«Bogotá, la tenaz suramericana» era una frase pintada en la pared que apareció en los años noventa, al norte, sobre la carrera séptima. El trino parodiaba el mote altisonante que alguien le puso a la ciudad, «Bogotá, la Atenas suramericana», y daba cuenta de un presente seco y de la aridez que estaba por venir: asesinato de candidatos políticos, alcaldes con ínfulas de estrella roquera (Pastrana), burgomaestres estrellados (Caicedo), bombas, racionamiento, polución, trancón y un largo etcétera que se extiende hasta hoy.
«Dinero.», decía un grafiti actual, inmenso, que el año pasado alguien pintó sobre una de las docenas de culatas irresueltas de la troncal de la calle 26. Un mensaje económico y con un punto final que conjuraba a toda la corruptela que por años se ha parrandeado esta obra urbanística: el Grupo Nule, los políticos del Cartel de la Contratación y, por supuesto, todos esos contratistas, como el Grupo Opain, que vestidos de legalidad han cometido todo tipo de crímenes estéticos.
Al menos, a manera de consuelo, este eterno retorno de lo mismo le ha traído a Bogotá cierto auge del grafiti. Sobre la misma troncal de la calle 26 quedó un «grafitódromo» involuntario donde el acabado inacabado de lo público dejó nichos imposibles para lo humano pero dispuestos para que la pintura los habite. Lo mismo sucedió en Filadelfia y Nueva York en las ruinas dejadas por las crisis económicas de las décadas de los 70 y los 80, basta ver las fotos de zonas industriales, vagones y culatas del metro totalmente tatuadas.
Otro tanto sucede en Sao Paulo con la tipografía del «pixação» que desde la década del 60 cubre de piso a techo la ciudad en lugares donde no se pensaría que es posible escribir. Tal vez la movilidad, el flujo y la constancia de esta forma pictórica sean una respuesta al quietismo social. El fenómeno se extiende al mundillo del arte: en 2008, en la Bienal de Sao Paulo, los curadores dejaron un pabellón en blanco para hacer una sesuda reflexión sobre el vacío. El espacio fue tomado por más de 40 «pixadores» que intentaron rayar las paredes y fueron reprimidos, uno de los «artistas vándalos» fue judicializado y las autoridades se encargaron de borrar la intervención para que la gentecita del evento continuara jugando al traje del emperador.
Un caso similar sucedió el año pasado en el Museo de Arte Contemporáneo de Los Angeles donde el galerista que dirige esa institución organizó la exposición Art in the streets. El ojo de la curaduría se cruzó con el ojo del coleccionismo y le dio la mirada museal de la Medusa al arte callejero, una ojeada bizca que cruzó historia con mercadeo y condimentó la nostalgia del pasado reciente con la actualidad callejera (Bansky incluido). El evento fue un éxito, marcó un record de asistencia, pero una de las piezas que sí estaban en la calle, y que había sido comisionada, fue censurada por la dirección del museo y lavada con pintura blanca al día siguiente de ser terminada: se trataba de un mural del artista Blu que mostraba un panorama de ataúdes cobijados con billetes. La institución museal señaló que la pieza era «inapropiada» y podía herir la sensibilidad de los transeúntes: esta pieza de «art in the streets» no pudo estar en la calle.
El viandante en el mapa es un texto de Italo Calvino que habla de su visita a una exposición de Mapas y figuras de la tierra. Ahí recuerda unas «fotografías de unos grafitis misteriosos» que aparecieron «hace pocos años en los muros de la nueva ciudad de Fez, en Marruecos». Al parecer quien los trazaba «era un vagabundo analfabeto, campesino emigrado que no se había integrado a la vida urbana y que para orientarse debía marcar itinerarios de su propio mapa secreto, superponiéndolos a la topografía de la ciudad moderna que le era extraña y hostil.»
En Bogotá, hace poco más de un año, murió Diego Felipe Becerra. Hay un policía procesado por el crimen. Todo indica que el incidente se debió a que el joven estaba haciendo un grafiti. Horas después del hecho, se intentó convertir a la víctima en victimario y se alteró la escena para hacerlo pasar por un ladrón. Muchos de los foristas que comentan el caso transfieren al artista la culpa del policía, y lo hacen porque supuestamente no usó las vías legales de expresión: una universidad, una sala museal, una pared aprobada por la Alcaldía. Pero resulta que los grafitis forman para parte de ese «mapa secreto» que algunos ciudadanos usan para orientarse en medio de una ciudad cada vez más «extraña y hostil». No importa que el trazo sea pequeño, mediado o grande, bonito o feo, de plantilla o de calibre grueso, con crítica o con ornamento, el grafiti es un gesto humano de respuesta pública al desvarío de la burocracia estética y la podredumbre estatal.
El grafiti es un medio privilegiado, es un arte sin intermediación, y Bogotá, «la tenaz suramericana», se lo merece.
(Publicado en Revista Arcadia #83)