¿Quien podría sospechar que el mismo material que alimentó la gran subversión de los años sesenta y setenta, de las distintas liberaciones y las contraculturas, sea hoy el que alimenta la subjetividad del consumo, la subjetividad flexible, con su percepción saturada por la inflación de estímulos y de anuncios publicitarios? En este texto, Suely Rolnik nos contará sobre ese desarrollo que conduce de la potencia de los movimientos de los años setenta a la captación de las fuerzas creativas sociales y artísticas por parte del mercado, en la que bajo la promesa de un paraíso de felicidad, se esconde la nueva «geopolítica del rufián». Pero también intentaremos explorar si existen caminos para conjurar de nuevo las fuerzas creativas, para abrir la percepción a la novedad y el acontecimiento (en lo que Suely Rolnik llama nuestro «cuerpo vibratil»), para descubrir en nuestras prácticas el hilo rojo de sus potencias bloqueadas.
Fuertes vientos críticos han agitado el territorio del arte desde comienzos de la década de 1990. Con diferentes estrategias, desde la más panfletaria y distante al arte hasta las más contundentemente estéticas, tal movimiento de los aires del tiempo tiene como uno de sus principales objetivos la política que rige los procesos de subjetivación -especialmente el lugar del otro y el destino de la fuerza de creación-, propia del capitalismo financiero que se instaló en el planeta a partir del final de los años 1970. La confrontación con este campo problemático impone la convocatoria a una mirada transdisciplinaria, ya que están allí imbricadas innumerables capas de realidad, tanto en el plano macropolítico (los hechos y los modos de vida en su exterioridad formal, sociológica), como en el micropolítico (las fuerzas que agitan la realidad, disolviendo sus formas y engendrando otras en un proceso que abarca el deseo y la subjetividad).
En Brasil, curiosamente este debate sólo se esboza a partir del cambio de siglo, en parte de la nueva generación de artistas que comienza a tener expresión pública en ese momento, organizándose frecuentemente en los llamados «colectivos». Más reciente aún es la articulación del movimiento local con la discusión mantenida hace mucho tiempo fuera del país. Hoy, este tipo de temática comienza incluso a incorporarse al escenario institucional brasileño, en la estela de lo que viene ocurriendo hace ya algún tiempo fuera del país, donde este movimiento se ha transformado en una «tendencia» en el circuito oficial. Como veremos, dicha incorporación se refiere al lugar que ocupa el arte en las estrategias del capitalismo financiero.
Ante la emergencia de este tipo de temática en el territorio del arte, se plantean algunas preguntas: ¿Qué hacen allí cuestiones como éstas? ¿Por qué han sido cada vez más recurrentes en las prácticas artísticas? Y en Brasil, ¿Por qué aparecen recién ahora? ¿Cuál es el interés de las instituciones en incorporarlas? Voy a esbozar aquí algunas vías de prospección micropolítica, esperando que las mismas puedan contribuir al enfrentamiento de estas preguntas.
Antes de comenzar con el trazado de esta cartografía, cabe recordar que el surgimiento de una cuestión se produce siempre a partir de problemas que se presentan en un contexto dado, tal como atraviesan nuestros cuerpos, provocando una crisis de nuestras referencias. Es el malestar de la crisis que desencadena el trabajo del pensamiento -proceso de creación que puede expresarse bajo forma conceptual, pero también plástica, musical, cinematográfica, etc., o simplemente existencial. Sea cual sea el canal de expresión, pensamos/ creamos porque algo de nuestras vidas nos fuerza a hacerlo para dar cuenta de aquello que está pidiendo paso en nuestro día a día -nada que ver con la noción de «tendencia», propia de la lógica mediática y su principio mercadológico. De entender desde esta perspectiva para qué sirve pensar, la insistencia en este tipo de temática nos indica que la política de subjetivación, de relación con el otro y de creación cultural está en crisis y que, seguramente, viene operándose una mutación en estos campos. La singularidad del arte como modo de expresión y, por ende, de producción de lenguaje y pensamiento, es la invención de posibles, que adquieren cuerpo y se presentan en vivo en la obra. De allí el poder de contagio y de transformación que la acción artística porta. Mediante esta acción, es el mundo el que está en obra. No es de extrañarse entonces que el arte se indague sobre el presente y participe de los cambios que se operan en la actualidad.
