La Toma es una película con la típica estética del género documental: voz en off, material de archivo, banda sonora emocional, y una cuidadosa labor de edición sobre una larga serie de testimonios. La estética del documental parece imponerse, pero basta con sobrepasar el tiempo cicatero del clip televisivo, darle tiempo al tiempo, noventa minutos, para que sea la historia de La Toma lo que cuente: 1985, guerrilleros temerarios del M-19 se toman el Palacio de Justicia en Bogotá, entonces el ejercito nacional, con un espíritu de cuerpo brutal, se toma no solo el palacio sino también el poder de decidir sobre la vida.
En La Toma hay muy pocas secuencias de funcionarios del Gobierno de entonces, y casi ninguna del lírico Presidente Betancourt; a duras penas, una muy diciente, en la que su ministro de Justicia afirma sin rubor que esa noche, mientras la justicia era acribillada, ellos se fueron a dormir. Pero la secuencia más relevante de La Toma es la menos publicitada: la del proceso judicial por parte de abogados y familiares de los desaparecidos y los civiles asesinados, personas que durante 25 años han exigido ir tras la verdad hasta las últimas consecuencias.
En La Toma hay incluso una toma menor que parece “artística”: de día, en medio de una plaza vacía, un hombre de corbatín da de comer a las palomas, las alimenta apaciblemente mientras al fondo hay una tanqueta militar y de la puerta maltrecha del Palacio de Justicia sale gente del ejército y la cruz roja.
Esta toma fue la que los directores Angus Gibson y Miguel Salazar usaron —con algo de Photoshop— para el afiche de La Toma, pero en el documental la escena es de transición, un respiro a mitad de camino entre el agreste berenjenal de una historia compleja que no parará de confrontar al espectador.
Pero esa toma en manos de cierto tipo de artista habría sido una apoteosis de glamour “artístico”: una toma solita, en loop, en un televisor de plasma, expuesta en una desolada galería o en una concurrida feria de arte, o proyectada in-situ en una acción efímera —pero bien documentada— sobre la fachada del nuevo Palacio de Justicia. La toma, convertida en “obra”, sería acreditada a un artista héroe y usada de ilustración en la portada del libro académico de un violentólogo. Esa toma sería una pieza “surreal”, “ready-made” criollo, toque de “periodismo inspirado”, icono sin aristas, vía expedita para el goce sublime y el impulso alegórico, tesoro del investigador, el coleccionista, el crítico y el curador.
El poder de narración que tiene La Toma desenmascara a muchos artistas que quieren hacer con sus obras lo que no pueden: contar historias, mientras hacen lo que “no quieren”: estetizar.
Hace poco, al calor de una conversación que giraba sobre el arte de contar historias, Lucrecia Martel, decía: “Estoy absolutamente en contra del artista, no me creo un artista, yo trabajo en cine, detesto a los artistas, con la palabra artista siento que me están hablando de gente que no quiero conocer. Hay gente que se llama artista y que me parece está en las antípodas de la sensibilidad humana.”
(Publicado en Revista Arcadia #74)