En relación con el texto «El ‘formalismo’ de los niños ricos globales, los followers de la clase media y la extracción estética de los marginalizados. El nuevo régimen estético» que publicamos hace unos días y donde se abordan diversos aspectos de la educación en el arte, compartimos un excelente artículo de Jaymee Martin publicado en East of Borneo.
Game over: articulando el currículo oculto de una escuela de arte
Hace más de una década, cuando era estudiante en una escuela de arte de primer nivel en Los Ángeles, tomamos una clase durante un semestre para discutir abiertamente la practicidad, la logística y las presiones de lo que debería ser una carrera “real” de un artista contemporáneo. Recuerdo que mis compañeros buscaban consejo en un ambiente académico que parecía diseñado para ocultar su mecanismo interno, como en el Mago de Oz, redirigiéndonos hacia lo abstracto, hacia preocupaciones como la semiótica y el psicoanálisis. Como si Freud o de Saussure pudieran salvarte cuando no puedes pagar los préstamos educativos.
El profesor de esta clase obligatoria parecía ser amable, un tipo blanco bastante agradable y con los pies en la tierra, por lo que nos complació y dejó de lado la agenda del día para permitirnos poner en palabras lo que no se había dicho anteriormente. Muchos estudiantes comenzaron a compartir sus planes para después de graduarse: algunos querían continuar en el ajetreo, hacer un posgrado y obtener un MFA; otros no estaban seguros de lo que querían. En algún punto el profesor me miró directamente y me pidió que le dijera a la clase cuáles eran mis planes. Con las emociones a flor de piel, como pude, expliqué que había sido aceptada a un programa de maestría en otra buena universidad pero que tendría que tomar un préstamo de 10.000 dólares para poder costearlo. En el entretanto, el único trabajo que tenía era una pasantía, en un espacio de arte sin ánimo de lucro, como asistente de un prometedor curador emergente que unos días antes me había pedido que arrojara un sushi al basurero que estaba detrás de la galería y yo en cambio lo guardé a escondidas en mi carro.
Esta anécdota fue una forma narrativa e indirecta de sugerir que los atisbos que había visto de mi futuro en el mundo del arte no pintaban una imagen sostenible desde el punto de vista económico o ético. El único problema era que hasta ese momento había construido toda mi vida para avanzar en esta dirección y no tenía idea de qué más hacer.
En ese momento, me había vuelto cada vez más franca sobre lo que estaba empezando a entender como fallas morales de la escuela de arte y, a su vez, el mundo del arte para el que nos estaba entrenando: a saber, que había ciertos códigos de conducta implícitos, cosas que podrías y no podía hablar. Por ejemplo, si hiciera un trabajo sobre la reciente política de «aumento» de George W. Bush en la guerra de Irak, esto habría sido descartado como demasiado obvio, demasiado sermoneador, demasiado moral, y la moral no estaba bien. Sin embargo, si presento el mismo trabajo indicando que se trataba sobre «el archivo», esto habría entrado completamente dentro del ámbito de la aceptabilidad y el elogio. Mientras tanto, la gente real estaba muriendo en Irak, y estaba empezando a pensar que todos éramos cómplices en hacer invisible esa violencia al llevar a cabo esta rutina particular de canto y baile y recompensando a aquellos que seguían las reglas del juego. Poco sabía entonces que esta línea de pensamiento me estaba llevando inadvertidamente a una posición en la que tendría que cumplir o desaparecer de este mundo por completo porque, como más tarde leería en el trabajo del sociolingüista James Paul Gee sobre las comunidades discursivas como el mundo del arte –renunciar a él significaba perder mi lugar en él.(1)
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Cumplir o desaparecer—un paralelo poéticamente adecuado a la “elección” que, como finalmente parece que nos estamos dando cuenta, tantas mujeres se han visto obligadas a hacer frente a la agresión y el acoso sexuales: callar, guardar silencio y permanecer en su lugar, o ser echadas, humilladas, castigadas, borradas.
