La investigadora y curadora María Wills escribió sobre cuatro nombres claves del arte colombiano durante los años setenta y ochenta. Aquí algunos apartes de la introducción de «Los cuatro evangelistas». Inicia con unas preguntas que la curadora se propone responder a lo largo del libro.
¿Cuáles son los inicios de la curaduría en Colombia? ¿Desde cuándo la curaduría empezó a configurarse como una práctica profesional desligada del oficio del crítico, del gestor cultural o del artista mismo? ¿Desde qué momento empezó a utilizarse este término tan repetido, tan necesario y tan —por qué no decirlo— criticado por algunos artistas y críticos? ¿Cómo la curaduría en Colombia nos ha permitido acercar, decantar, digerir, construir un relato y potenciar críticamente el arte y la cultura de nuestro tiempo? Precisamente, esta investigación, dedicada a los inicios de la curaduría en Colombia, busca ayudar a contestar algunas de estas preguntas a través de cuatro figuras centrales para la consolidación de esta práctica profesional: Miguel González (1950), Álvaro Barrios (1945), Eduardo Serrano (1954) y Alberto Sierra (1944-2017). El término ‘curaduría’, empleado para nombrar una práctica en las artes, empezó a utilizarse en el país a principios de la década del setenta, cuando estos personajes realizaron exposiciones en espacios diversos, especialmente en los museos de arte moderno de Cali, Barranquilla, Bogotá y Medellín respectivamente, espacios que estos curadores ayudaron a consolidar. Adicionalmente, como lo menciona la crítica Carolina Ponce de León, el protagonismo durante los años setenta habría pasado de los artistas a los eventos artísticos, cuyos organizadores fueron los curadores de los museos. Hubo eventos y exposiciones muy importantes para la transición de las artes de un modernismo —implacablemente defendido por Marta Traba— a unas prácticas más experimentales que se vieron reflejadas en proyectos o exposiciones realizadas por estos cuatro personajes, cuya labor tuvo un poder casi canónico al lograr posicionar el arte contemporáneo en el país.
Citamos a Miguel González, curador y crítico caleño objeto de este estudio: “Uno de los vehículos más eficaces para escenificar opinión es indudablemente la curaduría, una modalidad que en nuestro país comenzó a tomar cuerpo solamente en la segunda mitad del siglo XX, y de la cual fui pionero con Eduardo Serrano, Alberto Sierra y Álvaro Barrios. Desde esa época nos apodaron los Cuatro Evangelistas, un apelativo que remitía a un ámbito teológico y estaba antecedido por el calificativo con que se designaba a Marta Traba: la Papisa”.
Es en aquel momento cuando la curaduría surgió como una herramienta del arte útil para la resignificación de los discursos que acompañan las obras artísticas, discursos a través de los cuales se hila la historia del arte. La tesis que buscamos desarrollar es que la práctica curatorial en Colombia se consolidó como un acto fundamentalmente creativo —en donde no hubo un conocimiento técnico y académico preadquirido—, un acto surgido empírica e intuitivamente de estos cuatro intelectuales, cuyas vidas giraron en torno a una serie de artistas innovadores y rebeldes que rechazaron los modelos previos, intelectuales que consiguieron darle un soporte teórico a planteamientos artísticos que, tal vez sin su respaldo y sin sus textos, no habrían trascendido.
«La curaduría surgió como una herramienta del arte útil para la resignificación de los discursos que acompañan las obras artísticas, discursos a través de los cuales se hila la historia del arte»
(…) Estos cuatro curadores tomaron parte muy activa en los procesos de fundación (Barrios, Sierra) y afianzamiento (Serrano, González) de los cuatro museos de arte moderno más importantes del país: el Museo La Tertulia en Cali, cuya sede se inauguró en 1968 (aunque estuvo activo como espacio cultural desde 1956); el Museo de Arte Moderno de Bogotá, que abrió su primera sede provisional en 1963 (aunque fue creado por decreto en 1955); el Museo de Arte Moderno de Barranquilla, en 1974 (con sede y decreto fundacional solo en 1996), y el Museo de Arte Moderno de Medellín, en 1978. Estas instituciones comparten el hecho de haber sido constituidas por grupos de artistas y entusiastas de la escena cultural de entonces, momento en que el país vivía una cierta efervescencia por el arte y por las prácticas artísticas de vanguardia visibles en festivales, bienales y otros eventos.