En busca de la vulnerabilidad
Una de las búsquedas que ha movido especialmente las prácticas artísticas es la de la superación de la anestesia de la vulnerabilidad al otro, propia de la política de subjetivación en curso. Es que la vulnerabilidad es condición para que el otro deje de ser simplemente un objeto de proyección de imágenes preestablecidas y pueda convertirse en una presencia viva, con la cual construimos nuestros territorios de existencia y los contornos cambiantes de nuestra subjetividad. Ahora bien, ser vulnerable depende de la activación de una capacidad específica de lo sensible, la cual fue reprimida durante muchos siglos, manteniéndose activa sólo en ciertas tradiciones filosóficas y poéticas, que culminaron en las vanguardias culturales de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, cuya acción se propagó por el tejido social en el transcurso del siglo XX. La propia neurociencia, en sus investigaciones recientes, comprueba que cada uno de nuestros órganos de los sentidos es portador de una doble capacidad: cortical y subcortical1.
La primera corresponde a la percepción, que nos permite aprehender el mundo en sus formas para luego proyectar sobre ellas las representaciones de las que disponemos, de manera de atribuirles sentido. Esta capacidad, que nos es más familiar, está pues asociada al tiempo, a la historia del sujeto y al lenguaje. Con ella, se yerguen las figuras de sujeto y objeto, claramente delimitadas y manteniendo entre sí una relación de exterioridad. Esta capacidad cortical de lo sensible es la que permite conservar el mapa de representaciones vigentes, de modo tal que podamos movernos en un escenario conocido donde las cosas permanezcan en sus debidos lugares, mínimamente estables.
La segunda capacidad, subcortical, que a causa de su represión histórica nos es menos conocida, nos permite aprehender el mundo en su condición de campo de fuerzas que nos afectan y se hacen presentes en nuestro cuerpo bajo la forma de sensaciones. El ejercicio de esta capacidad está desvinculado de la historia del sujeto y del lenguaje. Con ella, el otro es una presencia viva hecha de una multiplicidad plástica de fuerzas que pulsan en nuestra textura sensible, tornándose así parte de nosotros mismos. Se disuelven aquí las figuras sujeto y objeto, y con ellas aquello que separa el cuerpo del mundo. Desde los años 1980, en un libro que ahora ha sido reeditado2, llamé «cuerpo vibrátil» a esta segunda capacidad de nuestros órganos de los sentidos en su conjunto. Es nuestro cuerpo como un todo el que tiene este poder de vibración en las fuerzas del mundo.
Entre la vibratibilidad del cuerpo y su capacidad de percepción hay una relación paradójica, ya que se trata de modos de aprehensión de la realidad que obedecen a lógicas totalmente distintas e irreductibles. Es la tensión de esta paradoja que moviliza e impulsa la potencia del pensamiento/ creación, en la medida en que las nuevas sensaciones que se incorporan a nuestra textura sensible son intransmisibles por medio de las representaciones de las que disponemos. Por esta razón ellas ponen en crisis nuestras referencias e imponen la urgencia de inventarnos formas de expresión. Así, integramos en nuestro cuerpo los signos que el mundo nos señala, e a través de su expresión, los incorporamos a nuestros territorios existenciales. En esta operación se restablece un mapa de referencias compartido, con nuevos contornos. Movidos por esta paradoja, somos continuamente forzados a pensar/ crear, acorde con lo que ya se ha sugerido. El ejercicio de pensamiento/ creación tiene por tanto un poder de interferencia en la realidad y de participación en la orientación de su destino, constituyendo así un instrumento esencial de transformación del paisaje subjetivo y objetivo.
