En El Gran Dictador, Charles Chaplin, director y actor principal, interpreta dos papeles: a un barbero judío en el ghetto de la ficticia Tomaína y a Adenoid Hynkel, el dictador de esa nación. Los dos hombres, opuestos en ideología pero de simétrica proyección, en una cómica cadena de errores, cambian papeles hacia el final de esta parodia sobre Adolfo Hitler. La película, financiada por Chaplin, es una fábula con moraleja sobre el totalitarismo y fue estrenada el mismo año que se declaró la Segunda Guerra Mundial.
En la Guía de cine del pervertido, el documental en que el filósofo y psicoanalista Slavoj Žižek quiere ver la realidad que hay “en” la ilusión cinematográfica —no “detrás” de la ilusión—, el narrador se detiene en algunas escenas de El Gran Dictador. Habla de la actuación, de los gestos, de la voz, de la música. Dice Žižek: “El problema de la película no es sólo el problema político —cómo librarse del totalitarismo, de su poder seductor—, sino que también hay problema más formal: ¿cómo liberarse de esta dimensión terrible de la voz». Luego el narrador corta a la película. La imagen muestra a Chaplin, como dictador, en primer plano, con su gran gorra militar, su uniforme y sus insignias. Ante un micrófono da un discurso que es reproducido por altavoces instalados en cada esquina de la ciudad, un consejo comunal mediático donde lo único que se entiende es una jeringonza gritona que remeda el ritmo brutal de una arenga germánica de odio, vanidad y prepotencia.
Žižek retoma: “O, ya que no podemos liberarnos de la voz, podemos ver cómo domesticarla, cómo transformar esta voz en la forma de expresar amor, humanidad y demás… ”
Se ve a Chaplin como barbero judío disfrazado de dictador, personifica al falso Führer de la raza aria listo a oficiar otra misa fascista. Comienza el discurso pero Chaplin usa un tono de voz diferente a la de los personajes que interpreta, parece que dejara de actuar y él mismo fuera quien habla: «Lo siento, pero no quiero ser emperador —ese no es mi negocio—. No quiero regir o conquistar a nadie. Me gustaría ayudar en lo posible a todos, judíos, no judíos, al hombre negro, al blanco. Todos queremos ayudarnos los unos a los otros, los seres humanos son así…”
Žižek retoma: “Ahí, por supuesto, el vagabundo da su discurso acerca de la necesidad del amor y la comprensión entre las personas… Pero hay un engaño, incluso un doble engaño…” Entonces se ve la parte final del discurso “amoroso” de Chaplin. Lo vemos emotivo, solemne, eufórico, categórico, alzando su brazo —casi extendiendo su mano abierta hacia el cielo—, y dice: “¡Soldados! En el nombre de la democracia, ¡Unámonos todos!”
Žižek añade: “las masas lo ovacionan exactamente tal como si estuvieran ovacionando a Hitler.” Vemos la cara de Chaplin algo perplejo, su silencio es elocuente, vuelve a ser un actor de cine mudo. Luego se ve la imagen de una mancha gris de gente —la película es en blanco y negro— una ola que ruge con fervor, un tsunami devoto a la voz del líder.
Žižek concluye: “La música que acompaña este gran final humanista, la overtura de la opera Lohengrin de Wagner, es la misma que escuchamos en la escena durante la cual Hitler está soñando con conquistar el mundo, en la cual juega con el globo terráqueo, donde tiene un balón en forma de planeta. La música es la misma. Esto puede leerse como la música en máximo potencial liberador… la misma música que sirve a fines malignos puede servir para hacer el bien. O, puede leerse, y así creo que debe entenderse, de una forma mucho más ambigua: con la música nunca podemos estar seguros, en tanto lo que hace es externalizar nuestras pasiones internas, la música es siempre, potencialmente, una amenaza”.
Si la vida de los colombianos fuera una película, en estos días de campaña presidencial la política sería la banda sonora de nuestras vidas. Es lo que suena por todos lados, es la “música” que sale de todo altavoz, de todo correo, de toda conversación casual o programada. Y sobre todo porque hay acción: se perfila un final dramático entre dos contendores a la presidencia, todo un peliculón.
La “música” de esta obra es un opio paradójico: dopa al individuo y nos pone a soñar en masa. Por un lado, la voz cantante de uno de los candidatos promete más guerra, altas dosis de status quo y la entronización del empresario feudal y el líder protector. Y por otro lado, el otro candidato, más profeta que promesero, nos induce a un estado próximo a la beatitud, donde la religión la encarna la constitución pero se mantiene la culpa para el ciudadano pecador, donde matamos al padre pero, con miedo adolescente, reemplazamos su figura paterna por la del profesor.
Este peliculón político es una excusa para escenificar aquello que realmente somos, seres dominados por una voz externa, títeres de una dramaturgia centrada en transacciones orgiásticas de comunicación, donde la euforia de odiar o amar a un líder o al otro es circunstancial, y lo que en realidad cuenta es entregarse a esas fuerzas poderosas de la política, ser al pertenecer a una mancha colorida, una coreografía verde, amarilla, azul, roja, arco iris, no importa el espectro de la tonalidad.
Pareciera que hay que rendirse ante esa imagen llamativa de la política en movimiento, formar parte de esa euforia colectiva, ser un soldado más de una revolución que se autoproclama como histórica y usa este llamado histérico como eslogan de reclutamiento. Tal vez por eso, el actual líder de la nación, al que muchos consideraban hace unas semanas como un Führer imprescindible que guiaría al país hacia una especie de Tercer Reich, siempre, durante sus ocho años de gobierno, se mantuvo como presidente y candidato a la presidencia, como mesías y profeta, con su «música» de pandereta autoritaria y su tuna de ministros tocando al ritmo de melodía estereo.
Más allá del amor o del odio, la verdadera emoción que rige nuestras acciones en este peliculón de la política es una sola: la ansiedad. La espera por la llegada —o la escogencia—del próximo Mesías es insufrible, todos queremos que la película tenga un final feliz. Después del ritual de las elecciones miraremos qué tanto de realidad hay “en” esta ilusión del líder de la nación y, con el desprecio que se oculta tras la admiración, le cobraremos caro sus bellas mentiras.
Tal vez todo esto no sea más que una comedia de errores: no cambia el actor, solo pasamos de un rol malo a otro peor. O tal vez pasemos de una excelente interpretación del odio a la catarsis del amor, personajes opuestos en ideas pero simétricos en el tono de la actuación. En la representación y en el teatro de la política nunca podemos estar seguros, la política es siempre, potencialmente, una amenaza…
Coletilla programática: se dice que el candidato Antanas Mockus está enfermo, tal vez esto es una ventaja, en caso de que sea elegido, quedaría demostrado que la gente confía en un presidente que eventualmente puede ser reemplazado; esto sería una oportunidad para mostrar que su proyecto político lo transciende como persona y que su liderazgo consiste en la libertad de cada ciudadano como individuo para votar y no en el fervor de una masa devota. Ese es el lado bueno de la «ola verde», no la purga ritual, la camándula pedagógica que nos hace sentir más santos que los santos, pero donde el rezo mojigato que propicia el ídolo es pantalla social, un placebo de bondad lleno de afectos temporales pero sin efecto permanente. Y por el lado del candidato Juan Manuel Santos, hay que atacar fuego con fuego, falso positivo con positivo falso, su “música” con otra música, al ex ministro de Defensa se le puede enviar algo de Molotov que dice así: “ si le das más poder al poder más duro te van a venir a coger”.
Lucas Ospina
publicado en la Silla Vacía