Latienda Medellín, Alimenta a los curadores (2012). Performance. Feria Odeón, 19-23 de octubre. Bogotá.
En el site donde promocionaban su presentación, los integrantes de Latienda Medellín reclamaban en mayúscula sostenida: “ESTO NO ES ESTETICA RELACIONAL. ESTO ES COMERCIO. ESTO ES ESPECTACULO. CURADORES MURIENDO.” Y su presentación se dio en medio de la feria organizada por la fundación Teatro Odeón.
De hecho, este proyecto resultaba atípico dentro de los dispositivos de exhibición que funcionaron en las ferias de arte de Bogotá de este año. No era un performance de alta calidad formal (según suele concebírsele en nuestro contexto, pues omitía el desgaste épico -que genera identificación automática y dolorosa entre quien mira y quien sufre-, la sobreactuación pokerface -de quien intenta redimir el mundo sin expresión facial pero quiere que se le reconozca el esfuerzo con una sonrisa o una lágrima-, la documentación fotográfica de alta calidad -que retribuye económicamente tantos esfuerzos-, o la animación -de hecho no sucedía gran cosa. Ni hacía parte de un enorme project room (que suele localizar la experimentación en un lugar específico, seguro y resguardado de toda sorpresa o, mejor, que pone la sorpresa en su lugar). Ni era un alegato contra el sistema económico actual (técnicamente, se vendían cosas: agua y galletas por $2000 pesos -costosas las galletas-).
La idea era ver a tres curadores extranjeros encerrados durante la jornada laboral de la feria, haciendo networking y dispuestos para que la gente les hablara y les diera comida. Ellos mismos se sometían a ser una educada atracción de zoológico. Su actividad se concentraba en moverse de un lado a otro y esperar.
Habría que pensar que esa obra funcionaba como un proyecto derivado de un proceso de formación profesional, que abarcaba la reflexión sobre el acto mismo de curar como evento y el rol del curador como estrella principal, que activa presentaciones de arte como dispositivos de creación de sentido y trata de incidir dentro de una comunidad. En su conjunto, tenía que ver con una teorización actuada sobre el perfil social de la curaduría, en clave de chiste interno. Al burlarse del supuesto encanto que posee esa actividad, los artistas decían lo que los curadores no suelen (solemos) decir de dicha labor: que es aburrida.
Una persona que hace curaduría funciona dentro de un entramado de relaciones públicas, donde los lazos de amistad y la constante atención a lo que realiza el gremio artístico se organizan esclusivamente a partir del establecimiento de vínculos: líneas conceptuales que se dirijan desde las obras hacia un contexto específico (político, de recuperación histórica, o de diálogo entre diferentes objetos) y que se publicitarán dentro de un contexto aun más específico (exhibiciones convencionales, conferencias, artículos de prensa, entrevistas, redacción de comunicados). Solamente se hace eso, lo demás es una serie de supuestos agregados. Para establecer una analogía, vendría a ser más o menos como el subrogado de la bohemia que se antepuso a la actividad artística cuando ésta trató de adquirir una autonomía dentro del espacio social decimonónico de Europa: un buen artista debía ser socialmente problemático. En este caso, entonces: un buen curador debería ser socialmente exitoso. Falso.
En realidad, la proyección del papel de quien cura puede verse más como una ficción que avala una serie de juicios derivados de los efectos profesionales que ha tenido esa labor en lugares particulares. Para un contexto como el colombiano, al introducirse de manera progresiva dentro de las expectativas de patrocinio estatal de la producción visual a partir de la segunda mitad de la década de 1990 -que se cristalizó en el paso de los Salones Nacionales de Artistas a los Salones Nacionales de Proyectos Curatoriales-, terminó por obtener una visibilidad excesiva que el sector de los productores resintió con ahínco. Sobre todo por la derivación de recursos económicos: los curadores se quedan ahora con el dinero que anteriormente se destinaba a los artistas. Sin embargo, como un mal necesario, se ha aceptado su preeminencia a cambio de la resistencia pasiva contra su actividad: mejor hablar mal de ellos, que no lo sepan, pero aceptar sus invitaciones.
En este caso, y sin basarse necesariamente en un conocimiento histórico de esta situación, quienes curaban -o quienes actuaban que curaban- en Alimenta a los curadores, atraían efectivamente la mirada pero porque estaban encerrados. En este sentido, su concentración espacial era literal: estaban ahí para que se perdieran de vista el menor tiempo posible. Apresados del tipo de personaje que estaban representando.
Incluso, lo que más hacía falta en ese proyecto era aquello que precisamente le da razón de ser a la profesión curatorial: artistas alimentando a los curadores con proyectos para realizar. Quizá ese detalle no fue aprovechado con suficiente sentido de la oportunidad. Distanciamiento entre gestores culturales y actores del campo. Quizá esto podría verse como una confirmación de la tensa calma a que está sometida esa relación. Un silencio que sólo se activa cuando hay un encuentro mediado por una solicitud específica, porque de otro modo sería algo molesto y pesado ¿quién declararía ser el mejor amigo de un curador frente a otro curador? ¿un comentario en ese sentido no impediría futuras alianzas transitorias? En un obvio gesto de distanciamiento elegante, no alimentar a los curadores implica condenarlos a la inanición. En realidad, habría que saber si efectivamente se recibieron propuestas de exposición o portafolios durante el proyecto o si simplemente quienes producen arte se dedicaron a ver las falencias técnicas de su puesta en espacio. Si alguien decidió superar la evaluación formal para pasar a la acción y construir una amistad -o fingir que construía una amistad-, con ellos para luego convencerlos de las virtudes de hacer algo. Agua y galletas no son suficiente dosis calórica para sobrevivir. Los curadores sin proyectos, viven menos. Y, generalmente, cuando se los inventan, les salen raquíticos.
–Guillermo Vanegas