El peso de cada uno de estos dos modos de conocimiento sensible del mundo así como la relación entre ellos es variable. Es decir, varía el lugar del otro y la política de relación que con él se establece. Ésta define a su vez un modo de subjetivación. Se sabe que las políticas de subjetivación cambian con las transformaciones históricas, ya que cada régimen depende de una forma específica de subjetividad para su viabilización en el cotidiano de todos y de cada uno. Es en este terreno que un régimen gana consistencia existencial y se concreta. De ahí que podemos hablar de «políticas» de subjetivación. Sin embargo, en el caso específico del neoliberalismo, la estrategia de subjetivación, de relación con el otro y de creación cultural adquiere una importancia esencial, pues cobra un papel central en el propio principio que rige el capitalismo en su versión contemporánea. Sucede que es fundamentalmente de las fuerzas subjetivas, especialmente las de conocimiento y creación, que este régimen se alimenta, a punto tal de haber sido calificado más recientemente como «capitalismo cognitivo» o «cultural».3 Considerando lo señalado, puedo ahora proponer una cartografía de las cambios que han llevado al arte a plantear este tipo de problema. Tomaré como punto de partida los años 1960/ 1970.
Nace una subjetividad flexible
Hasta principios de los años 1960 estábamos bajo un régimen fordista y disciplinario que alcanzaría su ápice en el american way of life triunfante en la postguerra, donde reinaba en la subjetividad la política identitaria y su rechazo al cuerpo vibrátil, dos aspectos inseparables, porque sólo en la medida en que anestesiamos nuestra vulnerabilidad podemos mantener una imagen estable de nosotros mismos y del otro, o sea una identidad. De lo contrario, somos constantemente llevados a rediseñar los contornos de nosotros mismos y de nuestros territorios de existencia. Hasta dicho período, la imaginación creadora operaba principalmente escabulléndose por los márgenes. Este tiempo terminó en los años 1960/ 1970 como resultado de los movimientos culturales que problematizaron el régimen en curso y reivindicaron «la imaginación al poder». Tales movimientos pusieron en crisis el modo de subjetivación entonces dominante, arrastrando junto a su desmoronamiento toda la estructura de la familia victoriana en su apogeo hollywoodense, soporte del régimen que en aquel momento comenzaba a perder hegemonía. Se crea una «subjetividad flexible»4, acompañada de una radical experimentación de modos de existencia y de creación cultural, para hacer implosión en el corazón del deseo, del modo de vida «burgués», su política identitaria, su cultura y, por supuesto, su política de relación con la alteridad. En esta contracultura, se crean formas de expresión para aquello que indica el cuerpo vibrátil afectado por la alteridad del mundo, dando cuenta de los problemas de su tiempo. Las formas así creadas tienden a transmitir la incorporación por la subjetividad de las fuerzas que agitan su entorno. El advenimiento de tales formas es indisociable de un devenir-otro de sí mismo. Es más, ellas son el fruto de una vida pública, en un sentido fuerte: la construcción colectiva de la realidad, que se hace permanentemente a partir de las tensiones que desestabilizan las cartografías en uso.
