Miguel Ángel Rojas, Territorio de decepción, 2012. Estireno expandido, arena, pigmentos, extracto de hoja de coca en glicerina, hoja de coca, polvo de hoja de coca, sonido y luces. El Camino corto. Museo de arte Universidad Nacional, septiembre 6 – noviembre 3. Bogotá. Curaduría: María Belén Sáez.
María Elvira Escallón, Urgencias (2010-1012). Urgencias, Museo de arte Universidad Nacional, septiembre 6 – noviembre 3. Bogotá. Curaduría: Andrés García La Rota.
Las dos exposiciones dialogan en el Museo de Arte de la Universidad Nacional dando rodeos. Una, trata de explorar el desbalance en la corresponsabilidad por el comercio de una sustancia prohibida. Otra, cuenta la historia de un hospital lastrado por el desuso. Una dice que el consumo de un polvo lleva a la muerte y que el dinero con que se paga esa muerte es significativo. Otra, que el nivel de destrucción se mide en el tiempo que transcurre en una infraestructura de atención médica que no recibe destinación efectiva por parte de sus dueños.
Una desaprovecha muchos metros lineales repitiendo que la ambición rompe el saco, que lo mejor es aprender que la riqueza no lo es todo en la vida y que más vale plata en mano que ciento volando. Ambición: no es necesario aspirar demasiado. Riqueza: no es necesario tener tanto. Plata en mano: mejor trabajar duro para consolidar una pequeña fortuna. Parece una homilía serísima (sobre la que alguien sugería durante una visita que bien valdría haber tenido todos sus objetos realizados en cocaína).
Otra atiende el hecho de que en Colombia la salud no es un deber de gobierno y es más rentable para múltiples actores contar con una sentencia bíblica que con una operatividad decente (sobre la que alguien sugería durante una visita que debería estar tallada en la pared del despacho del presidente de la mayor ETS del país).
Pero la primera, por fortuna, no se limita a reconvenir. Después del regaño, en otra sala presentaba el montaje menos grandilocuente de unas cabezas vaciadas en maíz y pasto, con hiel. En este punto excede el argumento de los “materiales-significativos-por-obvios”, complejizando la re-presentación de la verdad noticiosa Prime Time sobre la financiación del conflicto colombiano. La moralina del artista se daba un respiro y reflexionaba en modo Antiguo-Testamento.
Mientras que la segunda ponía a rondar la cuestión en torno a la molestia que causa algo o alguien que hizo mal y -desgraciadamente-, no tiene rostro. Ofrece impotencia. Como ver llover corrupción por todos lados (y escampar para grabar un video y prolongar el sufrimiento de un tiempo sin cambio mediante manipulaciones técnicas). Al mismo tiempo, hace uso del montaje para introducir una paradoja: como no presenta a los responsables de un desfalco permite que quien observa se ponga en la tarea de imaginar la identidad de quiénes lo hicieron (para olvidarlos luego y votar por ellos).
El diálogo entre El Camino corto y Urgencias se plantea al nivel de una materia primordial que aparece para recordar que la prevalencia de una imagen depende de su decantación. Que siempre se ve mejor cuando el polvo cae. O cuando se usan unas gafas de protección (Lacan -no sus exégetas-, dijo alguna vez que la posibilidad de la mirada sólo se daba observando a través de una pantalla, nunca directamente.) A pesar de que cada muestra ponga en juego su propia versión pretensiosa de la pedagogía del enojo (fastidio moralista por las consecuencias del consumo de cocaína, rememoración fatalista del despojo a la salud), protegen la percepción y dan argumentos para ver mejor. En la primera, la cara deformada por el montón de coca acumulada en la mejilla del mambeador se expresa de mejor manera que el listado de divas adictas, capos asesinos y sedes de matanzas. Dice, “tranquilo amiguito, aspira (algo), tu verás”. Al tiempo que la fotografía de la pared descascarada de una habitación de hospital en la segunda exhibición, recuerda que la muerte está detrás de toda buena intención. Dice, “tranquilo amiguito, aspira (a algo), ya verás.”
Al explicar por qué el cadáver del neoliberalismo seguía envenenando el agua del planeta, el geógrafo Neil Smith decía que la crisis económica de finales de la década de 1990 se representó con la metáfora de la epidemiología (el “contagio” de la crisis asiática), mientras que la actual lo fue es con la ambientalista (los “activos tóxicos”). En “¿Ciudades después del neoliberalismo?”, recordaba la sorpresa de los teóricos de la economía contemporánea cuando su castillo de sub-primes se desbarató, llevándose en su caída toda esperanza por un futuro de prosperidad: “cuando esa contaminación se produjo de hecho, y el propio capitalismo se volvió tóxico a escala global, los financieros desesperados de todo el mundo exclamaron asombrados: «¡Pero no es así como se suponía que iba a funcionar el capitalismo!»”
Las metáforas son las mejores pantallas que ha diseñado la humanidad. Y en estas exposiciones sirven para construir cierto tipo de conocimiento histórico. Permiten testificar contra una serie de enemigos de la convivencia social o económica que generalmente nunca responderán por sus actos. Brindan el alivio de una justicia virtual: los “malos” son juzgados y castigados simbólicamente. Al mismo tiempo, usan la imagen para dejar señales en el paisaje. Cada una dibuja con polvo una metáfora de pudrición, midiendo la toxicidad del ambiente. Señalan el síntoma y no dan la cura. Son gafas, no tapabocas y coinciden al decir «¡es así como se suponía que iba a funcionar el capitalismo en este país!»
–Guillermo Vanegas