La Promesa y la Selfie: capital simbólico y nuevas jerarquías en la era del arte masivo de la BOG25

La materialidad y los artefactos de las esculturas remiten a los barrios populares, desde el uso del zinc y la varilla para articularse con el oficio de maestro de construcción, hasta su imaginería americana de equipos de futbol y de los Looney Tunes o las intervenciones con aerosol que remiten al mundo urbano y del hip hop. La obra, por lo tanto, alude a la apropiación y a la autorrepresentación a través de símbolos importados por parte de identidades populares y urbanas de los jóvenes de Cali y otras ciudades de Colombia.

La selfie frente a la obra no es el fin del arte, sino su nueva misa laica: una coreografía donde la mirada colectiva sigue ordenando el mundo, solo que ahora lo hace bajo la luz del algoritmo. En ese gesto aparentemente banal se condensa el pulso de la Bienal BOG25: la emoción de saberse parte del espectáculo, el deseo de dejar huella en el espacio simbólico del arte contemporáneo. Más que una frivolidad, la selfie se convierte en un ritual de pertenencia, una forma de expresar capital simbólico frente a otros.

El neón, la monumentalidad, los artilugios electrónicos y las interacciones mediadas por redes sociales han tenido gran relevancia en los últimos días en el campo artístico colombiano. La atención masiva y la espectacularización de la Bienal BOG25 han sido ejes transversales en los textos planteados desde la institucionalidad y la crítica especializada; los cuales se han batido entre la defensa y el ataque hacia la propuesta de Ensayos de la Felicidad.

Parte de la crítica argumenta la mercantilización, la banalización, la pérdida de autonomía del campo e incluso una transformación estructural del curador y sus criterios de legitimidad, desplazándose desde la autoridad crítica basada en el conocimiento y la investigación hacia una autoridad sustentada en la visibilidad mediática y el capital de atención, un curador similar a un influencer.

La crítica que denuncia la banalización del arte en la era de la imagen parece en realidad sostener una defensa del régimen tradicional de contemplación, aquel que presupone distancia, silencio y decoro frente a la obra. Como sugiere Jorge Sanguino en  ¿Desde hace cuánto te gusta el arte?: del espectador contemplativo al espectador re-creado, el desplazamiento hacia formas de experiencia más inmediatas y participativas ha sido leído como una pérdida: “En algunos casos, los artistas han añadido tantos elementos a sus instalaciones que rompen la unidad de la obra, impidiendo que funcione o sea interpretada correctamente”. Detrás de esa preocupación subyace el anhelo por una pureza del gusto que el arte contemporáneo ya no puede —ni pretende— recuperar. Lo que en el pasado se entendía como la contemplación desinteresada del arte, hoy se percibe como una forma de distinción social en crisis. Así, la crítica a la espectacularización o al carácter “instagramable” de las obras no solo apunta al riesgo de trivialización —“la anulación del contexto histórico en favor del gesto rápido y divertido, capaz de producir seguidores”—, sino también a la defensa de una autoridad simbólica amenazada: la del espectador cultivado, legitimado por el saber y la distancia. Frente a ello, las prácticas contemporáneas, al incorporar la mirada activa del público, desestabilizan esas jerarquías y revelan que la supuesta banalización es, en realidad, un síntoma del reacomodo del campo y de sus formas de consagración.

Por otra parte, aquellos involucrados con la planeación curatorial sostienen que la Bienal BOG25 representa una ruptura con las jerarquías tradicionales del campo artístico, al desplazar la lógica elitista del “gusto puro” y promover una democratización de la experiencia estética, donde la participación masiva del público no banaliza el arte, sino que redistribuye la sensibilidad y redefine la legitimidad del gusto.

Precisamente por un interés sobre esa controversia, este texto propone, a través del análisis y sobre todo de la visita a una de las curadurías de la Bienal —La Promesa—, dar respuesta a la pregunta: ¿Qué formas de relación emocional y simbólica se materializan tanto en el consumo cultural como en las propuestas de la Bienal BOG25, particularmente en La Promesa?

