Bestial instalación de Danilo Dueñas en el espacio central del segundo piso de la Casa Republicana. Silvia Juliana Suárez Segura-María Wills, Beuys y más allá. Biblioteca Luis Ángel Arango, Casa Republicana, 19 de mayo-22 de agosto, 2011. Bogotá.
Sin haberme recuperado de la terrible noticia del robo de dos obras de Joseph Beuys sufrido por parte del Deutsche Bank el 9 de febrero en su oficina central de Francfort, pero sintiéndome feliz por saber que ese mismo banco decidió donar a perpetuidad “unas 600 piezas valoradas en 20 millones de euros al Museo Städel”, acudí a ver la muestra Beuys y más allá, en la Casa Republicana del Banco de República. Era tal la mezcolanza de sensaciones que no quería dejar pasar la oportunidad de ver obras de un artista tan prestigioso y reconocido en mi bella Bogotá. Además de eso, también quería ir porque me había causado hondo pesar (y risa) la pronunciación del apellido del insigne alemán que, en alguno de los segmentos dedicados al arte en W Radio, hizo Doctor Casas una mañana de la semana anterior: según él, el apellido del artista era “Beyuis”, no “Bois”. Y lo repitió seguido.
Al entrar sufrí mi primera desilusión: fotos, acuarelitas, serigrafías y manchonsitos canonizados en infinitas ediciones tipo Phaidon del apóstol alemán y sus herederos. Éstos orbitando alrededor. Inicialmente, parecía como si la curaduría quisiera afirmar que lo único valioso de esas personas era haber estudiado con Beuys. Nada fuera de lo común (¿no se inscribe un curso de arte más por la persona que lo dicta que por saber qué es lo que se quiere aprender?)
Al subir, segunda desilusión: libritos dedicados sólo al apóstol y ya ni siquiera a sus herederos y luego otros tres de Rosario López, Danilo Dueñas y Lucas Ospina. Ah, y la revista Valdés, editada por Ospina, Bernardo Ortiz y Francois Bucher. Ojeando los libros pensaba cuál había sido el último buen trabajo que había visto de cada una de esas personas y me entregué al arte de la rememoración: López, Esquinas Gordas; Dueñas, Salón de actos; Ospina, Filosofía; Ortíz, The Best Way to do Art; Bucher, Severa Vigilancia. No recordaba ninguna más, qué mal por mi pésima memoria y qué mal eso de andar clasificando a los artistas que medioconozco sólo por las cosas buenas que hacen. ¡Hay que aceptarlo todo!, me dije, para recriminarme ipso facto: “Todo hombre o mujer es artista”.
Después me pregunté porqué no había algo de Luisa Ungar, ¿acaso la revista A*terisco no es una propuesta de la cual ella hace parte integral? Luego caí en cuenta que la decisión de poner un ejemplar habría confundido a la audiencia, pues implicaría el incluir muchos más artistas de los ya seleccionados (es decir, la plana completa de su comité editorial).
Posteriormente, me dirigí hacia la fotografía en blanco y negro de Francois Bucher que abría la sala del segundo piso y quedando atónito frente a esta obra me puse a pensar, estorbando a las demás personas, cuál era el motor de aquel extraño fenómeno que aquejaba a gran parte de los artistas locales que tras aceptar un cargo profesoral de tiempo completo disminuían la calidad de sus propuestas. ¿Falta de tiempo para trabajar con juicio? ¿arte de domingo? ¿cosas de la vida? Sin encontrar una respuesta satisfactoria frente a estos acuciantes cuestionamientos continué mi recorrido, que repetí dos veces para convencerme que estaba ante una excelente exposición colectiva precedida de una floja antesala.
El montaje de las obras presentes en este espacio ameritaba haber rebajado el tono triunfalista de la publicidad que rodeó esta exposición, diciendo en todo lado que Beuys llegaba a Bogotá, para limitarse a hacer lo que esa sala mostraba: exhibir una selección de trabajos de artistas que enseñan, que hacen obra y que ponen en relación su trabajo profesoral con los proyectos que adelantan.