Hoy en día estas transformaciones se han consolidado. El escenario de nuestros tiempos es otro: no estamos más bajo ese régimen identitario, la política de subjetivación ya no es la misma. Disponemos todos de una subjetividad flexible y procesual tal como fue instaurada por aquellos movimientos -y nuestra fuerza de creación en su libertad experimental no sólo es bien percibida y acogida, sino que incluso es insuflada, celebrada y frecuentemente glamourizada. Así y todo, hay un «pero» en esto que no es precisamente irrelevante y que no podemos soslayar: en la actualidad, el principal destino de esta flexibilidad subjetiva y de la libertad de creación que la acompaña no es la invención de formas de expresividad para las sensaciones, indicadoras de los efectos de la existencia del otro en nuestro cuerpo vibrátil. No es en absoluto ésta la política de creación de territorios -e, implícitamente, de relación con el otro- que predomina en nuestra contemporaneidad: lo que nos guía en esta empresa, en nuestra flexibilidad postfordista, es la identificación casi hipnótica con las imágenes del mundo difundidas por la publicidad y por la cultura de masas. No obstante, independientemente de su estilo o público-objetivo, tales imágenes son invariablemente portadoras del mensaje de que existirían paraísos, que ahora ellos están en este mundo y no en un más allá y, sobre todo, que algunos tendrían el privilegio de habitarlos. Y más aún, se transmite la idea de que podemos ser uno de estos VIP’s, basta para ello con que invirtamos toda nuestra energía vital -de deseo, de afecto, de conocimiento, de intelecto, de erotismo, de imaginación, de acción, etc.- para actualizar en nuestras existencias estos mundos virtuales de signos, a través del consumo de objetos y servicios que los mismos nos proponen. Un nuevo arrebato para la idea de paraíso de las religiones judío-cristianas, la cual presupone un rechazo a la vulnerabilidad al otro y de las turbulencias que ésta trae y, más aún, un menosprecio por la fragilidad que ahí necesariamente acontece. En otras palabras, la idea occidental de paraíso prometido corresponde a un rechazo de la vida en su naturaleza inmanente de impulso de creación continua. En su versión terrestre, el capital sustituyó a Dios en la función de garante de la promesa, y la virtud que nos hace merecerlo pasó a ser el consumo: éste constituye el mito fundamental del capitalismo avanzado. Ante esto, es de mínima equivocado considerar que carecemos de mitos en la contemporaneidad: es precisamente a través de nuestra creencia en el mito religioso del neoliberalismo, que los mundos-imagen que este régimen produce, se vuelven realidad concreta en nuestras propias existencias.
La subjetividad flexible se entrega al rufián
En otras palabras, el «capitalismo cognitivo» o «cultural», inventado precisamente como salida a la crisis provocada por los movimientos de los años 1960/ 1970, incorporó los modos de existencia que estos inventaron y se apropió de las fuerzas subjetivas, en especial de la potencia de creación que en ese entonces se emancipaba en la vida social, poniéndola de facto en el poder. Sin embargo, ahora sabemos que se trata de una operación micropolítica que consiste en hacer de esta potencia el principal combustible de su insaciable hipermáquina de producción y acumulación de capital, a punto tal de poder hablar de una nueva clase de trabajadores que algunos autores llaman de «cognitariado»5. Es esta fuerza, así rufianizada, la que a una velocidad exponencial viene transformando el planeta en un gigantesco mercado y a sus habitantes en zombis hiperactivos incluidos o trapos humanos excluidos -dos polos entre los cuales se perfilan los destinos que les son asignados, frutos interdependientes de una misma lógica. Ese es el mundo que la imaginación crea en nuestra contemporaneidad. Es de esperar que la política de subjetivación y de relación con el otro que predomina en este escenario sea de las más empobrecidas.
Actualmente, pasadas ya casi tres décadas, nos es posible percibir esta lógica del capitalismo cognitivo operando en la subjetividad. Sin embargo, al final de los años 1970, cuando tuvo inicio su implantación, a la experimentación que venía haciéndose colectivamente en las décadas anteriores, a fin de emanciparse del patrón de subjetividad fordista y disciplinario, difícilmente podía distinguírsela de su incorporación por el nuevo régimen. La consecuencia de esta dificultad es que muchos de los protagonistas de los movimientos de las décadas anteriores cayeron en la trampa. Deslumbrados con la entronización de su fuerza de creación y de su actitud transgresora y experimental -hasta entonces estigmatizadas y confinadas a la marginalidad-, y fascinados con el prestigio de su imagen en los medios de comunicación y con los abultados salarios recién conquistados, se entregaron voluntariamente a su rufianización. Muchos de ellos se tornaron los mismos creadores y concretadores del mundo fabricado para y por el capitalismo en éste, su nuevo ropaje.