Medellín fue sede de las importantes bienales de Coltejer entre 1968 y 1972, momento en el que esta empresa textil dejó de financiarlas (pero que se revive nueve años después en una sola versión, en 1981). Las tres bienales, realizadas bajo la batuta de Leonel Estrada, contaron en su primera edición con la dirección artística de los agregados culturales de algunos países, pero posteriormente tuvieron tres curadores internacionales invitados. Esto fue un inmenso aporte al entorno artístico del país ya que posibilitó un intercambio sin precedentes de las artes del continente.
Por su parte, desde 1961, Cali convocó a una serie de festivales de arte que fueron promovidos por importantes gestores culturales y de las artes escénicas como Enrique Buenaventura y Fanny Mikey. Este grupo contó con el apoyo de diversos mecenas del arte, como Maritza Uribe de Urdinola, Gloria Delgado y Pedro Alcántara (ya desde el recién fundado Museo La Tertulia), quienes realizaron a partir de 1971 las bienales de Artes Gráficas (1971, 1973, 1976, 1981, 1986). Gracias a estos eventos y a una excelente convocatoria de invitados internacionales, así como gracias a sus premios de adquisición, se consolidó la colección del museo y hubo una apertura desde la gráfica hacia diversas perspectivas relacionadas con las artes nuevas, línea que ha marcado la obra de varios artistas contemporáneos.
Los Salones Nacionales de Artistas de 1966 y 1967 fueron también cruciales en la creación de un ambiente propicio para el relevo generacional que se daría a partir del trabajo de Barrios, González, Serrano y Sierra. En aquel momento, la transición se hizo aún de la mano de la crítica Marta Traba, quien distinguió la existencia de una nueva generación que ya se diferenciaba de su grupo de artistas modernos conformado por Botero, Grau, Obregón, Negret y Ramírez Villamizar. El nuevo grupo de artistas se destacaba por la irreverencia, por la necesidad de generar una ruptura con lo establecido y de manifestar cambios frente a la generación precedente. También, ellos buscaban crear un arte reflexivo con su propio contexto, un arte desde la sorpresa. Aquí, en este momento de cambio del arte colombiano, estaban Beatriz González, Bernardo Salcedo, Feliza Bursztyn, Santiago Cárdenas y Álvaro Barrios, entre otros. Estos salones desencadenaron fuertes críticas que hacían referencia a una “crisis del arte” por tratarse de obras “poco serias”, de “mal gusto” y que perseguían el escándalo como forma de publicidad.
Dichos eventos marcaron el periodo formativo de Barrios, Serrano, Sierra y González, y es en estas circunstancias en las que se empezó a evidenciar —por parte de las nuevas generaciones— una postura de rechazo hacia un modelo de arte dividido en disciplinas tradicionales como la escultura, la pintura, el grabado y el dibujo. Los Cuatro Evangelistas consideraban decadente el academicismo y por ello promovieron, desde sus campos de acción, los trabajos más experimentales, los hechos artísticos, el arte de procesos o el arte no objetual, para dar inicio a un nuevo capítulo en las artes del país.
(…) Barrios y Sierra empezaron su carrera como artistas y creadores, y se formaron en Bellas Artes/Historia del Arte y Arquitectura, respectivamente. González hizo estudios de Literatura y Serrano de Antropología. Iniciaron su carrera escribiendo en la prensa local y los cuatro incursionaron, precozmente, en la organización de exposiciones principalmente en galerías y espacios independientes. Es importante mencionar que el concepto de lo curatorial se entiende no como un concepto cerrado y académico; por el contrario, es una práctica forjada a través de ideas que bien podrían ser obras de arte, en sus aproximaciones arriesgadas y experimentales, aunque no por ello amateur o improvisadas. La curaduría la leemos entonces como una disciplina que se estructura desde la indisciplina, que al igual que las artes de la década del setenta se cimenta en la falta de normas preestablecidas y en la rebeldía como forma de trabajo, lo que facilita la creatividad. Por todo esto, la curaduría huye de cualquier definición singular.
