En la crónica del siglo pasado y anteriores es poco lo que se habla y menos lo que se destaca acerca de la vida de los cafés bogotanos y más bien se habla de las tertulias aristocráticas y hogareñas donde se discutían y comentaban los sucesos de la época. Casi podría decirse que la corta tradición del clásico café bogotano correspondía a la primera mitad de nuestro siglo.
El ambiente político y el estado casi permanente de guerra civil impedía la reunión pública, la tertulia de café, que por ancestro y costumbre, tenía como temas de conversación y de discusión la política local y la literatura social europea, que no podían comentarse abiertamente porque cada gobierno de turno las prescribía del debate, en guarda del orden público, fácilmente alterable por la acerbidad de los interlocutores. En la agonía de la última guerra civil, en la alborada del siglo veinte, nace a la vida el café bogotano, tal como lo conocimos y recordamos. El cachaco bogotano reemplazó al filipichín santafereño y la Gruta Simbólica fue el puente de transición entre la tertulia clandestina y el café de tertulia. Pero el café bogotano no alcanzó la altura intelectual ni el ambiente de las tertulias del Café de Levante, de Pombo y de Fornos, matricenses.
Sin embargo, los bogotanos de principios de siglo buscaron la reunión diaria en los cafés de la época, de los cuales se considera hito La Botella de Oro, que existió en el atrio de la Catedral, hacia la esquina de la calle diez, donde hoy se levanta el Palacio Cardenalicio en la Plaza Bolívar. Allí concurrían los bogotanos parlanchines, los hacendados sabaneros, los políticos beligerantes, a escanciar sus vinos aperitivos, a degustar los coñacs de la época y a “arreglar el país”, como continúa haciéndose en los escasos cafés actuales. Bogotá principiaba en Las Cruces y terminaba en San Diego. Así mismo, los cafés de comienzos de siglo existían entre la calle segunda, donde estaba situada La Rueda de Ferris y la calle 26, en la esquina suroriental de la carrera séptima, al lado del Parque de la Independencia, donde quedaba La Bodega de San Diego, café, tertulia, restaurante, donde se dieron cita los conjurados del 10 de febrero de 1909 que intentaron el asesinato del presidente, general Rafael Reyes.
La carrera séptima, principalmente en la tradicional Calle Real, entre las calles once y quince, fue la sede de los cafés bogotanos que hoy se recuerdan como tradición y ambiente, político, intelectual y bohemio. Los hubo también que actuaban como centro de estudiantes de provincia, que acudían a ellos a calmar el frío con un pocillo de tinto caliente que acompañaba la lectura de textos y ejercicios de tareas. El Café Windsor fue célebre y popular hasta la década de los treinta. Estuvo situado en la esquina de la calle 13, con la carrera séptima, en los bajos del Hotel Franklin, donde murió el General Benjamín Herrera. Allí se reunían principalmente los políticos y al mediodía hasta había música para amenizar la tertulia, piano y violín, generalmente, que ejecutaban temas populares del momento.
En la calle catorce, pocos pasos arriba de la misma carrera séptima, el Café Riviere concentraba a las horas del mediodía una concurrida tertulia de comerciantes, políticos e intelectuales, a saborear sus deliciosas empanadas humedecidas con sifón y cerveza y a tomar los aperitivos vespertinos, brandy, porque el whisky todavía no había “colonizado a Bogotá”, y algunos a matar el frío con puros anisados de fabricación ya nacional. Los cafés bogotanos, por coincidencia, fueron concentrándose en las cercanías del Puente de San Francisco. El centro vital de Bogotá moraba entre la Plaza de Bolívar y el río San Francisco que canalizado y cubierto, se convirtió en la actual Avenida Jiménez de Quesada, La “zona cafetera” se abrió desde los “veinte” hasta el 9 de abril de 1948, en la cuadra de la carrera séptima, entre calles 14 y 15. Allí nacieron, crecieron, vivieron y murieron el Café Inglés, célebre tertulia política e intelectual por muchos años. El Colombia, el Molino y el Gato Negro. Reunión de escritores, políticos, intelectuales y bohemios, conocidos entre sí pero respetuosos también entre sí, sin mezclarse en sus tertulias, en un Bogotá que defendía su ambiente colonial, santafereño y señorial e intelectual, de la embestida arrolladora de la metrópoli. Mas allá del Parque Santander, que por entonces sí era parque, hacia el norte, sobre el Camellón de las Nieves, solamente se atrevieron a existir tres o cuatro cafés de tradición y nostalgia. La Gran Vía, a mitad de la cuadra entre las calles 17 y 18, en el costado oriental, que vio discurrir la cultura y la bohemia en clásica tertulia a la cual concurrían, entre muchos, el maestro León de Greiff, Eduardo Castillo, César Uribe Piedrahíta, los Zalameas, Felipe Lleras, Emilio Murillo, Federico Rivas Aldana —“Fray Lejón—”, el “chato” Murillo, su propietario y admirador, y donde se despidió de la vida, rubricando su adiós con un disparo, Ricardo Rendón.
