De una visita a Silentes, 1985-2015, museo de Arte banco de la República, Bogotá
“Pero no conseguía escribir, después de un par de líneas ya no se me ocurría nada; mis pensamientos estaban en otra parte y no era capaz de sobreponerme y hacer un esfuerzo. Todo influía en mí y todo me distraía, todo lo que veía me proporcionaba nuevas impresiones. Moscas y mosquitos se pegaban al papel y me estorbaban, y yo soplaba sobre ellos para que se esfumaran, soplaba más y más fuerte, pero no servía de nada. Las pequeñas bestias se inclinan hacia atrás, se hacen fuertes y resisten, hasta que se hinchan sus finas patitas. No hay manera de moverlas; se agarran a la primera cosa que encuentran, tensan los talones sobre una coma o una irregularidad en el papel y se quedan completamente quietas hasta que les entra el capricho de querer marcharse.”
Knut Hamsun, Hambre
Remontando la cresta de la ola
Hace mucho no viajaba a Bogotá, no de este modo. El modo donde es urgente reconocer sus calles, recorrerla de nuevo, traerla a este instante. Tocar los momentos en que he pasado por ella, la ciudad, el trasfondo de todos estos años. Mis viajes a Bogotá se limitaban a cuestiones prácticas. Diligencias, colas interminables en un dispensario de drogas. La necesaria reconexión que intermitentemente se impone a alguien que ha decidido ponerse al margen. O que pensó que todavía era posible. El margen es cada vez más sutil. Pero también, cada vez más impenetrable. Prácticamente se borra, la ciudad llega hasta estos confines, anulando toda ilusión de diferencia, de distancia. Ha devorado los kilómetros penetrándolo todo. Tal vez también la montaña, el sendero abismal. La huida es inútil. Estamos en sus zonas periféricas, aunque medien cientos de kilómetros. La ciudad las absorbe, el turismo canibaliza toda opción de estar afuera. Todo intento de viajar. De separarse. Habría que remontarse a la Selva. Perderse de veras en lo ignoto. Lo demás son pequeñas parsimonias de hombre de ciudad, engaños que se hace. La ciudad ha penetrado todo, también esta montaña, este desierto, esta luz. Esta plaza donde todavía puede verse sin embargo, un firmamento como una cúpula que pareciera imponer su inaccesibilidad. Tendría que huir montaña arriba, incursionar en rutas que nadie ha explorado todavía. Desaparecer. Pero ahora camino otra vez por Bogotá. Por su soledad de enero. Por este azul que recupera los años de atrás. La memoria. La contigüidad de unos sucesos que quedaron suspendidos de mis andanzas perdidas por estos rincones. Escenas de atrás me asaltan al tocar la calle. Mi propia visión de este centro. Nada ha cambiado. Es como un lugar ancestral que ha quedado suspendido. Una fuente en que se apoza el país. Su ser Colombia. El centro. Estas callecitas tocando la séptima. La plaza de Bolívar. Tanto color en domingo que luego se omite y es otra cosa entre semana. Un simulacro de actividad. De gris. De efervescencia del progreso.
Acabo de bajar de Monserrate para visitar la exposición de Johanna Calle. Artificialmente un mismo recinto retiene treinta años de su vida a la que llama trayectoria. El trayecto entre dos puntos equidistantes en esta convención a la que llamamos tiempo. También yo estoy equidistante de mis pasos por este lugar, treinta años atrás.
Está comenzando el año, es enero. La ciudad tiene otro ritmo. Sus habitantes la abandonaron para correr tras una guía turística; el viaje como imperativo del consumo. Supremo bien, índice de los estados de prosperidad que cualquier habitante quiere registrar, su ostentación más depurada. Las calles han sido desalojadas, hay silencio, sensación de abandono. Una cierta posibilidad de caminar en silencio. De descubrir el sonido de estas calles sin el tráfico. De parar. De detenerse a mirar. Poder frenar el frenesí de los recorridos que necesariamente se precipitan como la agenda autoimpuesta de un viaje. Voy despacio. Estoy otra vez al comienzo.
