Las edades del artista

 

20 a 30 años

A nadie lo obligan a estudiar arte. Al contrario, la gran mayoría convence a sus padres y acudientes para que los deje estudiar arte; y ahí, en el kinder universitario, y gracias al arrullo semestral de la cuna académica, se posterga la ansiedad que produce un futuro laboral incierto. El artista gana un tiempo valioso, de no ser por la disculpa del estudio tendría que entrar de inmediato a competir en el mercado laboral; y en las páginas amarillas hay un único listado bajo el rótulo de “artistas”: magos, tríos musicales y mariachis. En principio hay que estudiar, el bachiller pasa del servicio militar del colegio a la zona de distensión universitaria. Cuando le preguntan por su quehacer, su nueva escolaridad le facilita una muletilla que le hace el quite al reproche laboral: “estoy estudiando arte”, dice el artista adolescente, muy tieso y muy majo, y orondo se va.

Otros estudian arte sin saberlo, por dentro o por fuera de la universidad, viven distraídos y aprenden en esa distracción, no toman clases de arte pero sí reciben lecciones no calificadas de todo lo que ven. A algunas de estas personas no les basta con ser lectores y se deciden a interpretar formalmente el mundo, a lo hecho responden con más hechos y con registros y garabatos, toman fotos, filman, escriben, actúan, pintan, y un largo etcétera que guardan, archivan o botan; el día a día les exige atender otras labores, sus estudios o trabajos, sin relación aparente con el vicio secreto del arte, demandan atención.

Lo que diferencia a los primeros artistas de los segundos, es que los que estudian arte sistematizan lo que hacen y lo muestran, es más, están obligados a hacerlo, al menos en clase. Los otros, los que hacen arte por su cuenta y riesgo, no reconocen esa pulsión, y si lo hacen a muchos les puede más el pudor, prefieren vivir como artistas sin obra ni reconocimiento a tener que exponerse y soportar esa condición extraña —mezcla de vulnerabilidad, coraje y prepotencia— que hace que los artistas hagan públicas sus creaciones.

Para los artistas universitarios la condición de mostrar puede ser perversa, se acostumbran a hacer solo para mostrar y en el proceso pierden algo propio, secreto e íntimo, o nunca lo alcanzan. La clase y el profesor se convierten en su principal motivación, como niños juiciosos devuelven lo que se les dio pero rara vez guardan o roban algo para sí mismos, o tal vez ese darlo todo y devolverlo todo, más que una prueba de civilidad, es un balance irrefutable de lo poco que se tiene para decir. Tal vez esa dinámica escolar sirva para habitar el club universitario con un promedio de notas decente, libre de errores, pero ese alumno juicioso y medido jamás se adentrará en las selvas del delirio, no será picado por la víbora del lenguaje ni sufrirá de fiebres intermitentes de malaria creativa por el resto de sus días.

Para los artistas no universitarios el privilegio de no mostrar puede ser igual de perjudicial al destino impúdico de sus colegas ilustrados; sí, “vanidad de vanidades, todo es vanidad”, pero más allá de la diatriba contra la egolatría —no hay artista sin ego—, exponer es una apuesta para que la huella de lo hecho se escriba por fuera del diario solipsista de lo propio: mostrar algo es ofrecerse a la gente, a los lugares, al tiempo. El destino de la obras desconocidas es el de acumular polvo y materia sobre sí mismas hasta volverse ilegibles, son piezas ninguneadas por exceso o por falta de trabajo, jamás se liberaran de la cabeza de su único espectador, su gran genio creador, y terminarán devoradas por el pasado que les dio origen o a la espera de un periodista, curador, marchante, coleccionista o historiador que las rescate del olvido.