En el Museo de Artes Visuales (MAV) de la Universidad Jorge Tadeo Lozano se alza una de las líneas curatoriales denominadas La Promesa. Según su curador, Elkin Rubiano, esta curaduría expresa cómo las promesas de felicidad a veces se cumplen o se frustran. Para materializarlo, reúne tres artistas y tres obras monumentales: Mona Herbe, Johan Samboní y Adrián Gaitán.

Si bien la afluencia en la Tadeo no alcanza la magnitud de los cerca de 8.000 visitantes diarios del Palacio de San Francisco —donde el fenómeno de la selfie y el espectáculo alcanza su punto más álgido—, La Promesa permite observar de manera más concentrada y reflexiva los mismos procesos simbólicos: la búsqueda de reconocimiento, la negociación entre lo popular y lo institucional, y la performatividad del gusto en un espacio más íntimo. Por eso, su elección como caso de estudio no se debe a la cantidad de público, sino a su densidad representacional, donde confluyen las tensiones del campo artístico contemporáneo.

Para ingresar al MAV hay que pasar por un vestíbulo y unas escaleras, una vez adentro el espectador se encuentra con la primera de estas grandes obras, Techos y Lámparas de Johan Samobiní. Se trata de una instalación sonora compuesta por gorras o cachuchas (tipo NEW ERA) de gran tamaño que cuelgan del techo, fabricadas en zinc, con varillas, bafles y luces led. Estas esculturas sonoras, como las denominan las cédulas curatoriales, son acompañadas de un mural realizado con vinilo y areosol con siluetas humanas aparentemente de miembros de pandillas de Cali, además hay un texto iluminado en led que dice “Vamos a ser tan lámparas que cuando cerrés los ojos nos seguirás viendo”

Fotografía Francisco Cavanzo

La materialidad y los artefactos de las esculturas remiten a los barrios populares, desde el uso del zinc y la varilla para articularse con el oficio de maestro de construcción, hasta su imaginería americana de equipos de futbol y de los Looney Tunes o las intervenciones con aerosol que remiten al mundo urbano y del hip hop. La obra, por lo tanto, alude a la apropiación y a la autorrepresentación a través de símbolos importados por parte de identidades populares y urbanas de los jóvenes de Cali y otras ciudades de Colombia.

Los públicos de la obra son de una gran diversidad cultural y etaria, lo que llama la atención es que la mayoría interactúan con ciertas recurrencias con la obra. Fotografías de la obra, selfies, escucha de las piezas musicales que remiten a las problemáticas urbanas, pero sobre todo el reconocimiento de la palabra “techo” para referirse a la gorra y como estos y sus imágenes han sido apropiados y resignificados por una población urbana y popular. Es decir, existe un reconocimiento de los códigos propuestos por el artista.

La segunda obra con la que los públicos se encuentran es The Game Never Ends de Adrián Gaitán. Se trata de una instalación inmersiva construida como arquitectura efímera y vernacular, con vitrinas y lo que la cédula denomina como ambientación simbólica. Es esencialmente un museo dentro de otro museo, un Wunderkammer que en su centro tiene una pirámide vitrina inspirada en la proyección televisiva de la cancha de tenis y a la iconografía del billete de dolar. Lo más interesante es que propone entretejer o tensionar a través de imágenes y objetos de deportes del norte global y de herramientas populares, un enfrentamiento entre capital simbólico y capital afectivo.

Fotografía Francisco Cavanzo

Además a los costados de la estructura se encuentran cuatro nichos o vitrinas que dentro tienen objetos que a través de un ensamblaje de materialidades diversas remiten a símbolos relacionados con la riqueza y el poder. La figura del poporo quimbaya especialmente hace evidente la discusión con el Museo del Oro tanto en discurso como en museografía, por lo que estas imágenes de deporte, poder o riqueza son reformados y hacen evidente la tensión entre memoria, valor y representación.

Fotografía Francisco Cavanzo

Sin embargo, esta obra y sus poderosas imágenes no tiene la misma resonancia en el público que la de Samboní. Si bien parte de las personas que asisten recorren la obra y se cuestionan lo que esta propone, otro tanto cuestiona y hace evidente la desconexión del arte contemporáneo con los públicos masivos que tanto parece gustar a los críticos de la bienal. A menudo escuché la tan repetida frase ¿esto por qué es arte? Y las comparaciones con bananas pegadas a la pared y las menciones del “arte moderno” no se hicieron esperar.

