Lanzamiento del libro Fe y alegría. Leonardo Herrera, Editorial Salvaje. NADA, 12 de noviembre de 2015. Bogotá. fotografía: Andrea Triana.
Antes de facebook la gente que estaba en la adolescencia hacía listas de sus estados de ánimo, apetencias sexuales o afinidades musicales. Ahora no, o menos o no por escrito. En el colegio uno llenaba cuadernos que pasaban de mano en mano, olían a sudor, banano y plastilina (aroma escolar), donde se preguntaba de todo y siempre se empezaban a leer en la página que listaba a los tipos y las damas más apreciados por su belleza. A los que nos iba más o menos (es decir, mal) nos tocaba buscar novia en esos lugares. Yo prefería a las mayores. Básicamente, las que ya habían ingresado a la universidad. Por supuesto, viví una adolescencia casi absolutamente solitaria.
Arrebatos de sinceridad como este son provocados por la lectura empática de un libro como Fé y alegría, de Leonardo Herrera y presentado por Salvaje, editorial bogotana de reciente aparición. A medida que se avanza en él, es posible identificar una buena obra de arte como aquellas que despiertan las ganas de la imitación. En él, Herrera vuelve sobre un método de trabajo que ha explorado en varias ocasiones: elaborar proyectos de larga duración autobiográficos, pero atravesados de sinceridad para no parecer:
- a) pretensiosos
- b) atosigantes
- c) historias yo-y-mi-familia
- d) aburridos.
Capítulos como “Quise ser y no fui” (recuento de fracasos), “Libros que detesto” (declaración de odio por la literatura popular), “Cagadas con borracheras” (greatests hits de daños y proezas con o sin carro), “Gente con la que he hablado una vez” (casi todos divas malacarosas del arte local y exóticos gestores europeos de ONGs de arte contemporáneo hiperfinanciadas), “Palabras que no puedo pronunciar” (renuncias fonéticas académicas), conforman algunas de las listas más atractivas. Sobre todo por su manejo de la economía de la seriedad: dosis calculadas de chistes, burlas, confesiones y homenajes. De otra parte, en casi todas se respira un hastío típico de persona madura y, por lo mismo, desesperanzada. Y ello no deja de despertar temor. Gracias al ejercicio de proyección que uno suele establecer cuando lee textos escritos en primera persona, también empieza a localizar sus propios hechos cotidianos dentro de los ejes temáticos que propone el autor. Y entonces, más que imitar, se pasa a recordar (El arrebato de sinceridad mencionado más arriba). A sentirse triste o feliz. A sentir lástima de sí mismo, o no. O a construir equivalencias: el autor viaja y yo no, sabe manejar y yo no, ha peleado con sus amigos y yo no, se ha implicado en la tarea de la autodestrucción y yo no. La comparación como mecanismo de defensa.
Antes de que facebook y el boom del arte contemporáneo arrasaran con aspiraciones, emoción y humor en el campo local, había autores como Leonardo Herrera, que apelaban al recurso de hablar de sí mismos con tranquilidad. No de las obras que habían logrado vender, ni de las ferias que habían conocido, ni de las personas que les ningunearon en fiestas donde nadie les invitó. Quizá por esto, por el descarte del exitismo, las listas de Herrera retornan a la ironía para volver a contemplarla como recurso de conversación. Para aderezar debates o sofisticar los deseos de burlarse de uno mismo y de los demás. Antes de facebook y del boom del arte, la gente se reía más de sí y más entre sí. Ahora no hay listas, nos reímos casi siempre solo de los demás y no soportamos un auscultamiento verdadero. Más sociales y desmemoriados sobre nuestra propia vida. ¡Que retornen las listas! O, como lo dice mucho mejor Gabriel Mejía en la presentación del evento:
“[hacer listas para recordar] cosas que tal vez sería mejor olvidar. Sin censura ni político-correctismos […] una colección, a veces infame de desencuentros, andenes buenos y malos, noches largas y pesadillas; también de nombres propios y de apodos adolescentes. Todo girando alrededor de esas risitas que dan cuando uno es cómplice, cuando uno sabe que también la «ha cagado».”
–Guillermo Vanegas