La propuesta Arquitectura Emocional. Cobijos y Moradas, presentada por Angélica Teuta en el marco del XIII Premio Luis Caballero, se inscribe en un campo de reflexión donde la arquitectura trasciende lo funcional y se convierte en experiencia sensible. Su recorrido por cuatro mundos hace recordar, en primer lugar, las imágenes de Bachelard, quien en La poética del espacio vio en el nicho, el rincón, el nido o la concha metáforas privilegiadas del cobijo y la intimidad. También hace recordar las reflexiones de Heidegger, cuando en Construir, Habitar, Pensar afirmó que la esencia de habitar implica cuidar, resguardar y mantener la relación con la tierra, el cielo, lo divino y lo mortal. Sin embargo, mientras en Heidegger la conciencia de la muerte es inseparable de la experiencia del habitar, la propuesta de Teuta se concentra en el milagro de la existencia, la metamorfosis y la transformación vital, acercándose más a las concepciones de las comunidades ancestrales amazónicas, donde la maloca no solo es casa, sino cosmos vivo, tejido colectivo y escuela de vida.
A diferencia de un arte concebido solo para la mirada, Arquitectura Emocional está pensada como una experiencia óptica y táctil. Los visitantes no se limitan a contemplar, sino que atraviesan espacios de texturas, terciopelos, alfombras, fibras y superficies que exigen el contacto del cuerpo. Lo táctil, lo sensorial y lo experiencial se convierten en ejes centrales. Por eso la exposición dialoga de manera natural con un público infantil, que reconoce con facilidad el sentido de juego y exploración en su recorrido. Pero también interpela a los adultos, a quienes, posiblemente, devuelva a ese tiempo en que la percepción del mundo pasaba por el tacto, el juego y la imaginación. Así, la propuesta de Teuta convierte el acto de habitar en un gesto compartido y sensible, donde lo íntimo y lo colectivo, lo animal y lo humano, lo cotidiano y lo cósmico encuentran un lugar común.
Los cuatro círculos
Al inicio de la exposición, el visitante se encuentra con cuatro círculos pintados colectivamente. Su disposición frontal, iluminados en la penumbra, anuncia que el recorrido será un tránsito a través de mundos que no pertenecen a un solo creador, sino a una pluralidad de manos, miradas y gestos. Cada círculo se convierte en una especie de mapa simbólico: fragmentos de color, imágenes superpuestas, trazos que se ensamblan sin jerarquías, mostrando que el acto de crear es siempre un proceso colectivo.
El círculo, por su forma, alude al ciclo vital, al tiempo que retorna, a la totalidad que se rehace una y otra vez. Dispuestos en secuencia —uno, dos, tres, cuatro—, los círculos no son cuadros aislados, sino los prólogos de una narrativa mayor: anuncian la organización de la exposición como un viaje en espiral, donde cada mundo es a la vez autónomo y parte de una totalidad. El visitante se prepara así para adentrarse en una serie de experiencias inmersivas que lo llevarán del origen biológico al espacio comunitario, de lo íntimo a lo público, de lo uterino a lo urbano.
Mundo 1: Refugio – Abrigo
El primer mundo se presenta como una inmersión uterina. El espacio entero está teñido de rojo, con telas suspendidas en el techo que generan la sensación de estar en el interior de un cuerpo vivo. Cojines irregulares en el suelo invitan a recostarse o sentarse, y la penumbra se convierte en un abrazo que acoge al visitante.
Pero no se trata solo de un ambiente visual. En el corazón de este mundo, los retroproyectores cobran protagonismo. Sobre sus láminas, atravesadas por agua, aparecen formas móviles: invertebrados, cetáceos, medusas y organismos que flotan y palpitan, como si respiraran. El agua imprime a las imágenes una vibración orgánica, recordando que la vida comenzó tanto en el útero humano como en los mares primigenios.
Este espacio es a la vez íntimo y colectivo. Íntimo, porque evoca la primera morada de cada ser vivo, el lugar de la gestación; colectivo, porque fue construido a muchas manos. El rojo remite a la sangre, al nacimiento, pero también a lo ritual: entrar aquí es iniciar el viaje reconociendo que la vida surge de un abrigo que nunca es solitario, sino tejido por vínculos.
Este umbral recuerda las imágenes de Bachelard sobre el nido y la concha como metáforas de abrigo y ensoñación. Al mismo tiempo, su carácter de vientre cósmico conecta con la maloca amazónica, entendida como morada universal que reúne en un solo espacio el origen y la vida comunitaria.
