su capacidad crítica: la dependencia económica. Ausente de crítica, el arte se vuelve un supermercado de productos para el entretenimiento espiritual.
Cuando se piensa demasiado cómo es este mundo y más allá de entenderlo, cuando nos preguntamos por la manera en que se instalan los mecanismos de poder a través de la telaraña de intereses institucionales que los guían, la fábrica y el museo aparecen como una metáfora adecuada para adelantar tal reflexión.
Las perpetuas relaciones entre arte y economía siempre definen –en apariencia- dos dimensiones completamente separadas. Los contenidos del arte no tienen ninguna relación con su valor económico, por eso es un mercado tan arbitrario, sin embargo, un análisis de las negociaciones económicas entre arte e instituciones mediadoras del mercado artístico (la galería, la feria, la casa de subasta, el museo, etc.) reflejaría unas tensiones que podrían sacar a la luz pública, los filtros que definen la conversión del artista en superstar a partir de su triunfo mercantil; y esto tiene que ver con la imposición y transacción del gusto que termina dominando. Si las vanguardias artísticas fueron el laboratorio experimental de lo posible en manos del productor primario en cuanto al gusto se refiere, la contemporaneidad es el laboratorio que restablece la propiedad sobre el dominio de los valores de gusto a las elites que determinan el mercado, siendo estas elites las mismas que controlan el universo económico, como reflejo condicionado del triunfo que ha significado el capitalismo radical de los últimos 35 años.
En las vanguardias históricas el gusto del artista imponía transformaciones al gusto burgués; hoy en día, en plena contemporaneidad, son las condiciones macro sociales del gusto las que determinan el valor de la obra de arte y su ingreso al espacio de la distinción. No hay que ser mago para imaginar quienes determinan esas condiciones macro sociales atadas al flujo del gran capital económico, y la enorme capacidad de desestabilizar todo intento que pretenda desafiar ese monopolio del gusto que detentan mediante el control institucional.
Incluso si hablamos del ingreso de la violencia al museo, ese objeto feo e incómodo que algunos seudo revolucionarios se dieron a la tarea de poner en el centro social del arte para disfrute de las masas y sus amos, -las idiosincrasias locales y globales propietarias del buen gusto- eso sí, previa limpieza total de las razones objetivas que la suscitan para transformarlos en objetos asépticos, limpios y completamente inocuos, es decir, rezumantes de la estética del buen gusto dominante para que no incomoden sino que se adapten al nuevo decorativismo contemporáneo de las mentes que lo producen y las refinadas inteligencias que lo digieren a mordiscos, mientras giran gruesas sumas de dinero.
El microorganismo de la violencia es llevado al museo, pero el resto debe quedar por fuera: los generales de la violencia, ya sean políticos, empresarios o militares, no pueden ser nombrados: es una regla de oro que el artista debe respetar, de lo contrario caerá en el mal gusto de nombrar las cosas por su nombre. Ese organismo aislado, limpio, sumergido en decol y convertido en obra de arte resume la gran tragedia de la violencia violentada por segunda vez y convertida en objeto de consumo mediante los artilugios del arte contemporáneo. La violencia ya no pasa por los campos ni se define en las mansiones de los matones de turno, la violencia está en el museo para que todos podamos entenderla mejor. He ahí la gran virtud del arte y por ello su importancia social como mecanismo para regular el disenso simbólico, si de retomar su lado cínico se trata.
La obra de arte no soluciona los problemas de la violencia se repite ad nauseam, sino los enmascara y de esta manera introduce una metafísica del poder a la metafísica del arte que reflexiona sobre los aspectos físicos de los problemas de la violencia, o al menos, extrae de ahí sus insumos. De nuevo, la confluencia de intereses, la perversa lógica del control institucional.
En la traducción que hace de la violencia, el artista político desplaza los significados que la causan hacia una metafísica que los representa para invisibilizarlos de nuevo y ajustarse a las formas que utiliza la metafísica del poder, su operatividad disimulada, imperceptible, que no aparece pero siempre está presente, y así el arte político altera los códigos que quiere evidenciar sin traicionarlos –dejaría de ser un mediador social y un intérprete de su época- pero con esta maniobra, termina derivando a un lugar en donde la interpretación de la violencia que hace se ajusta a la metafísica del poder, cumpliendo su papel como subordinado del capital en la división social del ocio.
El teatro de representaciones en que se convierte el museo se parece al teatro de representaciones que pone en marcha la fábrica: la sustancia peligrosa, ya sea violencia para el artista político o enfermedad para el médico ocupacional, puede ser normativizada, controlada, es decir, no existe, es una falacia de los enemigos del progreso y del arte contemporáneo, contrariando todas las bondades sociales que ello puede traer: más trabajo, más productividad en el caso de la fábrica, más conocimiento sensible disgregado al grueso de la sociedad, mejor comprensión de las identidades violentas para tratar nuestras desgracias, etc., en el caso del museo.
Nombrar lo innombrable cuando lo innombrable tiene nombre para no decir el nombre, he ahí la deriva metafórica convertida en ficción política del arte contemporáneo, ficción esta indudablemente negativa, pero que es del mayor interés para los inversionistas del arte y que garantiza la metafísica del poder político del arte: moldear a la sociedad no para cambiarla sino para plegarla a los intereses de sus amos.
Los artistas tratan los problemas del mundo y de ahí extraen verdades sensibles que nos ayudan a ser mejores seres humanos –reza la vieja prédica, y de esta forma, se garantiza que la ruleta económica del mercado del arte no se detenga sino todo lo contario, crezca, infinitamente, como todo mercado debe hacerlo para subsistir, más aun cuando este hace parte de monopolios donde prácticas productivas y prácticas artísticas confluyen como candado perfecto del control disciplinario.
Guillermo Villamizar
La Candelaria, Bogotá.
Notas
[1] Lacoue-Labarthe, Philippe. La ficción de lo político. Arena Libros. 2002. Págs 90
[2] Chang, Ha-Joon. Economía para el 99% de la población. Penguin Ramdon House. 2016. Pág 48.
Créditos:
foto: Proyecto Anapoleim
http://www.jardindeartista.blogspot.com.co Con el apoyo de la Maestría en Estética y Creación. Universidad Tecnológica de Pereira.
director: Oscar Salamanca