El año pasado, la artista Coco Fusco describió el mundo del arte y especialmente las escuelas de arte como «el lugar perfecto para los depredadores sexuales», citando décadas de experiencia como profesora para respaldar su afirmación de que, a pesar de la prevalencia del abuso y su naturaleza poco sorprendente para cualquiera que alguna vez haya estado involucrado en una escuela de arte, muy pocas personas, desde estudiantes hasta profesores y administradores, hablan alguna vez de ello. Sabiendo que una de sus predecesoras había sido expulsada de su trabajo después de quejarse del comportamiento de un colega masculino, Fusco reflexiona, «sabíamos lo que sucedería si hablábamos». Mientras tanto, los estudiantes de arte aprenden su lugar dentro de estas diferencias de poder permaneciendo dentro de una cultura de rumores, una red de susurros a través de la cual viajan las noticias pero de las que no se habla abiertamente: “En las escuelas de primer nivel, donde los lazos con el mercado del arte son más pronunciados, los estudiantes aprenden rápidamente que su éxito profesional está ligado a su voluntad de seguir las reglas.”(2)
Todo esto está dejando de lado el hecho de que tuve el privilegio de que me dejaran entrar. Entre 2006 y 2008, solo tuve una compañera de clase negra entre más de cien. Mostró una conciencia muy aguda de este hecho al referirse a sí misma como «Token» y emplear símbolos explícitamente racistas como la sandía en sus obras de arte. Algunos estaban confundidos acerca de por qué ella era tan conflictiva, cuando el racismo prácticamente había terminado y, además, éramos los buenos, no los racistas, mientras que en verdad, estábamos imperdonablemente ciegos en el mejor de los casos, cómplices silenciosos en lo peor de un racismo institucional profundamente arraigado, que se evidenciaba en que la suya fuera la única voz negra activa y presente.
Chris Kraus, escribiendo en el año 2000 sobre el surgimiento de las escuelas de arte de Los Ángeles y el MFA como clave para el mundo del arte y el acceso al mercado del arte, aborda el doble rasero racista oculto dentro de las reglas del juego. Citando la recepción crítica positiva otorgada a un joven blanco graduado de MFA por un trabajo en el que pintó con aerosol las palabras «Fuck the Police» en las paredes de la instalación, escribe que «si un artista negro o chicano que trabaja fuera de la institución fuera a montar una instalación con las palabras ‘Fuck the Police’, creo que se revisaría de manera muy diferente, si es que se revisaría. Tal instalación se vería sumida en la política de identidad y el didactismo que, en la década de 1990, se convirtió en el flagelo del mundo del arte de Los Ángeles”. Es la misma actitud que incitó a un crítico blanco de Los Angeles Times varios años antes a descartar el trabajo del artista negro Isaac Julien como «miope y oportunista», «conservador» y «afirmar que el grupo social al que pertenece el artista es más importante que el trabajo que hace.”3
Entiendo que las cosas han cambiado en los 18 años desde que Kraus hizo esta observación y los 10 años desde que me fui de Los Ángeles. Gracias en gran parte al movimiento Black Lives Matter iniciado por mujeres de color, las conversaciones sobre el racismo, la brutalidad policial y los privilegios han surgido con urgencia a escala nacional. Pero el hecho de que estas conversaciones tardaran tanto en llegar al mundo del arte y que las palabras de Kraus se mantuvieran vigentes básicamente durante 20 años, es condenatorio. Los tiroteos policiales contra hombres negros desarmados también ocurrían regularmente en ese entonces, y ciertamente nadie en la escuela de arte habló sobre la muerte de Sean Bell a manos de la policía el día de su boda en 2006 a pesar de la amplia cobertura mediática que recibió la historia. No había Sean Bells en la escuela de arte. No era “nuestro” problema, o eso creíamos.
Y dado que no era nuestro problema, no era un problema legítimo y sancionado de acuerdo con las reglas del juego, ¿cómo podríamos hablar de eso? Recuerde, nuestro “éxito profesional está vinculado a [nuestra] voluntad de seguir las reglas”, para volver a Fusco. Mejor permanecer en silencio, mejor no correr el riesgo de ser excluidos y descartados como conservadores, moralistas o poco cool. Mientras tanto, nuestro silencio funcionó como una herramienta para mantener la violencia perpetua fuera de nuestra vista y eximirnos de tener que abordarla.