Esta confusión es sin duda producto de la política de deseo propia de la rufianización de las fuerzas subjetivas y de creación. Un tipo de relación de poder que se da básicamente por medio del hechizo de la seducción. El seductor convoca en el seducido una idealización que lo aturde: éste último pasa a identificarse entonces con el agresor y a someterse a él, impulsado por su propio deseo, con la esperanza de ser digno de pertenecer a su mundo. Sólo recientemente esta situación se ha tornado consciente, lo que tiende a llevar a la ruptura del hechizo. Esto trasparece en las diferentes estrategias de resistencia individual y colectiva que se acumulan en los últimos años, por iniciativa sobre todo de una nueva generación que no se identifica en absoluto con el modelo de existencia propuesto y se da cuenta de su maniobra. Evidentemente, las prácticas artísticas -por su misma naturaleza de expresión de las problemáticas del presente tal como atraviesan el cuerpo-, no podrían permanecer indiferentes a este movimiento. Al contrario, es exactamente por esta razón que estas cuestiones emergen en el arte desde el inicio de los años 1990, tal como fuera mencionado al principio. Con diferentes procedimientos, tales estrategias vienen realizando un éxodo del campo minado que se ubica entre las figuras opuestas y complementarias de subjetividad-lujo y subjetividad-basura, campo donde se confinan los destinos humanos en el planeta del capitalismo globalizado.
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Una herida rentable
Pero la dificultad para resistir a la seducción de la serpiente en su versión contemporánea, propia del paraíso neoliberal, se agravaba más aún en países de Latinoamérica y Europa Oriental que, al igual que en Brasil, se encontraban bajo regímenes totalitarios al momento de la instauración del capitalismo financiero. No olvidemos que la apertura democrática de estos países, que se dio a lo largo de los años 1980, se debe en parte a la llegada del régimen postfordista para cuya flexibilidad, la rigidez de los sistemas totalitarios constituía un estorbo.
Es que si abordamos los regímenes totalitarios no en su cara visible macropolítica sino en su cara invisible, micropolítica, corroboraremos que lo que caracteriza tales regímenes es la rigidez patológica del principio identitario. Esto vale tanto para totalitarismos de derecha como de izquierda, pues desde el punto de vista de las políticas de subjetivación tales regímenes no difieren. A fin de mantenerse en el poder, no se contentan en ignorar las expresiones del cuerpo vibrátil, es decir, las formas culturales y existenciales engendradas en una relación viva con el otro y que desestabilizan continuamente las cartografías vigentes. Incluso porque su propio origen constituye precisamente una reacción violenta a la desestabilización, cuando esta sobrepasa un umbral de tolerabilidad para las subjetividades más servilmente adaptadas al status quo; para éstas, tal umbral no convoca la urgencia de crear, sino por el contrario la de preservar el orden establecido a cualquier precio. Destructivamente conservador, el régimen totalitario va más lejos que la mera desconsideración de las expresiones del cuerpo vibrátil: se empeña obstinadamente en descalificarlas y humillarlas hasta que la fuerza de creación, de la cual tales expresiones son producto, esté a tal punto signada por el trauma de este terrorismo vital que ella misma termine por bloquearse, reducida al silencio. Un siglo y medio de psicoanálisis nos habrá mostrado que el tiempo de afrontar y elaborar un trauma de este porte puede extenderse por treinta años6.
No es difícil imaginar que el encuentro de estos dos regímenes vuelve el escenario aún más vulnerable a los abusos de la rufianización: en su penetración en contextos totalitarios, el capitalismo cultural sacó ventaja del pasado experimental, especialmente audaz y singular en estos países, pero también y sobre todo de las heridas de las fuerzas de creación resultantes de los golpes que habían sufrido. El nuevo régimen se presenta no sólo como el sistema que acoge e institucionaliza el principio de producción de subjetividad y de cultura de los movimientos de los años 1960 y 1970, como fue el caso de EE.UU. y de los países de Europa Occidental. En los países bajo dictadura, éste gana un plus de poder de seducción: su aparente condición de salvador que viene a liberar la energía de creación de su yugo, a curarla de su estado debilitado, permitiéndole reactivarse y volver a manifestarse. Si bien el poder vía seducción, propio del gobierno mundial del capital financiero es más light y sutil que la pesada mano de los gobiernos locales comandados por Estados militares que los precedieron, no por eso son menos destructivos sus efectos, sin embargo con estrategias y finalidades enteramente distintas. Es de esperarse, por lo tanto, que la sumatoria de ambos ocurrida en estos países haya agravado considerablemente el estado de alienación patológica de la subjetividad, especialmente en la política que rige la relación con el otro y el destino de su fuerza de creación.