«Los Cuatro Evangelistas consideraban decadente el academicismo y por ello promovieron […] los trabajos más experimentales, los hechos artísticos, el arte de procesos o el arte no objetual»
Entonces, resulta esencial analizar la práctica curatorial —que se consolida empíricamente— desde miradas que, de manera distinta, se proyectaron hacia un mismo camino: cambiar el rumbo de las artes. Las historiadoras María Teresa Guerrero e Ivonne Pini mencionan que, en los años sesenta y setenta, “los países latinoamericanos no estuvieron al margen de un complejo proceso en el que se anunció ‘la muerte del arte’ y en el cual el cuestionamiento a los medios tradicionales llevó a valorar en primer lugar el concepto, la idea, antes que la realización material. (Y donde) la obra que permanece fue remplaza da por ideas, bocetos, procesos que buscan incorporar al espectador como participante activo de la producción artística ya que, de alguna manera, es componente de su elaboración”.
Para poder evaluar el papel de Sierra, Serrano, Barrios y González en este proceso, se seleccionarán y analizarán cuatro exposiciones o proyectos realizados por ellos, cruciales no solo para la transformación de las artes en el país, sino también para la consolidación de la figura del curador, tan necesaria en esta transición. La investigación se cimenta principalmente en extensas entrevistas realizadas por la autora a los Cuatro Evangelistas, así como en el material de archivo y prensa de los curadores y de los museos en los que trabajaron.
El período histórico seleccionado tiene que ver principalmente con dos hechos relevantes en la historia del arte colombiano: por un lado, en 1969, Marta Traba parte de Colombia dejando un espacio para el surgimiento de nuevas miradas; por el otro, en 1984 se realiza la última edición del Salón Atenas, en gran medida un espacio catalizador que permitió la entrada de prácticas artísticas radicalmente diferentes a todo lo que se había hecho previamente y que partían de la necesidad de revelar nuevas semánticas menos formales y más experimentales. En este sentido se considera una fecha relevante de cierre.
La salida del país de Marta Traba dejó un vacío que posibilitó crear nuevos territorios para la plástica. Ella salió de Colombia como resultado de la tensión generada por un decreto emitido en junio de 1967 por el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), en el que se le expulsaba, acusándola de intervenir en política por exigir que no hubiera presencia del ejército en el campus de la Universidad Nacional. Aunque dicho decreto fue revocado, Traba presentó su carta de renuncia. Pese a que en términos oficiales el Estado no tenía una postura clara respecto a la necesidad del arte de ser comprometido políticamente, el ambiente entonces era tenso con relación al mismo.
Promover un arte conceptual cuyo contenido no tenía una agenda política también tenía sus riesgos pues se podía entender como un arte críptico destinado solo a las élites, vinculado con la burguesía y con las galerías comerciales que lo promovieron. Sin embargo, esta postura era bastante superficial, pues sin caer en una subordinación del arte como instrumento político y social —como fue el caso del Realismo Socialista—, el arte promovido por los Cuatro Evangelistas sí asumió posturas críticas en relación con el contexto local, por lo que sus curadurías resultaban políticas en un sentido amplio del término.
De hecho nos atrevemos a enunciar, siguiendo los planteamientos sobre estética y política del filósofo Jacques Rancière, que el actuar de los Evangelistas es sumamente político, entendiendo que “la actividad política es la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón alguna para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde solo el ruido tenía lugar, o sea que hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido”. Desde aquí un ruido, incómodo para muchos, se legitimó como discurso en las curadurías analizadas, pues sin duda afectaron el orden social. Desde Rancière, lo político que es estético o lo estético que es político (porque se refiere a una doble vía) se dio en un cambio en las maneras de hacer y dar visibilidad.
Antes de la vinculación de estos personajes a los museos mencionados, el término ‘curador’ no era utilizado en Colombia. Por un lado, se hablaba de directores de espacios u organizadores de exposiciones y, por el otro, estaban los críticos que escribían en los periódicos locales. En sus manos estaba elaborar descripciones y explicar el arte al público. Como menciona Alberto Sierra: “En ese entonces, en Colombia (1972), ni siquiera se sabía qué significaba la palabra ‘curador’ y ni a mí se me había ocurrido que yo pudiera ser tal cosa». Aunque desde algunos de los proyectos revisados la etiqueta ‘curador’ no era formal, desde el presente se ha empleado de manera retrospectiva y se considera que es a través de ella que González, Serrano, Sierra y Barrios hacen un contrapunteo a la historia del arte en Colombia.