Años atrás, un nombre notable nos reunió, éramos cientos, la ilusión de poder tener una visión directa del filósofo que narraba nuestra época, aquel que describía el gran acontecimiento de la posmodernidad. Su arribo inminente y sin embargo el sabor de lo ineluctable, del no poder comprender de qué se trata, y si en realidad lo importante es que estuviera sucediendo algo de lo que irremediablemente podríamos quedar excluidos. Habitábamos como ahora el tercer mundo, las orillas que nadie registra. Y sin embargo la promesa de estos seminarios, esa promesa tácita de estar participando, de ser partícipes, de hacer parte. Sí, éramos los niños a los que dedica su libro. Las cartas a esos niños que fuimos. Que debimos haber sido. Que debiéramos ser. Ese libro que rotó de mano en mano y que todos fotocopiamos. En cierto modo era necesaria una sed, una cierta ingenuidad para hacernos recipientes de su palabra. Para participar del gran acontecimiento que se anunciaba, en esta ciudad, en esta geografía perdida de la civilización. El gran momento de la posmodernidad. Su monumento comenzaba a erigirse. El negro y el blanco de sus imágenes más recurrentes. Su glamour. El llamado a un cierto minimalismo extremo, casi radicalmente industrial o postindustrial. Sin verde, sin naturaleza. La sentencia de un abandono definitivo. Lo nuevo llegaba. Se hacía posible. Lo nuevo, la vanguardia. La necesaria experimentación. El Arte. Le llegaba su momento. Su renacimiento aquí y ahora, sus arqueologías. Sin deudas. Arrancado de su andar de primera fila. El salto de la transhistoria. El momento del artista. Del filósofo artista. El momento del visionario. Del hombre de mundo. Un flaneur engrandecido por los imperativos. Dejaba de ser anónimo, y se hacía visible. Porque todo se hacía visible. Como los rascacielos de vidrio. Y la necesidad de mostrarse. De dar a ver. De exponer. El furor de la exposición. La sala de exposición. La conferencia.
Se detiene en la cima de la ola y nos mira, una conflagración en derredor, de espuma y algas, de inaudito movimiento marino. Luego se precipita y está a punto de caer. Es un equilibrismo a pesar de todo, como el del Artista del trapecio. Pero también el ansia del alimento, esconderse tras el ayuno, mantenerse a salvo en la reja, cerrado al mundo, avistar a los miles que vienen a presenciar su espectáculo. Y él que sabe que no hace ningún esfuerzo, se agazapa para observarlos. Tiene hambre.
(Un intervalo para rememorar a Lyotard)
La transcripción y la puesta en escena
No habría un teatro en la transcripción, una teatralización ni de gestos ni de escritura, ninguna huella visible del transcriptor salvo su ir vertiendo algo en la letra anónimamente, escritura desmantelada de cualquier pretensión, infértil, infecunda, salvo el servir de cuerpo, cuerpo de transfiguración de otra escritura, objeto de transubstanciación que hace posible el milagro de la aparición de otro, la escritura transcrita, el texto en cuestión, el texto significativo, aquél que ha sido citado, aquél que ha sido llamado a comparecer aquí y ahora, aquél que vale la pena recordar, ser rememorado, aquél del que el transcriptor da un testimonio, prestando su letra, permitiendo que su letra sea un medio, un vehículo, haciendo que en su letra podamos leer al otro, al ausente, al que estará ausente, y quién por la transcripción se hace de cuerpo presente, porque se conmemora en la escritura, donde aparece, en ese cuerpo de escritura que lo trae al presente. Si fuera un teatro, la puesta en escena de algo, sería una máscara, una representación, en atención a detalles que resultan del todo superfluos para le prestación de ese cuerpo, porque ese cuerpo no actúa, ese cuerpo que casi no tiene nombre se presta en un servicio, anónimo como el sepulturero que cava la tumba, y sin embargo allí habrá de yacer el texto transcrito. Porque a pesar de ser un desconocido, el sepulturero habrá sido necesario ¿quién si no él habría cavado la tumba? la labor de la que nadie quiere saber, la transcripción, el oficio del último, oficio sin iniciativa, sin huella, puro oficio.