La última de las obras de la curaduría se encuentra en el otro extremo de la sala, se trata de Futuro Perfecto de Mona Herbe. Esta última obra es también monumental e inmersiva, realizada con materiales reciclados, pan, tierra, empaques, croché, sal, tapas y textiles impresos que ensamblan una espiral laberíntica multimedial diseñada para ser recorrida por el público que en su centro se encuentra con una recreación de la balsa muisca con pan, mientras todo reposa sobre tierra negra. La obra usa su materialidad y simbolismo para remitir al público a una metáfora sobra la promesa incumplida del capitalismo y de los Estados neoliberales.

Fotografía Francisco Cavanzo

La obra por tanto explora el mito de El Dorado como promesa y utopía fallida, pero también como relato fundacional del extractivismo en tierras americanas. Conviven entonces en las materialidades precarias, modestas y cotidianas junto con la imagen de la riqueza como forma de articulación que critica el despojo, la acumulación y el desplazamiento.

A diferencia de la obra de Gaitán los públicos denotan un disfrute más evidente de esta instalación. Su invitación de recorrido, los simbólos y materiales referentes al mito del dorado y a la modestía configuran un discurso que los públicos parecen comprender de una manera más sencilla. Las risas, las fotografías y las discusiones sobre la experiencia sensorial en la obra denotan una mayor conexión.

Las piezas más fotografiadas en esta curaduría —Techos y Lámparas y Futuro Perfecto— así como sus contrapartes masivas en el Palacio de San Francisco se convirtieron en verdaderos altares de la nueva misa visual. Allí, el gesto de tomarse una selfie no responde a la banalidad ni a la simple obediencia al algoritmo: es una forma ritualizada de presencia. Cada fotografía funciona como una ofrenda simbólica, una inscripción en el campo del arte donde los públicos reafirman su pertenencia y su mirada. Lejos de un consumo acrítico, las observaciones en sala muestran que muchos visitantes reconocen los códigos materiales y discursivos de las obras, los interpretan desde su experiencia y los ponen en diálogo con su propio mundo. La selfie, en ese sentido, no trivializa la obra, sino que la reinterpreta; transforma la contemplación en un acto performativo de lectura, donde el capital simbólico se expresa a través del cuerpo, la emoción y el deseo de significar.

A través del recorrido por la curaduría y de la observación de las recurrencias en narrativas y en comportamientos por parte del público se hacen evidentes las relaciones emocionales y simbólicas que propone la curaduría pero que también se materializan en las personas que asisten a la muestra.

Las declaraciones de la crítica sobre una mercantilización, una heteronomía controladora o una trivialización del curador que se transforma en un supuesto influencer se desploman con un análisis superficial de la propuesta de La Promesa. El correcto ensamblaje de tres obras monumentales que hacen emerger precisamente esas tensiones entre identidades locales e intereses y narrativas provenientes del norte global sacude con facilidad una crítica hacia un aparente discurso efectista en búsqueda de likes y atención masiva únicamente.

Si bien el involucramiento de actores ajenos al campo puede generar una cierta heteronomía, la emisión de juicios hacia la trivialización o la aspiración a hacerse viral puede leerse como lo que Bourdieu denomina alodoxia: la interpretación errónea de categorías —en este caso, lo colonial o lo mercantil— que reproduce una dominación simbólica sobre quienes pueden o no consumir ciertos productos culturales.

A pesar de que el campo artístico colombiano se encuentre históricamente vinculado con relatos políticos sobre justicia o redistribución, las declaraciones sobre la interacción masiva del público con la BOG25 y su aparente banalización revelan no sólo dominación, sino violencia simbólica sobre aquellos que no internalizan las competencias culturales apropiadas. La élite del campo artístico parece preferir imponer sus criterios sobre cómo se interactúa, consume y establece el gusto; olvidando que el consumo y las prácticas culturales son estéticas contingentes, y que la naturalización de estas reproduce relaciones de poder decimonónicas.