En la ceremonia de grado algunos artistas universitarios piensan que son ellos los que se gradúan, ¿de qué? De Arte. Y luego enlazarán un título con otro, con maestrías y doctorados, y regresarán endeudados y aquilatados a buscar trabajo en una universidad. Muchos conseguirán quedarse en el ámbito académico, sin salir, son pájaros que han encontrado su jaula y su pensión. Otros artistas universitarios y no universitarios, conocerán todo tipo de trabajos y condiciones laborales, alternarán tiempos muertos y tiempos vivos, completarán su formación con amistad, con fiestas y renuncias, tendrán triunfos pasajeros y soportarán bellas derrotas, asumirán altos y bajos perfiles, tal vez no pertenezcan al gremio académico o dependan del mundo del arte, pero tendrán algo más de mundo, una experiencia vital que les servirá para el arte que hacen y contemplan. “Cuando no trabajo, yo trabajo”, decía un artista que murió muy joven haciendo muchas cosas, entre ellas arte.

 

30 a 40 años

En la década que va de los treinta a los cuarenta ya los créditos universitarios se convirtieron en créditos hipotecarios, y lo que era el promedio de notas es el nuevo balance bancario. En los treintas el tiempo ya no es el mismo, corre más rápido y es más escaso. Resulta difícil mantener las amistades que funcionaron en el ambiente cerrado de la universidad. Ahora, en otras condiciones, los amigos se mantienen a punta de elocuentes dosis de virtualidad que nos evitan esos tiempos muertos de una conversación donde pasan los ángeles empalagosos de la nostalgia. Conversaciones que se repiten igual que las canciones de las fiestas.

Un aburrimiento de otro tipo se instala. Es un aburrimiento nuevo, el de antes podía ser compartido, era gremial, generacional; el de ahora demanda más atención, es celoso, singular, rechaza a los amigos y a las parejas. Este aburrimiento solo soporta a quien comprenda los silencios, solo soporta un espacio en el que uno pueda tener su habitación propia para construir algo que, mostrado o no, ayude a pasar el tiempo en medio de tanta perdedera de tiempo. Y si ese espacio crece, permite que ahí crezcan otras cosas, una relación, unos hijos, y una larga conversación se arma junto a ese diálogo que ya tiene el artista con el lenguaje. Solo así se le hace el velorio al artista adolescente y se vacían las manos para hacerle espacio a la obra por venir. Es un camino difícil.

Bajo esta perspectiva hacer arte es lo más cercano a hacer nada, no es nada, pero es lo que más se acerca, y ver el arte como una nadería es una idea insufrible para muchos. De ahí que el espacio cuasi vacío del arte se llene de lamentos y pretensiones, de quejas grandilocuentes sobre un mundo cruel que no sabe de arte ni reconoce al artista, una ansiedad que muchos intentan saciar con una carrera estable y con sumarle al mucho o poco talento que tienen, el mucho talante que muestran para lo social y las sociales. Se puede ser loco, tonto, bruto, lelo, pero nunca, por más distraído que parezca, este artista descuida su carrera y su bolsillo. Y aunque muchos no soportan la nadería ni el todo por el todo de las sociales y el billete, el arte es un sino, una fatalidad. En la edad que va de los 30 a los 40 el artista descubre que solo tiene el vacío y la nada, y se lanza en caída libre o se ajusta como un engranaje más, según su talante, en el mecanismo que no se detiene.

40 a 50 años

“La vida tiene más imaginación que uno”. La vida comienza a los cuarenta, ¿y el arte? ¿a qué edad comienza? Tal vez el artista decide ser artista cuando se da cuenta que no sirve para nada más y que nada más le sirve. Además, la libertad del artista no está en ser artista sino en no ser; no ser “artista”, no ser una sola cosa sino muchas cosas a la vez. La libertad está en hacerle el quite al rol, al lugar social. La libertad es abierta, es camaleónica y transformista. El arte, la libertad y la vida empiezan cuando uno se da la licencia de ser de acuerdo a las circunstancias y las sustancias con que se mezcla, cuando se puede pasar de ácido a alcalino, de romántico a cínico, de ironista devorado por la ironía a conceptualista naif, de banquero anarquista a cultor de la belleza de la indiferencia. Un amplio espectro de coloraturas por donde oscile la inteligencia y la tontería, un acto creativo que, sin la ansiedad del oportunismo, aprovecha el espacio vacío de la oportunidad para explotar la única quimera inagotable para un artista: el lenguaje. “La imaginación tiene más vida que uno”.