En este sentido, el ensayo visual Sin Título de Bernardo Ortíz resultaba de gran ayuda: en un espacio de la bóveda norte del segundo piso de esa sala se montó un proyector de dispositivas, había un vacío en la esquina frente a él, del que salía luz y al lado dibujitos claros con sellos de color rojo con fechas, montados con primor sobre palitos pintados de blanco. En el vacío de la esquina un tubo de luz fluorescente tras un vidrio iluminaba unas diapositivas. Al intentar verlas uno quedaba inmediatamente encandilado. Debía cerrar los ojos, descansar, aprovechar para pensar (si quiería). Y esta idea reforzaba con el proyector de diapositivas apagado (aunque quizá debía estar encendido, pero con los equipos audiovisuales en las exposiciones de la Luis Ángel Arango casi nunca se sabe), que por no mostrar nada recordaba la Lección sobre historia del arte de Luis Camnitzer en el 41 Salón Nacional de artistas. Como en la obra del uruguayo, Ortiz hacía énfasis en el discurso monocorde que todos los profesores de arte terminamos por establecer frente a los estudiantes al anegarlos con referencias, imágenes y fotocopias (yo lo hacía antes con las fotocopias, pero ahora no porque es delito), para tratar de ponerlos a pensar en cosas no vistas, homogenizadas en su formato y auratizadas por el efecto de representación fotográfica, y que a ellos, a quienes deben sufrirlas, no les dicen nada. O los asombran, intimidándolos también.
Luego de esto apareció el enigma de Luisa Ungar dentro de la muestra. Tal vez, esa decisión obedeció más a una intención propia de la metodología de trabajo de Danilo Dueñas, que buscaba desestabilizar un poco el conjunto general de la exposición al ponernos frente al trabajo de una artista que pocos reconocen como productora de obras y más como editora exitosa. Tomándolo desde ese punto de vista, resultaba interesante examinar ese trabajo dentro de la totalidad del grupo seleccionado, que al ser comparado con el volumen de piezas con que cada artista había participado se veía empequeñecido. Entonces, sí, viéndolo así, había un claro desbalance.
Frente a la enorme instalación que Danilo Dueñas puso en el centro de la sala no quedaba más que sorprenderse por la forma en que había intervenido el lugar, enseñándonos de paso cómo se hacía una buena aplicación del mandamiento número uno del instalacionismo, o mejor, como debe decirse en la academia, del campo expandido:
“«La no-arquitectura es, según la lógica, una cierta clase de expansión, sólo otra manera de expresar el término paisaje, y el no-paisaje es, simplemente, arquitectura. La expansión a la que me refiero se denomina Grupo Klein cuando se emplea matemáticamente […] Por medio de esta expansión lógica una serie de binarios se transforma en un campo cuaternario que refleja la oposición original y, al mismo tiempo, la abre. Se convierte en un campo lógico expandido”.
Hay que ser muy buen profesor para aprenderse eso y hacerlo entender.
De otro lado, resulta notorio observar de dónde egresaron todos los artistas locales invitados y notar la singularidad patente en ese gesto curatorial. Por la tesis que defiende esta curaduría, al sostener que “los trabajos de los estudiantes tanto alemanes como colombianos en la exhibición reflejan a sus maestros en vías específicas, lo mismo que a las décadas resultantes del desarrollo del arte en sus respectivos países”, queda bastante claro que sólo la Universidad de los Andes ha puesto algo significativo en el campo artístico colombiano. Y eso, para las décadas que cubre la generación de los participantes podría ser, sólo un poquito, cuestionable.
Es decir, ¿la cuota de otras universidades se limitó al rol de la curadora (que además contó con la colaboración de otra egresada de la misma universidad privada)? ¿De verdad ni un sólo artista de otra universidad podría estar ahí? Cuando me di cuenta que estaba yéndome por las ramas de la criticadera institucional decidí repetirme ipso facto una de las frases del texto de presentación que más me enterneció: “La idea no es encontrar una versión latinoamericana de Joseph Beuys”. Entonces, cuál era la idea, ¿encontrar la versión uniandina de Joseph Beuys? Probablemente no, pero entonces, para que esa idea nociva no fructificara, mejor habría sido añadir en el título “Grandes Maestras y Maestros de la Escuela de Los Andes”, y entonces no nos sentiríamos en una fiesta de fraternidad (a donde sólo nos invitaron a ver –desde la ventana-).
Guillermo Vanegas, con la colaboración de W. Orlando Contreras