No obstante, si bien la curaduría y la interacción de los públicos revelan propuestas críticas y una aspiración hacia una redistribución de lo sensible, la oposición entre “distancia” (elitista) y “proximidad” (popular) simplifica la complejidad de las prácticas de recepción. Aquí es útil Claudio Benzecry: su etnografía de los fanáticos de la ópera en Buenos Aires muestra que el gusto popular también puede ser altamente jerárquico y ritualizado. Los “fans” no niegan la distancia, sino que la recrean desde su propia gramática emocional y corporal. Siguiendo a Benzecry, habría que preguntarse qué tipo de capital se pone en juego en esas multitudes.

Las recurrencias en los comportamientos de los públicos en lo que aparenta ser un torbellino luminoso de la Bienal, entre pantallas y cuerpos que se reflejan unos a otros, no diluyen la diferencia: la reinventan. Más allá del gesto democratizador o del mercado que todo lo captura, emerge una nueva forma de distinción, más efímera pero igualmente jerárquica. Como advirtió Bourdieu, el gusto sigue siendo una forma de decir quién se es —y quién no—, solo que ahora la legitimidad se juega en la superficie del espejo digital.

Los visitantes que posan frente a las obras, que fijan su presencia en la promesa de una imagen compartida, no banalizan la experiencia: la ritualizan. Convierten el consumo cultural en una gramática emocional, en una ofrenda pública de capital simbólico. Tal como sugiere Benzecry, el fervor estético no desaparece en la masificación; se transforma en devoción, en gesto repetido que reafirma pertenencias.

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Francisco Cavanzo es historiador, antropólogo, Especialista en Curaduría de la Universidad Europea Miguel de Cervantes, Magíster en Antropología y Magíster en Sociología de la Universidad de los Andes. Ha sido docente e investigador en la Universidad de los Andes en los Departamentos de Antropología y Sociología.

Además, ha fungido como periodista y columnista de diversos medios alternativos y académicois como The Conversation, Las 2 Orillas, La Oreja Roja y Esfera Pública. Trabajó en investigaciones y ediciones de libros relacionados con el conflicto armado, la violencia y la antropología. Actualmente ejerce como docente en la Universidad Externado de Colombia y la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Sus intereses investigativos  se centran en los sistemas de creencias moral-religiosos en culturas antiguas y contemporáneas.

5 comentarios

Gracias por el texto, y por citarme. Sin embargo, es interesante como mi descripción de la relación entre arte y espectador como «confrontación» ha sido completamente ignorada, enfatizando la de la «contemplación». (me cito: «En la era de las redes sociales, la exhibición, la obra y la inauguración han dejado de ser espacios de contemplación o confrontación para convertirse en dispositivos de recreación.»). Una relación que he ampliamente explorado en textos anteriores publicados en Esfera Pública, que además retomé en el diálogo reciente con Elkin, recordando cómo la confrontación tuvo un rol importante durante las guerras culturales de los ochenta en USA. En particular no me interesa el tomar partidos; sino realizar observaciones de procesos que intervienen en varios niveles de lo que llamo sistema del arte.

Creo que una de las deficiencias que ha tenido el debate es su ahistoricidad; olvidando las dinámicas de las transformaciones entre espectador y obra de arte en sus últimos 300 años, (un periodo que propongo siguiendo a Thomas Crown con su investigación sobre la emergencia de la noción de público.) El supuesto espectador del régimen de contemplación (Elkin creo que lo llama Kantiano) no se acaba con la llegada del Selfie contemporáneo, como si este primero fuese estático e incorruptible hasta la llegada del celular. La ahistoricidad ha constituido un debate basado en la suscripción de posiciones, en algunos casos, encontradas. Sin embargo, la historia de la recepción nos permite descubrir otros modos que emergen en las relación arte/público/espectador. Relaciones que son llenas de tensión y divergencias.

Precisamente la tensión actual son los procesos de subjetivización que operan actualmente, y he ahi, mi enfasis en utilizar el doble significado de «re/crear/. Por un lado, señala esparcimiento. Por el otro lado, señala las subjetividades que se están originando (creando) en el proceso de espectacularización de la obra de arte y su transformación simultánea en producto financiero. Un ejemplo simple es la actual connotación social de quien se llama a sí mismo «coleccionista», actuando como tal en los medios sociales incluso sin ser un coleccionista verdadero.