El know how antropofágico
Si enfocamos la lente micropolítica en Brasil, encontraremos una situación más específica aún. Es que hay un rasgo singular de la contracultura tal como se dio en este país que habla de un revival de la Antropofagia en los años 1960/ 1970, que aparece en movimientos culturales como el Tropicalismo, tomado en su sentido más amplio7. Lo que hace reactivar esta herencia es, sin duda, el hecho de que la convocación de las marcas de esta tradición inscritas en nuestro cuerpo trae el respaldo necesario para sostener la creación de una subjetividad flexible y la conquista de una libertad de experimentación que se constituían en aquel momento. Se redescubre en la Antropofagia, como ya lo había propuesto el propio Oswald de Andrade, un «programa de reeducación de la sensibilidad» que puede funcionar como una «terapéutica social para el mundo moderno»8.
De hecho, como todas las vanguardias culturales de aquellos años, el espíritu visionario de los modernistas brasileños apuntó críticamente, ya en los años 1920, los límites de las políticas de subjetivación, de relación con el otro y de producción de cultura propia del régimen disciplinario. También como las demás vanguardias, uno de los principales objetivos de su crítica fue la política identitaria impulsada por ese régimen. Pero en Europa las vanguardias tuvieron que inventar, de cero, nuevas formas de vivir y de crear y, en algunos casos, lo hicieron inspirándose en la figura de su supuesto «otro», el colonizado -objeto de la proyección del imaginario utópico de los colonizadores, que tendía a ser el reverso idealizado de sí mismos. En Brasil, sin embargo, esta otra política de subjetivación no tenía que ser inventada: estaba inscrita en nuestra memoria, desde los inicios de la fundación del país. Me refiero a la inexistencia de una identificación absoluta y estable con cualquier repertorio o de obediencia ciega a las reglas establecidas, la apertura para incorporar nuevos universos, la libertad de hibridación, la flexibilidad de experimentación y de improvisación para crear territorios y sus respectivas cartografías -y todo eso llevado con gracia y alegría. El servicio que el movimiento modernista brasileño prestó a la cultura del país fue el de circunscribir y valorar esta política, dándole el nombre de antropofagia. Esto hizo posible la toma de consciencia de esta singularidad cultural que puede afirmarse, a contrapelo de la idealización de la cultura europea, herencia colonial que marcaba la inteligentzia del país. Cabe acotar que esta identificación sumisa es aún hoy en día la marca de buena parte de la producción intelectual brasileña, que en algunos sectores solamente sustituyó su objeto de idealización por la cultura estadounidense, lo que se registra especialmente en el caso del arte.
En los años 1960/ 1970 las transformaciones inventadas en el arte desde comienzos de siglo dejaron de restringirse a las vanguardias culturales; pasadas algunas décadas, éstas habían contaminado el tejido social y vendrían expresarse más contundentemente en la generación nacida después de la segunda guerra mundial. Para esta generación, la sociedad disciplinaria que alcanzó su auge en aquel momento se tornó absolutamente intolerable, lo que la hizo lanzarse en un proceso de ruptura con este patrón en su propia existencia cotidiana. La subjetividad flexible se tornó así el nuevo modelo. En Brasil, en este mismo período, el ideario antropofágico se reactivó, lo que daba a este movimiento en el país una libertad de experimentación especialmente radical.
