En Abu Dabi y en Dubai, pero también en la capital mexicana, las grandes fortunas de nuestro tiempo encuentran en la creación de museos uno de los refugios preferidos para sus tesoros artísticos. Dos modelos culturales a partir de diversos enfoques.
En medio de la mayor escalada de protestas que pueden decidir la victoria o derrota total del cambio político en Oriente Próximo, a los emires de Dubai y Abu Dabi les sigue resultando comprensible que el Estado, encarnado por ellos mismos como promotores de impresionantes equipamientos culturales, pistas de esquí artificiales y resorts de lujo, asuma todo el peso y control de la sociedad, con el coto o aniquilación de las libertades que se producen en una economía basada en el petrodólar y una disciplina religiosa que reserva a los hombres un tratamiento preferencial, manteniendo a raya a las mujeres y a las clases deprimidas. Los jeques sunníes del golfo Pérsico no pueden vivir sin la religión, pero al no encontrar en ella lo que buscaban han decidido abrazar una mucho más poderosa, que no exige sufrimiento ni sensibilidad y que es capaz de crear kilométricos campos de golf en medio de los arenales yermos, babélicos rascacielos que rompen las leyes de la naturaleza y ciudades sostenibles que la protegen. Si Roma o Viena pudieron ser infames y gloriosas, Abu Dabi y Dubai empiezan a acaparar también expresiones extremas: rehechas de la nada, las dos monarquías más importantes de los Emiratos Árabes Unidos son hoy el fresco arcaico-futurista de un no lugar, el escenario de febril metamorfosis que obliga al foráneo a preguntarse si detrás de esa insustancial, ahistórica y brillante ficción existe una esencia de la vida y la cultura. De momento, no. En los EAU, la distancia entre la vida y su significado es la conciencia de su ausencia, unpotemkinismo vacío e indiferente envuelto en una aparente paz y custodiado en la caja fuerte de un Estado que presume de su condición de paraíso fiscal.
Frente a la reja del versallesco palacio de una de las esposas del emir Rashid al Maktoum, una pareja de pavos reales inicia su danza nupcial. La primavera es, en el mes de marzo, un avanzado verano, y un viento cálido revestido de fina arena da vueltas como un nómada por la kasbah. La comitiva real atraviesa la magnífica puerta ateniense, coronada por una cuadriga bañada en oro, rumbo a la feria de arte más importante del mundo árabe, que se celebrará en el hall del hotel Madinat Jumeirah de Dubai, frente al Burj al Arab, un sietestrellas con forma de vela que parece estar a punto de romper con su mástil un falso horizonte azul, mimetizado en un «show de Truman». En la quinta edición de este evento todo es abstracto, en la más pura tradición de la iconoclastia musulmana, de manera que es difícil adivinar en qué tipo de feria estamos: creada con el dinero de la familia del emirato, alberga 82 galerías de 34 países, con la peculiaridad de que «dedica» un día a la mujer (y la consiguiente prohibición de entrada a los hombres). ¿Discriminación positiva? Se trata, más bien, de la retórica de afirmación de un sistema abominable que no solo no rompe un escudo represivo sino que lo refuerza. El resto del año, las mujeres siguen sin tener rostro ni poder de decisión en el espacio público.
El acontecimiento más importante de la feria de arte de Dubai es la concesión del Premio Abraaj, el mejor dotado del mundo (un millón de dólares) destinado a la producción de cinco obras de artistas del norte de África, Oriente Próximo e India. Hace años que Christie’s y Sotheby’s apostaron por este mercado en expansión, pero desde el crash de 2008 las cosas han cambiado sustancialmente; las casas de subastas tienen hoy un papel más bien testimonial, mientras la feria de arte parece estar pagando su tributo a la fugacidad terrena del capital. Lo cierto es que los precios de las obras -la mayoría de autores de la región, con trabajos tímidamente políticos o muy decorativos- son asequibles, aunque muchos galeristas se quejaban del poco negocio, contradiciendo las alegres declaraciones oficiales que afirmaban que Dubai sería, por fin, la nueva competidora de Basel. Mientras, en el downtown, inauguraban las galerías del distrito DIFC: Arspace, The Farjam Collection, Ayyam Gallery, Cuadro Fine Art y Empty Quarter. Arte muy comercial en espacios envidiables. Con todo, en aquel ilusorio passe-partout era evidente el interés de los emires por la creación de un patrimonio cultural propio, al que se sumarán en muy pocos años las colecciones de expatriados de alto nivel cultural establecidos en estas tierras, también patrocinadores de la feria, como la india Smita Prabhakar, la kuwaití Samina Saleh, el matrimonio iraní Salsali y el holandés Kito de Boer, con su singular colección de arte indio.