Agradezco mucho la lectura atenta y la precisión del comentario. Coincido plenamente en la importancia de situar al espectador dentro de una historia de transformaciones, y no como una figura fija o esencial. De hecho, es precisamente desde esa historicidad —entendida como contingencia— que propongo leer las nuevas formas de relación entre públicos y obra. Si, como sugiere Thomas Crow, el espectador moderno surge en un momento social y político específico, con el desarrollo de un “público” que aprende a mirar y a juzgar, también las formas actuales de participación y ritualización —el registro fotográfico, la circulación en redes, el gesto del selfie— deben leerse como nuevas materializaciones históricas del vínculo entre arte y sujeto, una nueva forma de expresión de capital simbólico. No se trata, entonces, de contraponer contemplación y recreación, en donde se asume que la selfie es un gesto democratizador, sino de observar cómo se reconfiguran las jerarquías simbólicas y los modos de legitimación dentro del campo artístico.

Reconozco también la observación sobre el doble sentido de “re/crear”, y la valoro especialmente: efectivamente, en ese gesto contemporáneo se cruzan el esparcimiento y la producción de subjetividades, una tensión que comparto y que considero central para pensar el presente del arte. Sin embargo, mi lectura del texto “Desde hace cuánto te gusta el arte” percibe en él cierta melancolía por la pérdida del régimen contemplativo. Cuando se afirma que “la exhibición, la obra y la inauguración han dejado de ser espacios de contemplación o confrontación para convertirse en dispositivos de recreación”, o que “mirarse a uno mismo se ha vuelto el gesto más automático —y quizá el más irreflexivo— de todos”, aparece, aunque de forma sutil, una nostalgia por el espectador del siglo XIX, en donde son sólo los iniciados los capaces de comentar o consumir arte: aquel que miraba desde la distancia reverente, legitimando su pertenencia a un orden del gusto.

En ese sentido, más que oponer épocas o posturas, mi intención fue pensar cómo ese antiguo régimen de mirada se prolonga incluso con una mirada crítica —y se reconfigura— en las nuevas economías simbólicas del presente.

La crítica al “espectador contemplativo” es válida en tanto denuncia un modelo elitista, pero no puede convertirse en un desdén absoluto hacia la dimensión reflexiva del arte, que sigue siendo necesaria para cuestionar y desestabilizar las narrativas hegemónicas. Celebrar sin matices la masificación como redistribución del capital simbólico resulta en un gesto vacío que oculta los mecanismos de exclusión digital y los nuevos monocultivos culturales impuestos por el mercado y las redes.

La persistencia de nuevas jerarquías atravesadas por la lógica del algoritmo no es una simple recomposición inocua, sino la reproducción de formas sofisticadas de violencia simbólica y control del gusto. Esta superficial democratización se asemeja más a la cooptación que a una verdadera apertura del campo artístico, que hoy debería responder no sólo a nuevas visualidades sino a retos políticos y éticos reales en contextos como el colombiano.

Por último, si buscamos avanzar hacia un arte contemporáneo legítimamente plural y crítico, debemos evitar la fascinación acrítica con el espectáculo y apostar por fortalecer espacios donde la complejidad, la tensión y la transformación social no se sacrifiquen en el altar de la viralidad.