¿Cómo podría serlo, cómo podría ser un teatro? ¿Cómo podría hablarse de un teatro de la transcripción? A menos que la conmemoración sea un espectáculo, algo que se presta a la exposición, entonces si la transcripción teatraliza. El cuerpo se dona, se hace utensilio de escritura, para que a través de él se vierta otro mientras el transcriptor permanece a la a la sombra, a la deriva, sin ningún destino que cumplir, salvo ese ofertorio de la testificación. Pero su paso es silencioso, sin huella, sin rúbrica, es solo la existencia misma del texto transcrito que de otra manera no habría tenido lugar. Pero su acción es silenciosa, ni siquiera es íntima, sino está oculta del mundo, no es un acontecimiento, algo que alguien pudiera decir que sucede, que está sucediendo; la transcripción está oculta del suceso del mundo, por eso es inimaginable que siquiera el transcriptor pueda pensar en que su gesto pueda siquiera llegar a ser un gesto visible, pues apenas si existe ¡tan insignificante hecho desarrollado en las trastiendas! un transcriptor, un ser llamado a desempeñar la última tarea, la tarea casi inexistente del copista, sin iniciativa a la vista. Simplemente obediente a su tarea de copiar. Quizá conforme. Aunque quién sabe si pudiera sostenerse todavía algún sentir. Porque el copista es un ser sin creación, un ser de desierto, avocado tan sólo a transponer. Anonadado.
Y sin embargo, su transposición es significativa. A veces es el único testimonio, la prueba de una verdad, el testimonio definitivo de un hecho que necesita salir a la luz abriéndose paso por entre la maraña de tergiversaciones que acechan toda escritura. Los imperativos de un deber ser de la escritura, el omnipresente imperio de la ley editorial.
Pero no es eso lo que inicia el copiar, tan alto significado. Su convocatoria, a lo que es convocado, es apenas un llenar un espacio, de una actividad que cualquiera podría desempeñar. El copista. No viene a actuar, nadie lo mira. Nadie sabe que copia. El copia, debiendo responder a un número de páginas. Y no sabe el por qué, simplemente copia. Sin intención, salvo la cuota de hoy, una planilla en que se consigna un número. Alguien revisará ese registro. Lo demás es insignificante. El es insignificante. El transcriptor.
Pero si la escritura es un teatro, una suma de requerimientos y leyes, la transcripción podría poner en escena esos juegos, hacerlos valer como palabra transcrita y necesaria, como palabra que necesita del testigo para ser llamada, pero ahora sería otro llamado, otro juego, un desdibujarse, la estilización de una urgencia, alguien que viene a usurpar el lugar del mísero, porque el mísero también es requerido para ser desalojado, puesto en destierro si es necesario, porque alguien viene a ocupar el lugar, quiere apropiárselo y darlo en nombre, un género. Hacerlo pasar por otra cosa. El artista quiere también hacerse transcriptor. No el artista del hambre sino este artista nobel, de los tiempos de la profesionalización. Sabrá con ese su arte llamar transcripción a su nueva producción. Hará de la transcripción su rúbrica, algo muy cercano a su nombre con que poder aparecer de nuevo. Sí, de este modo la transcripción representa. Se hace al juego del Arte de nuestros días, a sus políticas. Sale de su encierro para ocupar el público, la escena de este espectáculo. La escena de un Arte hambriento de novedad. Pero al transcriptor artista rápidamente le saciara su nuevo alimento y necesitará otro divertimento. Otro que llame a suplir su producción.