 

50 a 60 años

A los 50 es claro que el tiempo que resta de vida es menor al que se ha vivido. El paso de joven promesa del arte nacional a generación intermedia fue más rápido de lo pensado; y sí, hay un balance de reconocimientos, de suerte y mercadeo, una  que otra mención de honor, uno que otro premio. Es la edad en que se han sumado carambolas en algunas bienales y llegan las exposiciones monográficas y hagiográficas. “Tus triunfos, pobres triunfos pasajeros”, dice la letra de un tango. Para el artista cada acto consagratorio tiene algo de velorio anticlimático y al mirar a los ojos a la medusa de la historia del arte, uno que otro miembro se petrificó. Para esos artistas la ansiedad de preseas es tal que, cuando llegan deshidratados al podio, la pócima del éxito los ha dejado con más sed y creyéndose triunfadores caminan condenados en una inane maratón de cabildeo social.

En otros artistas la respiración normal de la inteligencia exige ejercicios de ventilación para que algunas zonas del cerebro se oxigenen y se den auspiciosos comienzos. Comenzar es fácil, lo difícil es encontrar el lugar inexplorado, llegar a territorio virgen; lo que antes era un juego serio ahora se convierte con más prontitud que antes en una ceremonia solemne, fácil es el engaño y más aun el autoengaño. Tal vez un artista no tiene mucho que decir, solo dice lo mismo una y otra vez, cambian las formas y el envase pero no el contenido. Lo único que puede  salvar en esa patética y árida llanura es el corcel de la risa, una bestia capaz de saltar los muros de las ideas fijas. Pero a estas alturas pocos son capaces ya de cabalgar más temerarios que valientes, como antes. La solemnidad se los impide, se resguardan con temor de lo banal y mundano que hay en una contenida carcajada. Desconocen que las riendas de la risa están hechas con el cuero de la ética.

Muchos artistas, atrapados en el tiempo, ahora no encajan en la franquicia comercial del momento, la del “arte contemporáneo” para estos tiempos, y enmarcan su trabajo como crítica a lo moderno, traicionándose a sí mismos en aras de lucir inteligentes. Los tiempos cambian, cada generación quiere atribuirse mejores defectos o peores atributos que la generación anterior, una forma narcisista y esnob de hacerse interesantes, pero cuando los hombres se inventan categorías, los dioses eternos del lenguaje las borran y confunden. Tal vez algún día llegue una nueva categoría que reemplace a esa que pensó el mercado para pensar el arte y hacer que los que piensan el arte piensen que no los está pensando el mercado. Es posible que ese día se dejé de hablar de “arte contemporáneo” y se diga “arte” a secas, o si algún tonto necesita explicaciones, se le diga en mayúsculas, itálicas, en negrita y encomillado:

“ARTE ATEMPORÁNEO.”

 

60 a 70 años

Alguien define el proceso creativo como una escalera cuyos primeros peldaños son altos, abruptos y van muy seguidos el uno del otro, luego disminuye la altura y se prolongan sus descansos, con más ritmo y método en su secuencia, hasta que al final llega una planicie donde los saltos de las escalas son apenas perceptibles. Esta escalera muestra que al comienzo, en la juventud, el aprendizaje se da a zancadas y luego, con el tiempo, el flujo de esos grandes saltos y cambios disminuye hasta que al final parece como si la escalera de la creatividad se hubiera convertido en un eterno remanso. En esta llanura el artista está tan solo como cuando sueña, pero es una soledad paradójica, su compañía es legión, la angustia de las influencias cesa y esas voces que antes parecían estar por fuera de la cabeza muestran su verdad: siempre han estado adentro, conocerse a sí mismo es conocer el mundo. El robo  y la copia dejan de existir, solo hay indicios de señales, ondas que capta y procesa el receptor. Solo los animales que oyen aprenden. Solo el que puede escuchar más allá del disco rayado aprendido de memoria puede improvisar y crear, no importa de dónde se alimente su oído, si de voces jóvenes o viejas, de los vivos o de los muertos. La estética es ética si se aprende a no tenerle miedo al miedo y a no angustiarse por las influencias.

