La especie hombre, la subespecie hombre blanco, la clase hombre rico, la clase hombre pobre, la especie masculino, la especie mujer, la especie homosexual, la subespecie afro… las infinitas casillas en que el hombre contemporáneo habrá de subdividirse, catalogaciones múltiples y específicas, podrá arrojar acaso algo a esa sed de identidad, a esa ansia de identificación?; el hombre se separa de sus congéneres en culturas cada vez más inconmensurables que asimilan modos de vida y representación; las fronteras son cada vez más visibles, la botánica humana produce cientos de clasificaciones que hacen imposible su disección bajo el anacrónico concepto hombre; la sociedad se atomiza, se hiperclasifica, las ínfimas partículas habrán de ocupar pequeños receptáculos en que será previsto cada segmento de su particularización; sin embargo, la aprehensión de ese hombre resultará cada vez más una empresa execrable y desmesurada, la rotulación de esos seres en lo sucesivo implicará acogerse a uno de los tantos subgéneros en que ha derivado la expresión. Es el nacimiento de las micro-culturas llamadas también de manera rimbombante “multiculturalismo”. El pensamiento liberal, exhibe este abanico paroxístico como expresión de su talante democrático. En adelante cada subespecie humana habrá de alcanzar una nominación específica en que queden consignadas sus particularidades, el nuevo nombre socio-botánico habrá subsumido de manera eficaz los deslices de una época “brutal” que había condenado a esas especies a su pertinaz diferenciación (el colonialismo cultural).
En adelante la Literatura, y todo evento estético rápidamente habrán de transponerse bajo el eufemismo de la comunicación, apelando juiciosamente a los árboles botánicos de la ramificación cultural. Toda expresión hará visible la versión renovada de la nueva Democracia Multicultural. Tendremos libros a la medida de cada uno, y los escritores habrán de comprometerse con las directrices de esos subgéneros en que las atomizadas expresiones tomarán su curso. Será la panacea de la crítica, ávida siempre de clasificaciones y sub-clasificaciones con que asir los artefactos culturales en cuestión. Tal vez en adelante no se trate de asirlos, bastará con nombrarlos, con hacerlos encajar en las micro-clasificaciones culturales. Porque el público lector y todo espectador comenzarán a nutrirse de esta fiebre clasificatoria en que el repertorio cultural habrá de premiar su buena conciencia. En Colombia esta actitud comenzó tempranamente con las Literaturas de la Violencia, que pasaron a corregir ávidamente el malestar de un país que se desangraba con la violencia partidista. Los libros se llenaron de cadáveres, de crímenes atroces. Nació la égida de los Colombianistas, que cada tanto celebraban sus congresos internacionales donde esa Colombia violenta era el tema de disección. Con la novela el interés documental de esa realidad desbordada pasó al cine, el Cine de la Violencia, luego habrían de aparecer otras expresiones acordes a nuevas presencias coyunturales, la cultura del terrorismo, la cultura urbana, el fenómeno paramilitar, el desplazamiento, etc. Definitivamente estamos a las puertas de una cultura donde el ansia creadora se nutre con el furor por la denuncia, activada por un público ávido de sensacionalismos políticos y sociales, las situaciones extremas de las todavía repúblicas bananeras serán los territorios que la esfera pública invita a compartir. Son definitivamente los tiempos de la Pornomiseria.
Cómodamente sentado en su silla en la sala oscura, aislada de la realidad con algodones y cortinas, el espectador digiere asépticamente todo el panorama de la degradación humana, su explotación, el hambre, las matanzas, su exterminio, la enfermedad y todas las miserias catalogables, impunemente consume la miseria como espectáculo mientras apura su coca-cola y las crujientes y olorosas palomitas de maíz. El Cine de la Miseria es el producto cultural a la medida de esa Cultura de la Violencia exportable a los pueblos del desarrollo o también el almacén del que pueden vampirizarse las muestras de esas culturas del horror, unas tierras sin futuro donde la cultura de la violencia, es otra especie cultural, otra forma de la explotación vital. El cine de la pornomiseria exporta las entrañas del subdesarrollo en forma de objetos culturales políticamente correctos que el primer mundo exhibe y premia. “Agarrando pueblo” (Luis Ospina / Carlos Mayolo, 1978) es la parodia de este evento y nace como un deseo por denunciar lo que el cine nos hace.
Claudia Díaz, septiembre 2011