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El silencio habla tanto como el lenguaje. Solo hablamos sobre los aspectos prácticos de una carrera artística durante este período de clase, pero ¿exactamente qué contrato social invisible e implícito nos impedía hablar más sobre eso? Dos de mis antiguos compañeros de clase mencionaron directamente este contrato social implícito cuando los entrevisté varios años después como parte de un trabajo de investigación sobre sociolingüística, educación y discursos (negrilla mía):
- Durante mi tiempo en [la escuela de arte de Los Ángeles], descubrí muy rápidamente que quizás las cosas más importantes que podría aprender sobre cómo ser un artista no me las dirían directamente. El valor del aprendizaje implícito era primordial. Sentí que si podía explotar la capacidad de observar y recordar intuitivamente los diversos códigos sociales y lenguajes que mis profesores representaban para mí, para sus amigos y colegas, podría aprender lo que era ser un artista exitoso. Como habían creado para sí mismos estilos particulares, modos de comportamiento personal y modos teóricos de comprensión que se relacionaban con sus prácticas, me parecía fundamental modelar para mí a medida que avanzaba en mis intentos de hacer cosas (aprender a hacer cosas).
- Aprendí muy poco sobre ‘cómo ser un artista’. De hecho, la facultad de [la escuela de arte de Los Ángeles] se opone firmemente a enseñarle a uno cómo ser un artista. En cambio, te enseñan cómo participar en un discurso. El componente «artista» se da por hecho. Nos trataron como si ya supiéramos cómo ser artistas, o que lo descubriríamos en el camino.
Las observaciones de mis compañeros de clase sobre el “aprendizaje implícito” y “cómo participar en un discurso” hacen eco de la tesis del historiador de arte Howard Singerman en su libro Art Subjects: Making Artists in the American University. Él postula que en la escuela de arte contemporáneo, los estudiantes ya no aprenden a pintar o perfeccionar habilidades técnicas, sino a posicionar sus identidades dentro del discurso del mundo del arte. Él escribe: “El departamento de arte proporciona a sus estudiante conocimiento tácito de las reglas y órdenes de la práctica. Es parte de una red de instituciones—galerías, museos, agencias de subvenciones, revistas y similares—que definen los límites del campo, construyen las preocupaciones o valores compartidos de la comunidad y hacen circular su discurso—el lenguaje que marca su hablantes como miembros de una comunidad.”(4) Así como la escuela de arte disciplina a los estudiantes para que solo hablen sobre lo que se puede (y no se puede) hablar, también los socializa a nivel del lenguaje, es decir, en la forma de hablar: “Sus reglas conciernen a lo que se puede decir y en qué forma.”(5)
No es una coincidencia que ambos, Fusco y Singerman se enfoquen en escuelas de arte, las cuales tienen tiempo siendo primeros sitios para socialización y disciplina. El académico y educador Philip W. Jackson acuñó el término hidden curriculum en 1968 para describir lo que mi compañero de clase llamaba “aprendizaje implícito” y lo que Singerman llamaba “conocimiento tácito”: lo que no se habla y las normas socio culturales, los valores y las expectativas que las escuelas transmiten a los estudiantes a parte de lo oficial, las materias dictadas formalmente. El Glosario de Reforma Educativa define el concepto de currículo oculto como basado en el reconocimiento de que los estudiantes absorben lecciones en la escuela que pueden o no ser parte del curso de estudio formal—por ejemplo, cómo deben interactuar con sus compañeros, maestros y otros adultos; cómo deberían percibir las diferentes razas, grupos o clases de personas; o qué ideas y comportamientos se consideran aceptables o inaceptables. El plan de estudios oculto se describe como «oculto» porque los estudiantes, los educadores y la comunidad en general no suelen reconocerlo ni examinarlo.(6)
Entonces, aunque ningún profesor de la escuela de arte señala una pizarra en una sala de estudiantes que toman notas furiosamente y dice: “Para ser un verdadero artista, vístase más de negro y también recuerde que el Dr. Martin Luther King, Jr. no cuenta como alta teoría, pero el asesino de esposas Althusser lo hace totalmente”, estas lecciones, sin embargo, se transmiten y se aprenden. Y debido a que el hecho mismo de su transmisión está oculto, rara vez, si acaso, son examinados o cuestionados.
La naturaleza oculta de este aprendizaje también hace que sea prácticamente imposible detectar cuándo está ocurriendo en tiempo real. Ciertamente, en mi propio caso, no vi cuán profundamente estaba internalizando las reglas del juego, cuán completamente estaba reemplazando el lenguaje personal que había desarrollado antes de la escuela de arte con el discurso permitido. Mirando hacia atrás en una declaración de artista que produje en la escuela de arte, puedo ver que todos los marcadores de mi estética personal desaparecieron, reemplazados por citas de filósofos franceses de moda y palabras de jerga como «criticidad» y «articulación». Mi transformación de outsider a insider fue más evidente en mi lenguaje.
