El teatro o, mejor, la teatralización, se me hace cada día más imprescindible. Hay demasiado naturalismo, es demasiado naturalista la actual escenificación del mundo como para que no se eche en falta una teatralización enfática que rompa aguas y restituya la diferencia entre el teatro y el mundo abolida por la dicha escenificación. Creo que la recuperación de esa diferencia ayuda de alguna manera a liberarse de la fascinante versión audiovisual de la realidad que hoy nos ofrecen desde todas las pantallas y cuyo éxito depende en una parte nada desdeñable de la subyugante eficacia del naturalismo. De allí el entusiasmo con el que viajé a Holanda – al Museo Krüger Müller de Otterlo para ser precisos – a la inauguración de una gran exposición de Jan Fabre (08.04.02), el artista belga que ha hecho de la teatralización la clave y el signo distintivo de su trabajo. Él siempre marca ostensiblemente la diferencia entre la escena artística y la escena omnicomprensiva resultante de esa teatralización igualmente absorbente que Franz Kafka intentó captar en su novela América mediante la alegoría del Gran Teatro de Oklahoma. Y ese gesto suyo resulta doblemente político en el despliegue coherente de obras que ocupa actualmente una de las mayores salas del museo holandés, todas dedicadas al tema del Congo belga. Que no era exactamente belga, sino propiedad privada del rey de los belgas, Leopoldo II, y cuya historia de terror y espanto reconstruida literariamente por Mario Vargas Llosa es evocado por Fabre con inquietante eficacia. Esa sala del museo está dominada por una vasta construcción escenográfica completamente tapizada y sobre la que está tendido boca abajo el cuerpo desnudo de un hombre negro. El plano de este despliegue, aunque levantado sobre el suelo, está inclinado y su extremo más elevado es bordeado por una rotunda cenefa versallesca de escayola blanca. Y sobre el conjunto pende del techo una gran lámpara de araña, igualmente de época. La intención crítica del artista la pone en evidencia el gesto acusador de arrojar el cadaver de un africano en la mitad de un escenario palaciego, donde los africanos vivos o muertos están siempre fuera de lugar. La crítica también se hace evidente, aunque lo haga de manera elíptica, en la decena de cuadros de gran formato que pende de las paredes circundantes, entre los que figuran un retrato del propio Leopoldo II, la reproducción de la moneda de 1 franco acuñada expresamente para el Congo belga o una estampa selvática dominada por la imponente figura de un elefante. Todos esos cuadros rompen con el espacio ilusorio de la representación clásica mediante una anulación de la oposición fondo/figura que tiene que ver más con la que es tradicional en la orfebrería y las artes textiles africanas que con las canónicas lecciones del cubismo. Un vínculo con el contexto de origen subrayado por el empleo intensivo de brillantes caparazones de escarabajos que saturan completamente la superficie de cada uno de los cuadros.
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Carlos Jiménez
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publicado en El arte de husmear de Carlos Jiménez