Mundo 2: Cobijo – Guarida
Si el primer mundo fue líquido y uterino, el segundo nos conduce hacia lo animal y lo instintivo. Aquí se despliega un paisaje textil poblado de cuevas, madrigueras y estructuras cubiertas de lanas, hilos y fibras de colores intensos. Las formas parecen árboles invertidos o cavernas colgantes, con aberturas oscuras que invitan al visitante a entrar, esconderse o experimentar la sensación de estar dentro de una guarida.
Este mundo activa la memoria de lo animal: nidos, madrigueras, refugios tejidos por insectos y aves. La materialidad textil alude al trabajo de muchos seres —humanos y no humanos— que construyen con restos, con fibras, con lo que tienen a mano. Es un espacio donde lo blando se vuelve resistencia, donde el color y la textura hacen de lo precario un lugar de cuidado.
En las paredes se proyectan imágenes de insectos, mariposas y crisálidas. La metamorfosis se convierte en un eje: el paso de larva a mariposa refleja el tránsito vital que también experimenta el visitante. Entrar en la guarida no es solo buscar protección, sino prepararse para el cambio, para la transformación.
Aquí resuenan las imágenes de Bachelard sobre el rincón y el nicho como refugios de la ensoñación, y la noción de vulnerabilidad compartida que caracteriza el habitar: una idea cercana tanto a Heidegger como a las arquitecturas comunitarias de la maloca, donde lo precario es también potencia de vida.
Mundo 3: Casa – Madre
El tercer mundo introduce una variación radical en la atmósfera: ahora predominan lo arquitectónico, lo urbano y lo estructural. Plásticos traslúcidos de colores vibrantes delimitan espacios, las luces violetas tiñen el ambiente, y en el centro se erigen escaleras intervenidas, plataformas y estructuras rígidas. La suavidad de lo uterino y lo animal cede paso a la dureza de lo construido.
Pero esta casa no es la vivienda estable y cerrada de la modernidad. Es una casa expandida, hecha de restos, improvisada, atravesada por materiales que remiten a lo popular, a lo callejero, a lo comunitario. La presencia de elementos interactivos —bloques de peso, objetos móviles, poleas, tubos— invita al visitante a participar físicamente: subir, empujar, arrastrar, manipular. Habitar, en este contexto, implica esfuerzo, interacción, negociación con otros cuerpos y materiales.
La Casa–Madre es ritual colectivo. No es un lugar de contemplación pasiva, sino de acción y de encuentro. Al recorrerla, el visitante comprende que la vida comunitaria se sostiene tanto en el cuidado mutuo como en el trabajo compartido, en la capacidad de transformar lo precario en un territorio de convivencia.
Este mundo recuerda que la casa no es solo un espacio privado, sino también un símbolo de memoria, resistencia y pertenencia.
Mundo 4: Moradas
El recorrido culmina en un espacio marcado por la cotidianidad y la familiaridad. Tras atravesar lo uterino, lo animal y lo urbano, llegamos a las moradas: un conjunto de ambientes domésticos, suaves y comunitarios.
Aquí, las hamacas invitan a recostarse, a balancearse lentamente, a recuperar la intimidad del descanso. Una pequeña carpa cubierta con colchas de crochet evoca las arquitecturas improvisadas de la infancia, aquellas casas efímeras que se construyen con mantas y muebles para jugar, esconderse o imaginar. Las plantas en macetas refuerzan la sensación de hogar, mientras las luces moradas y rosadas crean un ambiente cálido y acogedor.
Las moradas no son sólo viviendas físicas: son símbolos de memoria, afecto y resistencia. Habitar es cuidar, tejer, regar una planta, colgar una hamaca. Son los gestos mínimos los que sostienen la vida cotidiana y, en ellos, se cifra la fuerza de la comunidad.
Un recorrido en espiral
Los cuatro círculos iniciales encuentran aquí su pleno sentido: son mapas de la travesía. Cada uno corresponde a un mundo, cada uno fue creado colectivamente, y juntos anuncian la estructura de la exposición.
El recorrido no es lineal, sino en espiral: del origen uterino a la vida comunitaria, de lo íntimo a lo público, de la fragilidad a la convivencia. En cada escala, el visitante atraviesa un umbral sensorial y simbólico, descubriendo que habitar no es solo ocupar un espacio, sino tejer vínculos, compartir cuidados, transformar materiales y memorias en territorios de vida.
Esta exposición es una invitación a pensar qué significa habitar. No se trata solo de casas o refugios físicos, sino de mundos tejidos colectivamente donde lo humano, lo animal, lo vegetal y lo urbano se entrelazan en un mismo ciclo. El hogar es siempre más amplio que las paredes que habitamos: es un entramado de afectos, de memorias y de gestos compartidos que sostienen la vida en común.