Por Isabel Cristina Díaz
A propósito de la reciente conmemoración del día de la mujer y de las pintas en el monumento de La Pola, la imagen de este «aburrido» Jiménez de Quesada, que ahora pasa sus días de jubilación, junto a un árbol de curuba en el patio interior del Museo de Bogotá.
Años después de que integrantes de la comunidad Misak destronaron la imagen del conquistador, logrando su retiro definitivo de la Plazoleta de la Universidad del Rosario, la discusión sobre este tipo de patrimonio pareciera continuar pendiente. Quiénes se lamentan y desprecian las pintas sobre La Pola seguramente también resienten el destino actual de la estatua de Jiménez de Quesada. El asunto es, entre otras cosas, que mientras algunos agentes culturales y grupos políticos utilizan el estallido social como plataforma y escenografía de su quehacer político, la urgencia del debate sobre el patrimonio continúa privilegiando una definición del mismo, que implica un tipo de relación distanciada con la ciudadanía.
En esa visión, el monumento, simbólica y físicamente aparece intocable, exigiendo ser tocado exclusivamente por una comunidad de especialistas, para los que escribir o referirse a los monumentos, sin pertenecer a dicha comunidad, también parece inconcebible; entonces, y al respecto, opinar sobre estos, no como especialista, sino como ciudadana.
En la práctica, un monumento es continuamente apropiado y resignificado de modos distintos por diversas comunidades y grupos sociales, en ése sentido, el monumento se toca, lame, besa, raya, sabotea, golpea, cubre, pinta, incluso arde, cargándose de sentido hasta actualizarse. El hecho de que su defensa se traduzca en desprecio y enjuiciamiento público de todo aquel que viole la intocabilidad del mismo es preocupante. Pensar en una conversación extendida y problemática sobre el patrimonio, seguramente será posible cuando otras voces ocupen el lugar que hasta ahora han tenido quienes, desde una visión muy conservadora del asunto, permanecen retrasando la discusión extendida del mismo.
Vuelvo sobre el patio interior del Museo de Bogotá: en la esquina, muy cerca del muro, la estatua de Gonzalo Jiménez de Quesada, aún sin pedestal, continúa imponiéndose con su tamaño, sin embargo, ahora aparece vencido, ha perdido su mano derecha, el brazo mutilado continua en alto, doblado hacia el rostro, como exhibiendo un castigo. Desconozco los criterios que tuvo el Museo para ubicar la escultura en este lugar, pero su ubicación a mí me resultó amablemente provocadora, provocar, por ejemplo, otras lecturas sobre el monumento, sobre su historia reciente, sobre los hechos que hicieron que este ahí, y sobre las posibilidades de rescritura sobre ese pasado colonial.
Jubilar algunas estatuas trasladándolas al museo (y al cuidado de expertos), pareciera una lección que desde aquí invita a continuar con el debate. El valor histórico del monumento, de la estatua de Jiménez de Quesada, se actualiza en este patio interior, no sólo recobra su condición de cosa, entre las demás cosas que conforman este modesto museo, también permite ver el modo en el que se articulan los significados hasta hacerse símbolos e historia.