Camino de San Diego, en la esquina occidental de la calle 22 existió desde principios del siglo el Boulevard, café restaurante que también tuvo su tertulia característica por muchos años y en el mismo sector, recordado con nostalgia y más cercano en el tiempo, el célebre Martignon centro de escritores y periodistas de los treinta. El Café de la Paz quedaba en la calle doce, unos pasos al oriente de la Calle Real. Punto de reunión de empresarios y políticos fue por mucho tiempo tertulia amable, que contrastaba con los cafés Roma y Niza, más frecuentados por los estudiantes provincianos de la época, ambos sobre la carrera séptima entre las calles 11 y 14, a donde llegaban a “bogotanizarse” gentes emprendedoras del occidente, principalmente de Antioquia y Caldas. El Café de la Paz, después del 9 de abril se trasladó a la calle 19 con la carrera séptima, al lado de la librería que tenían Eduardo Caballero Calderón y el “doctor Merulitas”, de gratísima evocación. El 10 de mayo de 1957, desde el balcón del Café de la Paz, Juan Lozano y Lozano saludó esa mañana el renacimiento de las instituciones democráticas. Pocos meses después el Café de la Paz murió y fue enterrado por la Avenida Ciudad de Lima.
El Café Asturias fue sin duda la última tertulia de los escritores poetas y literatos que marcó una etapa intelectual inolvidable, que hacía puente con La Cigarra, tertulia sin café, cigarrería animada por Santiago Páez y punto de reunión de políticos, ex presidentes, ministros, congresistas, en la esquina de la calle 14 con la carrera séptima, con su costado suroccidental donde hoy existe un conocido almacén de departamentos. El Asturias, pocos pasos arriba de la carrera séptima, más al oriente de la que fuera casa de El Tiempo, vio descubrir al “todo Bogotá” intelectual de la década de los cuarenta. Allí se conoció la nueva generación que alternaba con la anterior a la cual pertenecen valores tan consagrados como Alberto Angel Montoya, José Umaña Bernal, Aurelio Arturo, Eduardo Carranza, Néstor Duque, Paulo E. Forero, Eduardo y Jorge Zalamea, Ignacio Gómez Jaramillo, León de Greiff, Fray Lejón, Luis Vidales, Jaime Ibáñez, Álvaro Mutis, Guillermo Camacho Montoya, Víctor Aragón, Jorge Gaitán Durán, Juan Roca Lemus “Rubayata”, Alejandro Vallejo y una veintena más de nombres gratos e inolvidables.
El 9 de abril de 1948, que cambió tantas cosas en la historia, sepultó también la etapa romántica y nostálgica de medio siglo de los cafés bogotanos tradicionales, con sus amables y cultas tertulias, trascendentales e intrascendentes, intelectuales y bohemias. Con el Café Asturias murió medio siglo del clásico café bogotano que se añora como perdido y ya jamás recuperable. Porque la transición de la época, la deshumanización de la metrópoli, el desplazamiento ciudadano hacia grandes distancias, la inadaptación, la violencia, la incomunicación, frutos de la civilización y de cambio social, hacen imposible el renacer del café y de sus tertulias, con su concepto prístino.
Hernando Téllez
El Tiempo, 13 de junio de 1976.
Hernando Téllez (1908-1966). Este intelectual nació en Bogotá. Desde muy joven empezó a trabajar como periodista judicial en el periódico El Tiempo y fue allí donde comenzó en el año 1929, su columna ‘Espejo de los días’. También, trabajó en El Liberal, la revista Semana y la emblemática Mito, donde sobresalió como crítico literario. Según Sanín Cano, el estilo de Téllez «era una cosa ejemplar. Llegaba por momentos a las fronteras de la perfección, con una gracia, con una limpieza y una desenvoltura casi inverosímiles» (Revista Semana. 25 de noviembre de 1946).