Zombis antropofágicos
La existencia de esta tradición antropofágica generó en Brasil una situación peculiar también en el proceso de instalación del neoliberalismo y de la clonación que realizó de los movimientos de las décadas anteriores: el know how antropofágico daba a los brasileños un juego de cintura especial para adaptarse a los nuevos tiempos. Quedamos extasiados por ser tan contemporáneos, tan a gusto en la escena internacional de las nuevas subjetividades postidentitarias, de tan bien equipados que somos para vivir esta flexibilidad postfordista (lo que nos torna por ejemplo campeones internacionales de publicidad y nos posiciona entre los grandes en el ranking mundial de las estrategias mediáticas9). Sin embargo, ésta es tan sólo la forma que tomó la voluptuosa y alienada entrega a este régimen en su aclimatación en tierras brasileñas, haciendo de sus habitantes, principalmente los urbanos, verdaderos zombis antropofágicos. ¿Características previsibles en un país con pasado colonial? Sea cual sea la respuesta, una señal evidente de esta identificación patéticamente acrítica para con el capitalismo financiero de parte de la propia elite cultural brasileña, es el hecho de que el liderazgo del grupo que reestructuró el Estado brasileño enyesado por el régimen militar, haciendo del proceso de redemocratización su alineamiento al neoliberalismo, se compone, en gran parte, de intelectuales de izquierda, que vivieron muchos de ellos en el exilio durante el período de la dictadura.
Es que la Antropofagia en sí misma es sólo una forma de subjetivación, de hecho distinta de la política identitaria. No obstante, esto no garantiza nada, pues esta forma puede investirse según diferentes éticas, de las más críticas a las más execrablemente reaccionarias, lo que ya Oswald de Andrade apuntaba, designando a estas últimas «baja antropofagia».10 Lo que distingue tales éticas es el mismo «pero» que señalé anteriormente al referirme a la diferencia existente entre la subjetividad flexible inventada en los años 1960/ 1970 y su clon fabricado por el capitalismo postfordista. Esta diferencia está en la estrategia de creación de territorios e, implícitamente, en la política de relación con el otro: para que este proceso se oriente por una ética de afirmación de la vida es necesario construir territorios con base en las urgencias indicadas por las sensaciones -es decir, las señales de la presencia del otro en nuestro cuerpo vibrátil. Es en torno a la expresión de estas señales y de su reverberación en las subjetividades que respiran el mismo aire del tiempo que van abriéndose posibles en la existencia individual y colectiva.
Ahora bien, no es de ninguna manera ésta la política de creación de territorios que ha predominado en Brasil: el neoliberalismo movilizó lo que esta tradición tiene de peor, la más baja antropofagia. La «plasticidad» de la frontera entre lo público y lo privado y la «libertad» de apropiación privada de los bienes públicos tomada en broma es una de sus peores facetas, impregnada de la herencia colonial -es precisamente por esta faceta de la antropofagia que Oswald de Andrade había llamado la atención para designar su lado reactivo. Este linaje intoxica a punto tal a la sociedad brasileña, especialmente a su clase política, que sería ingenuo imaginarse que pueda desaparecer como por arte de magia.
Son cinco siglos de experiencia antropofágica y casi uno de reflexión sobre la misma, a partir del momento en que, al circunscribirla críticamente, los modernistas la tornaron consciente. Ante esto, nuestro know how antropofágico puede ser útil hoy en día, no para garantizar nuestro ingreso en los paraísos imaginarios del capital, sino para ayudarnos a problematizar esta desgraciada confusión entre las dos políticas de subjetividad flexible, separando la paja del trigo, que se distinguen básicamente por el lugar o no lugar que ocupa el otro. Este conocimiento nos permite participar de modo fecundo en el debate que se traba internacionalmente en torno a la problematización del régimen que hoy se tornó hegemónico e, indisociablemente, de la invención de estrategias de éxodo del campo imaginario que tiene origen en su mito nefasto.11 El arte tiene una vocación privilegiada para realizar semejante tarea en la medida en que desgarra la cartografía del presente al liberar la vida en sus puntos de interrupción devolviéndole la fuerza de germinación -una tarea totalmente distinta e irreductible a aquellas de denuncia o de concientización, que son del dominio de la macropolítica.
Pero, para eso, tenemos que tratar la enfermedad que resultó de la desafortunada confluencia en Brasil de tres factores históricos que incidieron negativamente en nuestra imaginación creadora: la traumática violación por parte de la dictadura, la explotación rufianesca por parte del neoliberalismo y la activación de una baja antropofagia. Esta confluencia tornó sin duda más exacerbados el envilecimiento de la capacidad crítica y la identificación servil con el nuevo régimen.