 

70 a 80 años

A esta edad muchos artistas solo son recordados por razones históricas, olvidados por los galerístas, objetos no identificados en el radar curatorial. Su destino parece ser el de convertirse en un fugaz pie de cita. Las únicas llamadas que reciben son de jóvenes historiadores que quieren beber de ellos: los artistas viejos solo sirven de fuente primaria, a los investigadores solo les interesa su pasado, son artistas sin presente ni futuro. Su homenaje es póstumo, deben morirse para tener un último soplo de vida. Pero ellos pagan con la misma moneda, prefieren alejarse y adentrarse en el enigma, con la irreverencia y el desparpajo de su indiferencia. Artistas y viejos en algo se parecen: tercos, hacen lo que se les da la gana.

 

80 a muerto…

Una joven, tal vez alarmada (o inspirada) por la vejez de un grupo artistas que hacían parte de una exposición, les preguntó en una mesa redonda, “¿Cómo hacer para no perder la fe en el arte?”, a lo que uno de ellos respondió: “Fácil, no hay que tenerla”. La mayor sorpresa de la vida es la vejez, dijo en algún lado un escritor cano y barbado.

 

* * *

 

Texto escrito para la curaduría Las Edades, 14 Salones Regionales de Artistas, Zona Centro, Ministerio de Cultura.

Retratos de los participantes (Fotos: Viki Ospina)

Camino de la vida (preludio) / Abelardo Parra

Pequeña Alma, Errante / David Anaya

¿Me encontrará la felicidad? / Roman Hutter y María Fernanda Chaparro

Sin quietud estética / Antonio José Díez

La FARC-ÁNDULA / Ivan Cano

Camino a los cincuenta / Karl Troller

Una visita al glamour / Rosita Alfonso e hijo

Wilhelm Wagner Kappler / Carolina Pizano Wagner (Nina Pi)

El pistolero de Siqueiros / Fernando Oramas

* * *

“El mundo es un gran teatro,

y los hombres y mujeres son actores.

Todos hacen sus entradas y sus mutis

y diversos papeles en su vida.

Los actos, siete edades. Primero, la criatura,

hipando y vomitando en brazos de su ama.

Después, el chiquillo quejumbroso que, a desgano,

con cartera y radiante cara matinal,

cual caracol se arrastra hacia la escuela.

Después, el amante, suspirando como un horno

y componiendo baladas dolientes

a la ceja de su amada. Y el soldado,

con bigotes de felino y pasmosos juramentos,

celoso de su honra, vehemente y peleón,

buscando la burbuja de la fama

hasta en la boca del cañón. Y el juez,

que, con su oronda panza llena de capones,

ojos graves y barba recortada,

sabios aforismos y citas consabidas,

hace su papel. La sexta edad nos trae

al viejo enflaquecido en zapatillas,

lentes en las napias y bolsa al costado;

con calzas juveniles bien guardadas, anchísimas

para tan huesudas zancas; y su gran voz

varonil, que vuelve a sonar aniñada,

le pita y silba al hablar. La escena final

de tan singular y variada historia

es la segunda niñez y el olvido total,

sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada.”

— Como gustéis

William Shakespeare

Amigos en acción / Varios (niños y grandes)

> Final de juego + entrega de las últimas monas del álbum  / Inauguración: 2 a 8 p.m., sábado 10 de noviembre, 2012. / Horario domingo 11, jueves 15, viernes 16, sábado 17 y domingo 18 de noviembre, de 12 a 6 p.m. / Galería Las edades / Carrera Quinta # 32-95