Singerman continúa: “La tarea de las escuelas de arte de todo el país es proporcionar un idioma que podamos hablar juntos como profesionales y garantizar que sus preocupaciones sean las preocupaciones de los estudiantes. La tarea del estudiante… es tomar—y marcar—su lugar.”7 En otras palabras, si yo, como un extraño, quisiera lograr la recompensa de convertirme en un participante visible y reconocido en la comunidad discursiva dominante—marcar mi lugar en el mundo del arte, no tuve más remedio que asumir sus valores y adoptar su lenguaje, incluso si eso significaba comprometer mi propio lenguaje y valores en un grado tan sutil e insidioso que ni siquiera podía ver que estaba ocurriendo.
En ese momento, estaba comenzando a vender mi trabajo a un coleccionista, estaba a punto de ingresar a ese programa de posgrado y estaba en camino de graduarme con el GPA más alto en el departamento de arte. Esto no quiere decir que el mundo del arte reparta recompensas basadas en nociones objetivas de calidad artística, ni, cuando miro hacia atrás en la declaración del artista, incluso en el criterio de tener algún puto sentido. Más bien, mis recompensas vinieron por dominar el lenguaje e internalizar las reglas del juego, por socializar completa y correctamente en la disciplina y sustraer cualquier lenguaje o valor que estuviera en desacuerdo con él.
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Gran parte del currículo oculto se centra en cómo el lenguaje funciona específicamente en las escuelas como un arma para despojar a los estudiantes de su propia identidad personal o cultural e imponer un discurso dominante. Esta historia abarca desde décadas de internados donde sometían a los estudiantes Nativos Americanos a palizas por hablar cualquier cosa menos inglés hasta una escuela de Texas que hacía que sus estudiantes escribieran «No hablaré español en la escuela» en tiras de papel que luego enterraban afuera en una caja de madera durante un funeral metafórico para “Mr. español.” Una académica contemporánea, Ángela Valenzuela, utiliza el término “educación sustractiva” para describir el despojo sistemático del idioma y la identidad a medida que los estudiantes pasan por un proceso de asimilación forzada a la cultura dominante.
Mi experiencia en la escuela de arte es claramente benigna en comparación con la horrible violencia de la Oficina de Asuntos Indígenas o el arraigado racismo institucional en los estudios de Valenzuela sobre los estudiantes de secundaria mexicano-estadounidenses. Así que supongo que la siguiente pregunta es, ¿a quién diablos le importa una mierda? La escuela de arte está lejos de ser el mayor problema del mundo en este momento. Sin embargo, aquí estoy diez años después y estas ideas no me han abandonado, porque en algún lugar dentro de mí todo esto todavía importa. Porque, si bien las consecuencias difieren, todos estos ejemplos caen en el mismo espectro de cómo se sustraen las identidades personales y se imponen los discursos dominantes en aras de, en palabras de Jackson, la “conformidad institucional”. Y si perder franjas enteras de mí mismo y de mi práctica artística está mal, y sé por experiencia propia que lo está, entonces todo este espectro debe estar mal, y deberíamos hablar de ello.
Después de todo, ¿no se supone que el arte es un lugar para exactamente lo contrario de la conformidad institucional? Al menos eso es lo que sentí cuando decidí convertirme en artista cuando era adolescente, después de leer libros sobre Marcel Duchamp y el arte conceptual: el potencial más electrizante del arte radica en su poder para desafiar la conformidad, empujar los límites del status quo, cuestionar creencias arraigadas sobre lo que podría ser tanto el arte como la vida. Ciertamente, este sentido liberador de un campo de juego abierto por los aires es lo que ha mantenido la influencia histórica tanto de Duchamp como del arte conceptual tan potente y presente durante décadas: la idea de que el arte puede ser cualquier cosa, no solo lo que se ha aceptado o definido previamente como arte.
Sin embargo, la escuela de arte —con currículos oficiales que continúan enseñando explícitamente las reverberaciones duraderas de Duchamp, la historia dialéctica de la vanguardia y la relación del arte con los movimientos políticos emancipatorios del siglo XX— envía un mensaje sobre el potencial revolucionario del arte que está fundamentalmente en desacuerdo con cómo su plan de estudios oculto entrena a los estudiantes para cumplir o desaparecer. En última instancia, los valores de experimentación y superación de los límites del currículo formal chocan con la socialización sustractiva y tácita del currículo oculto según las reglas del juego: claro, las ideas y los objetos artísticos pueden ser vanguardistas, revolucionarios o políticos, siempre y cuando cualquier amenaza planteada al status sea cosmética y no real.