Sin embargo, es importante mencionar que Marta Traba, quien sin duda también asumió sin título estas labores, fue una ‘aglomeradora’ de artistas que se alineaban dentro de unos planteamientos que le resultaban esenciales para consolidar una hegemonía del arte moderno en Colombia y en el continente, basado en nuevas formas de pintura y escultura que estuvieran enfocadas en elaborar cuestiones locales, pero siempre desde planteamientos formales que revisaran las vanguardias para generar una propuesta propia. Su trabajo, además, es un importante intento por consolidar un espíritu latinoamericanista que se pudo ver no solo en sus textos críticos sino también en sus exposiciones.
(…) En 1970 se dio además un “halo renovador”, como lo describió Eduardo Serrano, que se confirma con la apertura de galerías que asumieron un liderazgo al mostrar el arte más arriesgado y desprovisto de cualquier ideal académico, como fueron San Diego y Belarca. Se reabrió el Museo de Arte Moderno de Bogotá y se realizó la segunda edición de la Bienal de Coltejer, la cual fue ambiciosa y abierta a propuestas contemporáneas; la edición XXI del Salón Nacional de Artistas presentó obras de artistas muy jóvenes y nombres nuevos y, como afirma Serrano, “incluyó por primera vez un número preponderante de obras experimentales, así como trabajos en los cuales se enfatizaban los conceptos, generalmente en detrimento de las normas académicas”.
«Su trabajo, además, es un importante intento por consolidar un espíritu latinoamericanista que se pudo ver no solo en sus textos críticos sino también en sus exposiciones»
Otro factor importante que genera la polivalencia de estos personajes —que además fueron docentes y artistas— es que varias de las exposiciones realizadas por ellos se dieron cuando eran simultáneamente galeristas y comerciantes de arte. Alberto Sierra fundó la galería La Oficina en Medellín (1972), Álvaro Barrios inauguró una galería con su mismo nombre en Barranquilla (1974), Miguel González manejaba la galería del espacio cultural Ciudad Solar en Cali (1970) y Eduardo Serrano, recién llegado de realizar sus estudios en Nueva York, manejó la Galería Belarca (1969).
(…) Barrios, Serrano, Sierra y González se convirtieron entonces en figuras de absoluto poder en relación con la definición de las artes en cada una de sus ciudades y en el país. Decía Marta Traba en 1981: “No es ajeno el tono dominante que ha ido tomando el arte colombiano en manos de Eduardo Serrano en el Museo de Arte Moderno de Bogotá; de Miguel González, en Cali; de Álvaro Barrios, en Barranquilla, y de Alberto Sierra en Medellín, quienes han apoyado lo que consideran vanguardia —es decir, el empleo de sistemas diferentes a los soportes tradicionales de pintura, escultura y gráfica—, de un modo tan entusiasta y excluyente como para descorazonar a todo aquel que se atreva a disentir”.
La figura del curador, y tal vez por ello la importancia que ha adquirido en la actualidad, es la de crear conjuntos y legitimarlos. En esta tarea de englobar se crean límites en donde muchos quedan por fuera y se generan roces y polémicas. La originalidad y tenacidad de los Cuatro Evangelistas consistió en acoger artistas cuyas obras eran tan audaces que simplemente desvirtuaban las definiciones de arte preestablecidas. Es importante mencionar que, aunque se destacaron por abrir las puertas a los más innovadores, no por ello rechazaron los cánones previos en sus muestras y escritos. Todos ellos fueron cercanos a la generación anterior de pintores y escultores, mostraron trabajos de Alejandro Obregón, Omar Rayo y Ramírez Villamizar, por citar algunos, en exposiciones en los museos y galerías que administraron. De esta manera se confirma que la conciencia histórica del curador es absolutamente esencial, pues adicionalmente, en un campo donde la institucionalidad del arte era escasa, fue necesario desde los museos hacer exposiciones de la historia del arte nacional.
Publicado en Lecturas Dominicales de El Tiempo