Hola Francisco. Gracias por tu respuesta. No, no hay melancolía. No es una interpretación correcta de mi texto. En lo personal, si hubiese algo que extraño es precisamente el espectador confrontado. Por varias razones. La primera personal. Al ser miembro del Consejo Directivo de la Sociedad para la Promoción del Archivo Central para la Investigacion del Mercado de Arte Aleman e Internacional (Zadik, afiliado a la Universidad de Colonia) tengo el privilegio de escuchar en ocasiones a los gestores culturales en Alemania en los 60, los 70 y los 80, y de conocer a los archivos y por lo tanto, comprender la recepción de arte durante esas décadas. Esa mirada histórica anima la mayoría de mis ensayos con el tema del espectador confrontado considerando a esta estrategia como el camino elegido para la volver a establecer el tejido social afectado por la postguerra; y aquí yacen herramientas para analizar los de procesos de subjetivizacion individuales que son los que operan hoy en día. (algo que se encuentra ademas en el texto que citas). Es decir, si algo extraño son las estrategias artísticas, los dispositivos de exhibición, y los discursos que sostendrían una posibilidad del arte como confrontación. Sin embargo, permitamos tu interpretación de mi texto siempre y cuando conduzca a un debate productivo: Mi texto busca (otro tema que se ha ignorado) entender (si hay) los cambios de las estrategias artísticas contemporáneas en relación al nuevo espectador. Como historiador de arte y curador me interesan esos cambios, y una Bienal es el laboratorio para entender el estado actual de la producción de arte. Mi texto acusa el defecto de una mirada parcial por el poco tiempo en Bogotá, pero considera que la relación del espectador re/creado y la obra de arte, ha conllevado al predominio de las estrategias de instalación. Esto es bastante interesante, en tanto la instalación tiene una historia contemporánea bastante densa, siendo una estrategia artística difícil. Ahora, bien, si la mayoría de los artistas utilizan la instalación, y algunas de ellas no cumplen su cometido, (como lo describo en tanto algunas de ellas no funcionan en el espacio, o pierden la unidad en la cacofonía de elementos, – no se trata de una nostalgia- ) mientras otras son magníficas y conducen a la resolución de aspectos tales como espacio, materiales y espectador; reconocemos desniveles en la practica de la instalación Colombia, y a su vez, reconocemos posibilidades: ¿cuáles serian estas? tal vez reforzar el programa académico para los artistas en cuestiones de la instalación, (no sólo en la universidad, sino fuera de ellas, aunque como no vivo en el país no lo sé); a su vez implica que todos, curadores, directores de museos, galeristas y críticos de arte, etc tenemos que ganar competencias para entender lo que está sucediendo y saber cómo hablar y discutir sobre practicas artísticas en tiempo del espectador re/creado. Esto sería una gran ganancia, así evitamos acusar los unos de «elitistas» y los otros de «populistas». No es tarde para que el debate sobre la Bienal llegue a este punto.

Muy interesante la reflexión de Francisco Cavanzo al pasar de la intuición —de aquello que simplemente se ve, la oposición entre espacios de alta afluencia y de circulación restringida— a una comprensión más profunda de los flujos, conversaciones y modos de apropiación que se dan en torno a tres obras específicas, mediante un análisis de corte etnográfico en el museo. También resulta clave la postura de Sanguino, al hacer un llamado por no reducir la discusión al esquema simplista elitismo versus populismo.
Sin embargo, es necesario tomar posición frente a las críticas a la selfie y al comportamiento de las multitudes, pues con frecuencia estas lecturas tienden a infantilizar al público y reproducen visiones ya agotadas de corte catastrofista. La posición más fecunda no es, entonces, ni el catastrofismo ni la celebración festiva, sino una aproximación ambivalente, que reconoce las tensiones y ambigüedades propias de los modos contemporáneos de mirar y participar en el arte.
Esta ambivalencia solo se alcanza a partir de ejercicios como los de Cavanzo, que observa al público en relación con las obras, más allá de las proclamas automáticas en contra de las llamadas “multitudes silenciosas”. También conviene recordar que la reflexividad y el pensamiento crítico no se alcanzan únicamente mediante la distancia y la contemplación silenciosa.
El silencio, aunque hoy se perciba como un bien escaso, es inseparable de la experiencia moderna e industrializada de las ciudades. La posibilidad de una reflexividad en medio de la multitud es tan vieja como las observaciones de Baudelaire sobre el flâneur, ese hombre que piensa y siente en medio del flujo urbano.
De ahí la importancia, como bien señala Cavanzo, de reconocer que un evento como la Bienal, por su magnitud, contiene múltiples registros: desde obras que atraen de inmediato la mirada por su espectacularidad hasta otras de circulación más discreta, con menos fotografías, que propician modos distintos de aproximación. En este sentido, no debería caricaturizarse una Bienal a partir de su éxito multitudinario, pues la Bienal de Bogotá evidencia diversas capas y ritmos de relación entre obras y públicos, que cierta crítica apresurada tiende a invisibilizar convenientemente.
No hay posibilidad de una crítica acertada que no pase, necesariamente, por las obras y por los artistas.