Aquí podemos volver a nuestra indagación inicial acerca de la situación peculiar de Brasil en el campo geopolítico del debate internacional que viene trabándose, hace casi dos décadas, en el territorio del arte, en torno del destino de la subjetividad, su relación con el otro y su potencia de invención bajo el régimen de capitalismo cultural. La triste confluencia de los tres factores históricos puede ser una de las razones por las cuales este debate es tan reciente en el país. Por supuesto que hay excepciones entre nosotros, como es el caso de Lygia Clark, quien un año después de mayo de 1968 preanuncia ya esta situación. He aquí como ella la describe a la época: «En el mismo momento en que digiere el objeto, el artista es digerido por la sociedad que ya encontró para él un título y una ocupación burocrática: él será el ingeniero de los pasatiempos del futuro, actividad que en nada afecta el equilibrio de las estructuras sociales. La única manera en que el artista puede escapar de la recuperación12 es buscando desencadenar la creatividad general, sin ningún límite psicológico o social. Su creatividad se expresará en lo vivido.» 13
¿Qué puede el arte?
Es desde dentro de este nuevo escenario que emergen las preguntas que se plantean para todos aquellos que piensan/ crean -especialmente, los artistas- en el afán de delinear una cartografía de lo contemporáneo, de modo tal de identificar sus puntos de tensión y hacer irrumpir allí la fuerza de creación de otros mundos.
Un primer bloque de preguntas sería relativo a la cartografía de la explotación rufianesca. ¿Cómo se opera en nuestra vitalidad el torniquete que nos lleva a tolerar lo intolerable, y hasta a desearlo? ¿Por medio de qué procesos nuestra vulnerabilidad al otro se anestesia? ¿Qué mecanismos de nuestra subjetividad nos llevan a ofrecer nuestra fuerza de creación para la realización del mercado? ¿Y nuestro deseo, nuestros afectos, nuestro erotismo, nuestro tiempo, cómo son capturados por la fe en la promesa de paraíso de la religión capitalista? ¿Qué prácticas artísticas han caído en esta trampa? ¿Qué es lo que nos permite identificarlas? ¿Qué hace que ellas sean tan numerosas?
Otro bloque de preguntas, en verdad inseparable del primero, sería relativo a la cartografía de los movimientos de éxodo. ¿Cómo liberar la vida de sus nuevos impasses? ¿Qué puede nuestra fuerza de creación para enfrentar este desafío? ¿Qué dispositivos artísticos estarían logrando hacerlo? ¿Cuáles de éstos estarían tratando al propio territorio del arte, cada vez más codiciado (y socavado) por la rufianización que encuentra allí una fuente inagotable para extorsionar plusvalía de poder? En suma, ¿cómo reactivar en los días actuales la potencia política inherente a la acción artística, su poder de instauración de posibles?
Respuestas a éstas y otras tantas preguntas están construyéndose mediante diferentes prácticas artísticas junto con los territorios de todo tipo que se reinventan cada día. Por lo que todo indica, el paisaje geopolítico de la rufianización globalizada ya no es exactamente el mismo. Corrientes moleculares vienen moviendo las tierras. En este momento ellas estarían atravesando los subterráneos de América Latina.
Suely Rolnik *
* El presente texto fue leído por Suely Rolnik en el encuentro de Documenta 12 Magazine realizado entre octubre 8 y 12 de 2006 en la ciudad de Sao Paulo, Brasil. Suely Rolnik es psicoanalista y curadora. Docente también de la Pontificia Universidad de Sao Paulo, coordina allí el Núcleo de Estudios Transdisciplinarios de la Subjetividad. Fue encarcelada por la dictadura militar brasileña, por lo que tuvo que exiliarse a París entre 1970 y 1979. Allí comenzó su relación con los filósofos militantes Gilles Deleuze y Félix Guattari, con el antropólogo Pierre Clastres y con la artista brasileña también exiliada Lygia Clark. Participó con Guattari en la clínica de La Borde y en los movimientos que agitaron la psiquiatría europea de esos años.