La transcripción de Johanna Calle
Y sin embargo la belleza. Alguien te dijo que el Arte no tiene que ver con la belleza. Tu padre te alertó sobre esa línea de menor resistencia que seguiste. Te formaste en el museo, en la sala de exhibición. En un Banco que alberga la colección de Arte más ambiciosa de Colombia. Que alberga nuestro más inmediato sentir sobre la belleza, sobre esa belleza que es una palabra impronunciable. Casi equívoca. Un error que habría que corregir. La falsa idea con que el joven aspirante inicia su formación como artista. Y sin embargo la belleza. Quizá sea la verdad. Alguien lo sentenció. Ahora es un lugar común. Y sin embargo tan necesario llenarse de esas verdades consabidas, masticadas afuera en la calle, en la plaza pública, ajenas a toda crítica, a toda Historia Oficial. Del Arte. Creciste bajo una égida de nombres significativos, de los nombres de la Historia del Arte más reciente de Colombia. Toda una genealogía de nombres que constituyen la escena nacional, de este Arte Contemporáneo. Un Arte de un anónimo territorio, Colombia, pero un Arte que estalla en un boom de una fama antes esquiva, porque en Colombia la fama es esquiva, el éxito, a menos que uno se engarce en esa red, en esa red de los nombres de una historia que viene consolidándose y escribiéndose. Una Historia del Arte. De los nombres que todos conocen, los reconocidos. Los emblemáticos. Allí donde dialogan tete á tete artistas y curadores, comisarios y coleccionistas. Todo un ensamblaje que cuida y vigila sus derroteros, la selección de obra, el montaje, pero también la formación de un público y su inscripción entusiasta en el programa. En la familiarización con ese nuevo catálogo de Arte y de nombres, de Nuevos Nombres.
Buscaste otras designaciones para lo que hacías ¿Cómo llamar a la pintura, cómo crear distancia con el óleo, porque se trataba de lo académico, de una distancia, de la necesidad de una distancia, lo académico que toca el lugar común de una idea de Arte, Arte pequeño burgués de quien busca rodearse de objetos de academia, reconocibles, el gusto de una época caduca. Tus maestros de Londres te exigían argumentos y los encontraste. Te asentaste en los procesos. A los que dedicaste toda tu atención. Y encontraste el dibujo, bueno el dibujo es apenas una designación para lo que haces. Entonces regresaste y te urgió lo urgente. Informarte. Así comenzó la exploración en periódicos. Te interesaste por la alquimia de la fotografía pero preferiste emplear un nombre menos comprometedor, y hablaste de química, de fotogramas, de tiempos de exposición, tus nuevos materiales, de noticias en los periódicos, de casos de niños abandonados y niñas precoces, de la miseria de Colombia. De la necesidad de investigar, de entregarse a ese proceso que concibes en el tiempo, en un tiempo de larga maduración, así te interesaste por reunir la mayor cantidad de datos, para llegar a la imagen, porque lo que buscas es la imagen, una imagen en que se condense todo, la imagen arte, la idea. Una imagen representación. Y entonces la transcripción. El interés por los documentos, aquellos que refieren un lenguaje específico, y el texto se hace soporte, la tela insigne de una idea, tu idea, tu idea imagen. Textos como la Ley de tierras, la Ley de Víctimas, Textos científicos sobre el glifosato, transcritos por ti, se hacen soporte para esa imagen, para esa idea imagen que es ya Johanna Calle. Tu imagen de ti. Expuestos en la sala. Exhibidos. La imagen de esa transcripción exhibida. La imagen idea esta vez concebida como obra, la obra de un artista que transcribe. No ya la belleza. Se trata de un proceso. El proceso de transcripción de un texto necesitado de ver la luz, la luz en que será puesto a los ojos de todos, revelado en esa instantánea imagen que cuelga todavía de una pared. Todavía un objeto. Y así el copista es este artista. Esta artista que imprime su huella a la transcripción, a ese dibujo que llama transcripción. Porque no sabría si el copista anónimo también dibuja con su copia, con su obediencia al texto original, no sabría si en ese transcribir deja escapar algún gesto, algo que desvíe casi de manera poco visible el gesto escueto que se pide a su fiel transcripción. Pero quizá desobedece y subrepticiamente decide también dibujar con su letra. Dejar su impronta anónima.
En realidad se trata de un soporte, de una transcripción que utilizas como un soporte a una idea, un soporte menos evidente que una hoja de cuentas o una partitura, que son evidentemente soportes, en el sentido estructurante y físico, pero cuando la transcripción se hace soporte del dibujo la remisión no es hacia un soporte físico sino a la transcripción como soporte de una idea. De un dibujo que se hace idea. Podría tratarse de los trazos de una escritura diferente. Así el dibujo sería también una escritura. Dada a ver. Con una gramática del trazo. Con una sintaxis de la visión. Con una necesidad inherente de un objeto que debe saltar a la vista. El texto transcrito en cambio yace en la penumbra del transcriptor, en ese espacio opaco de lo invisible, de lo no necesitado de luz, porque como un oficio sin más, o una tarea, la transcripción permanece apenas como una instancia para un uso futuro, la convalidación o quizá también se convierta en una cita. Pero es impensable que pueda llegar a ser expuesta, a menos que sea necesaria como una prueba que necesita difusión. Que necesita ser puesta a la vista de todos.
