El país se derrumba, y nosotros, de rumba.
El tipo cojeaba, un poco contrahecho, y se le veía habitualmente en cuanto coctel hubiera: no se perdía un lanzamiento editorial ni las exposiciones de la Gilberto Alzate, a donde iba a hacer lobby, saludando a todo el mundo y prometiéndoles a todos que pronto se editaría por fin su nuevo libro de poemas. También se lo encontraba uno por ahí, sentado en un andén, despeinado y más bien sucio, con el aliento agrio y había que hacerle el quite, porque solía estar borracho o enguayabado, y era difícil sacárselo de encima sin tener que darle plata o gastarle una coca-cola.
El tipo andaba siempre con algún libro bajo el brazo: podía ser Rilke o Mallarme, aunque no le faltaba su Balzac o algún Coleridge por ahí. Uno siempre se preguntaba qué era ese hombre, cómo se llamaba y si era un indigente. Sin embargo, sus constantes promesas de poesía en eventos sociales de la más rancia cachaquería lo dejaban a uno con la duda.
El tipo, según parece, es un poeta. Uno de esos que viven rodeados de meseros y mendigos; una figura rara que opone a su andar chueco y a la mugre pegada a su chaqueta de paño un ramillete de sonetos y cosas de esas que los poetas escriben.
Alguna vez vi que, en el periódico, alguien había escrito sobre él, en términos similares a los que hoy lo hago yo.
Pero no estoy aquí para hablar de ese tipo que se la pasa entre copas, libros y andenes. Aunque me intriga esa especie de despropósito que debe ser su vida, dejada a la mano de Dios y a la oferta cultural de una ciudad en la que cada vez es más difícil emborracharse gratis.
(Continuará…)
El Bodegón (modernidad y sociales)
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