A poco más de treinta kilómetros, el vecino Sharjah inauguraba la X Bienal de Arte, auspiciada por las familias reales, mientras el Consejo de Seguridad del Golfo (CSG), integrado por Arabia Saudí y los siete emiratos, enviaba tropas de ayuda al Gobierno de Bahrein para sofocar las revueltas de miles de personas que reclamaban democracia y dignidad. Se podría decir que las tibias manifestaciones artísticas contra la represión en países como Egipto, Yemen o Libia que se podían ver en los diferentes enclaves de la bienal parecían oportunistas, estetizadas o fuera de lugar.
Comisariada por Suzanne Cotter y Rasha Salti, la bienal se presenta como una plataforma -un plató- con 200 obras (entre cine, vídeo, performance, pintura, escultura, fotografía) para articular una trama fílmica, a partir de las narraciones de 76 autores nacidos o residentes en los países de la región, a los que se suman otras de autores europeos y americanos. Para Cotter, comisaria del Guggenheim Abu Dabi, la bienal podría servir de banco de pruebas para armar la colección de arte de Oriente Próximo de la franquicia americana. Pero la crisis ha golpeado también al riquísimo emirato -Abu Dabi posee el diez por ciento de las reservas mundiales de petróleo-: los trabajos de construcción de la isla de los museos en Saadiyat (isla de la felicidad), con el Louvre de Jean Nouvel, la Ópera de Zaha Hadid, el Guggenheim de Gehry, el Museo Marítimo de Tadao Ando y el British Museum de Norman Foster, no tienen todavía fecha de conclusión (se preveía para 2012). Hace un par de semanas, el artista libanés Walid Raad, que tiene varias obras en Sharjah, lanzó un boicot junto a 130 artistas, escritores y comisarios contra la fundación Guggenheim, como denuncia de las condiciones de precariedad y explotación de los obreros inmigrantes que trabajan en el complejo museístico. «La bienal de Sharjah tiene mucho que decir sobre esto -explica Raad- y también su comisaria, responsable del nuevo Guggenheim». Isla de la felicidad, sí, pero ¿para quién?
Hasta hace tres décadas, la única riqueza de las tribus asentadas en esta región del golfo era el comercio de perlas y la cría de halcones. El petróleo arrancó a los emiratís de su sencilla vida entre camellos y jaimas. En menos de diez años, los jeques han transformado la orografía de estas costas, con proyectos faraónicos como el Palm Jumeirah o The World, un archipiélago artificial compuesto por 300 islas dispuestas en forma de mapamundi, que albergará lujosos resorts. Hoy, este proyecto no solo está parado por la recesión económica, la naturaleza también ha desencadenado su venganza contra las patologías que destila cierto orden social: a partir de unas fotografías aéreas se ha podido comprobar que el mar está desfigurando el complejo, deshaciendo las islas. La pregunta es si la vecina isla de la Palmera -donde viven los hombres de negocio, coleccionistas de arte y de automóviles Rolls Royce-, con su estructura artificial de arena, podrá soportar el peso de los grandes complejos y hoteles ya construidos. O se hundirá para siempre en el mar, como un acorazado, bajo el peso de su saturada riqueza.
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Angela Molina
X Bienal de Sharjah. «Plot For a Biennial». Del 16 de marzo al 16 de mayo. Comisaria: Suzanne Cotter y Rasha Salti. Sharjah Art Museum, Cricket Stadium y Heritage Area. Sharjah. Emirates.
publicado por Babelia
1 comentario
Aunque sea especulación, no deja de haber coincidencia [pese a que en España se escuche distinto] en un sentido:
La cetrería -dice al inicio del párrafo final- y las perlas se acabaron con la llegada del petróleo; y Zumaya [¿se leerá igual que Soumaya..?], es un ave rapaz nocturna parecida a una lechuza; es decir:
Es como un retorno a la vida física, de un espíritu diurno [halcón], en su visión nocturna: un ladrón que llega de noche.