Pero no para la contemplación, a menos que se trate de un hecho aberrante, un caso delictuoso que cause revuelo, o algún documento extraviado o antiguo que genere algún tipo de curiosidad y sea necesario sacarlo a la luz pública, publicitarlo.
La transcripción de Johanna Calle ha sido realizada para la exposición, para la sala de exposición, no es un objeto íntimo, es un objeto que rebasa la esfera personal al cruzar el límite de lo personal y situarse como un objeto dado a ver en la esfera de la exposición, del evento, de la crítica, del Museo. De los mecanismos de producción. De todas esas cosas apenas visibles en el espacio escueto y limpio de esta sala. Tras los cristales yacen las pruebas.
Recorro las vitrinas y por momentos diviso mi propio rostro reflejado contra el vidrio, pareciera comenzar a jugar con estas ideas, como si se tratara de mi propia participación en la idea, hay silencio, gente recorriendo las vidrieras, saludo al vigilante quien intenta alguna pequeña distracción, algo con el que diluir el sopor de su rutina en la sala, porque su rutina se encuentra en otra escala existencial, divergente a la mía, yo que tengo el privilegio de poder mirar, su mirar en cambio es vigilar, pero esta vez cesa la vigilancia y sonríe, entrando en mi esfera. Me acerco y me separo, tomo algunas notas en mi pequeña libreta, quizá compre el catálogo y reconstruya todo de vuelta a mi mesa de trabajo. Decido quedarme un tiempo más para recorrer de nuevo la sala desde el principio, me inquieta la reiterada aparición de la palabra transcripción, pero más que un concepto o una descripción la tarjetica en que aparece la palabra transcripción juega como un soporte dislocado y fuera de sí, fuera del marco de la exhibición, como operando un puente a este dibujo en que la misma palabra transcripción comienza a dibujar, a ser parte de esta serie de trazos inciertos para el visitante. Para ella no, ella sabe el derrotero, y conoce la intención. Nosotros leemos las tarjeticas explicativas buscando entender. Buscando atravesar el silencio hermético de la sala de exposición, este yacer obra impenetrable en su cripta de museo, y sin embargo asentimos intentando pensar la idea, dejándonos sugestionar por ella, intentando que esos trazos se encarnen de alguna manera en nosotros, o por lo menos algún rayo de comprensión, si acerco las ideas y recorro, si le doy tiempo a mi contemplación. La gente pareciera apurada y pasa de largo, los visitantes de la sala. En otra sala en cambio vi un grupo de personas escuchando al guía quien esta vez creaba todo un historial para enmarcar las obras, esta vez fui yo quien no me quedé y pasé de largo. Y aquí estoy. En mi recorrido solitario.
Pero entonces hablas de la posibilidad de interpretar, -Johanna, hablas de hacer una transcripción libre. Uno podría imaginarse al copista torciendo las letras hasta hacerlas ilegibles, o escribiendo en una caligrafía donde fuera prácticamente imposible descifrar su contenido. Pero estaría sujeto a la reconvención. De cualquier manera el copista copia juiciosamente. En parte porque su oficio omite cualquier posibilidad de iniciativa. Un transcriptor es una voluntad enajenada. Una servidumbre voluntaria. Una iteración en que el sujeto a fuerza de repetición ha perdido la senda de la creación, la senda del libre curso de sí. Y patina como un dínamo pertinaz, haciendo de la copia su único furor vital. No te imagino incansable en este oficio de copista. Y es entonces cuando tu transcripción se hace obra, cuando se hace juego, por eso hablas de transcripción libre, porque el copista ha sido liberado. Y se transforma en artista.