“Culpable de los cargos”, pienso cuando leo este extracto del ensayo de 2012 de la artista Andrea Fraser “No hay lugar como el hogar”:
“Mucho de lo que se escribe sobre el arte ahora me parece casi delirante en la grandiosidad de sus reclamos de impacto social y crítico, particularmente dado total desprecio por la realidad de las condiciones sociales del arte. Las afirmaciones amplias y a menudo incuestionables de que el arte de alguna manera critica, niega, cuestiona, desafía, confronta, cuestiona, subvierte o transgrede normas, convenciones, jerarquías, relaciones de poder y dominación u otras estructuras sociales… parecen haberse convertido en una justificación para algunas de las formas más cínicas de colaboración con las fuerzas más corruptas y explotadoras de nuestra sociedad” 10
Al final de la escuela de arte intenté señalar esta contradicción y mi propia complicidad en ella pidiéndole al profesor de la clase que me reprobara. En la crítica, cuando una estudiante rompió con el grupo que generalmente desaprobaba para decir que veía esto como un acto de resistencia, otra estudiante respondió de manera reveladora: «¡Pero se ha hecho resistencia!» Pierre Bourdieu describe esto como “una colusión objetiva”, ya que criticar las reglas del juego lo posiciona a uno como fuera de él, cualquiera que quiera participar debe aceptar la perpetuación de la definición de legitimidad del juego, reproduciendo constantemente el status quo ad infinitum. Cuestionar las reglas amenaza con descarrilar existencialmente el juego mismo, porque después de todo, “¿Qué sería del mundo literario si uno comenzara a discutir, no sobre el valor del estilo de tal o cual autor, sino sobre el valor de los argumentos de estilo? El juego termina cuando la gente empieza a preguntarse si el pastel vale la vela”.11 Dada la opción de cumplir o desaparecer, finalmente opté por abandonar. Desde que me fui, me he preguntado si creer que cumplir o desaparecer son las únicas dos opciones es en sí mismo una función del juego. Tal vez si nos negamos a adoptar el lenguaje y los valores dominantes que nos mantienen en silencio sobre tantas cosas que importan, incluidos nosotros mismos, podemos cambiar las reglas, de afuera hacia adentro.
Jaymee Martin*
*publicado originalmente en East of Borneo el 17 de enero de 2019
Apartes traducidos y enviados a esferapública por Iris Greenberg
Notas
1. In his book Social Languages and Literacies: Ideology in Discourses, Gee frames this ultimatum through the language of being inside or out: “Discourses … crucially involve a set of values and viewpoints … about who is an outsider and who isn’t, often who is ‘normal’ and who isn’t. [They are also] resistant to internal criticism and self-scrutiny, since uttering viewpoints that seriously undermine them defines one as being outside them. The Discourse itself defines what counts as acceptable criticism.” James Paul Gee, Social Languages and Literacies: Ideology in Discourses (London: Routledge, 2008), 49.
2. Coco Fusco, “How the Art World, and Art Schools, Are Ripe for Sexual Abuse” Hyperallergic (November 14, 2017).
3. Chris Kraus, Video Green: Los Angeles Art and the Triumph of Nothingness (New York: Semiotext[e], 2004), 20–21. The Los Angeles Times review quoted comes from critic David Pagel in 1996.
4. Howard Singerman, Art Subjects: Making Artists in the American University (Berkeley, CA: University of California Press, 1999), 204.
5. Ibid, 201.
6. “Hidden Curriculum,” Edglossary.org, last modified July 13, 2015.
7. Howard Singerman, Art Subjects: Making Artists in the American University (Berkeley, CA: University of California Press, 1999), 186.
8. Mia Warren, “The Day a Texas School Held a Funeral for the Spanish Language,” Morning Edition, NPR, October 20, 2017.
9. Angela Valenzuela, Subtractive Schooling (Albany, NY: State University of New York Press, 1999).
10. Andrea Fraser, “There’s No Place Like Home,” in Whitney Biennial 2012, ed. Elisabeth Sussman and Jay Sanders (New Haven, CT: Yale University Press, 2012), 30.
11. Pierre Bourdieu, Language and Symbolic Power, (Cambridge, UK: Polity Press, 1991), 58.