Y luego llegaste a de Greiff, a la fascinación por su inventiva, a la necesidad de un léxico que apuntara en esa dirección ¿Cómo imaginar a un transcriptor siquiera pensando en la posibilidad de un sinónimo? él que es el sinónimo mismo de la nulidad, de un artista sin Arte, en quien el proceso de inventiva precisamente ha sido arrasado a su más mínima intervención. Participación denegada, precisamente el copista es quien no participa, y sin embargo sin su participación el texto transcrito deja de existir. No es lo mismo que ocurre con un traductor a quien se le pide su buen juicio, su poder de selección, su capacidad de interpretar y en cierto modo, a quien se le encarga la reescritura del texto que traduce. Porque es un encargo, un cargar sobre si ese cuerpo que viene de otra orilla, y el traductor lo carga en su paciencia, en su amor de permitir hacerlo atravesar hasta otro punto, venciendo la resistencia, operando ese milagro de transubstanciación, porque así ocurre. El transcriptor en cambio apenas si puede encarnarse, el que ya no tiene cuerpo y en quien el alma es apenas un temblor ínfimo, y sin embargo pese a su insignificancia, se agacha amorosamente sobre el papel mientras ebrio, con esa embriaguez de la ignorancia, hace que todo fluya en su atravesarlo, y así van apareciendo las copias, los cientos de copias de esa tarea que no puede cesar, sin que alguien siquiera se atreva a pensar que en todo eso, en ese esfuerzo, pueda esconderse algo significativo.
No hay inventiva en la transcripción, pero el hecho de transcribir algo puedo modificar un evento produciendo una ruptura en su sentido original, cuando la transcripción se devela como un mecanismo que puede desenmascarar esos mecanismos de estilización y falseamiento que produce toda Ley Editorial. En tu caso,- Johanna, la Ley Editorial es tu propia inventiva que produce un completo desviamiento del texto transcrito. Porque ya no eres un transcriptor, un ser anónimo y gris sentado detrás de una cortina, invisible; has descorrido ese velo y te das a ver, das a ver lo que permanecía oculto, un folio más entre los cientos de papeles de un archivo, una insignificancia más de la cadena de peticiones burocráticas, o la tarea perniciosa de alguien que ha perdido la fuerza, y apáticamente se dedica a copiar, qué más podría hacer. Habrás de reconocer -Johanna, que no eres un copista. No eres un ser anónimo. Ninguna servidumbre te acompaña, salvo la le de esa Ley que pende sobre ti, a la que llamas Arte, esa Ley que te lleva a la edición de todo nombre, de todo original que procesas. El artista de la Ley, de la Ley Editorial. De la producción. De la profesionalización. Pero usas la palabra, tan ruidosa esa palabra, tan singularmente sugestiva. Y su uso es impune. Quizá lo adviertes. Quizá de esto quedé un mal sabor, una transcripción no autorizada en esa ley de la transcripción que desconoces. Una ley que no puede saberse desde afuera, porque su imperativo de ley es precisamente ese padecimiento de aquél que en último lugar transcribe, abocado a transcribir sin poder levantar cabeza.
Y luego está la mención al poder. Al poder de la palabra. Al poder del lenguaje. Al lenguaje como poder. El transcriptor es el último en esa cadena de significación, en cierto modo todo poder le ha sido denegado, incluso el de la elección de su propia condena, de su condena a la copia, porque la transcripción no es un Arte ¿Cómo habría de serlo? Si el artista es un transcriptor, su transcripción es solo el gesto de una autocondena al exilio de la creación, una condena en que el artista se margina de toda elección, convencido como está de su inutilidad, gravitando en cambio incansable en esa rueda sin fin de la iteración transcriptora. Un círculo vicioso, como el del eterno retorno de la inercia.
El transcriptor. No eres tu Johanna, el transcriptor es otro. Un sin nombre.
Así lo vemos en su rutina de copiar, empeñado en transcribir al pie de la letra el yerro, el fallo de toda voz, esa habrá sido su paciencia, el gesto afirmativo de su silencioso anonimato.
Claudia Díaz, enero 18, 2016
1 comentario
Interesante análisis, importante tu regreso por Bogotá a disfrutar de estos eventos claves que nos ofrece el Banco de La República. Personalmente me encantó igualmente la propuesta de De la Calle, por su coherencia en el tiempo y su visión poética del dibujo expandido.