Ha llegado el Fin de la Petroestética: la estética con la que Gustavo Petro y su “Bogotá Humana” intentaron pintar a Bogotá se acaba gracias a la destitución del alcalde. Este quiebre, amparado por la malparidez leguleya y selectiva del Procurador, y auspiciado por el cálculo re-electorero del Presidente Santos, nos incita a ponernos dramáticos, solemnes. Por ejemplo, citar a Berthold Brecht, o citarlo mal —pues todo indica que la cita no es de él—, y decir en voz alta, gesticulando, ensayando en el espejo como si estuviéramos ante el pueblo en un balcón:
«Primero vinieron a buscar a los comunistas, y yo no hablé porque no era comunista. Después vinieron por los socialistas y los sindicalistas, y yo no hablé porque no era lo uno ni lo otro. Después vinieron por los judíos, y yo no hablé porque no era judío. Después vinieron por mí, y para ese momento ya no quedaba nadie que pudiera hablar por mí».
Y luego parafrasear a Brecht, o al pastor Martin Niemöller, y decir:
“Primero vinieron por los grafiteros, y yo no hablé porque no era grafitero. Después vinieron por los antitaurinos y los humanistas, y yo no hablé porque no era lo uno ni lo otro. Después vinieron por los artistas, y yo no hablé porque no era artista. Después vinieron por mí, y para ese momento ya no quedaba nadie que pudiera hablar por mí”.
Y luego podríamos pasar a comparar la primera acción estética Rafael Pardo, el Alcalde (e) de Bogotá impuesto por el Presidente Santos, como la primera fase de una avanzada del fascismo sobre la ciudad. Pardo, junto a la Policía, le han dado una importancia inusitada a la campaña “Entornos limpios, Entornos Seguros” y se la han jugado por englobar en un solo paquete al grafiti con la basura, la limpieza con la seguridad, la eugenesia con la estética (El Tiempo como es usual ha servido de caja de resonancia a la propaganda oficial).
Y así, Pardo ha procedido a hacer su primera alcaldada: mandar a borrar gran parte de las pintadas que se habían hecho durante los dos últimos años en el grafitódromo de la Avenida 26, ese monumento que dejó la «estética de la contratación», la estética Samuelina: el embeleco urbano en que se que parcharon los andenes con un adoquinado simplón y sin el menor juego visual, de desapacibles bancas de cemento, de ciclorutas que aparecen y desaparecen sin ton si son, de árboles y palmeras tumbadas para plantar chamizos y césped que quedan enanos y secos de chupar tanto hollín, de culatas de edificios y casas que se pañetan sin remedio de cemento gris, de elefantes blancos como el del terraplen del Parque de la Independencia y de los dos puentes peatonales que llevan al peatón de ninguna parte a ningún lado y de un robo seguro a una inminente violación. Toda una serie de chambonadas donde ingenieros mezquinos y arquitectos pantalleros parecen haberse lucrado de forma proporcional al tamaño de la desolación que produjeron con sus obras.
Ante tanta suciedad y corrupción el grafiti parecía ser una de las respuestas, una catarsis a la que Petro supo darle vía, no importaba que el trazo fuera pequeño, mediado o grande, bonito o feo, de plantilla o de calibre grueso, con crítica o con ornamento, con decreto o ilegal, rayar sobre estas obras era un gesto humano de respuesta pública al desvarío de la burocracia estética y la podredumbre estatal.
Pero ahora el Alcalde Pardo y el General Palomino se han convertido en críticos de arte, y solo han respetado las obras de graffiti que otros críticos de arte habían seleccionado bajo concurso, en un evento que el IDARTES convocó y donde la gran mayoría de participantes “encorbataron” su creatividad. Tal vez los artistas pensaban que para ser escogidos tenían que autocensurar algunos de los impulsos y hacerle una especie de “informercial” o muro pedagógico a la Alcaldía en aras de ganar el subsidio. Uno de los grupos dijo que quería en principio hacerle un gran homenaje a Los Nule —los infames contratistas de la 26 junto al grupo Opain— y parodiarlos con un cartel como el del “Cartel de los Sapos”. Pero los grafiteros afirmaron que no hicieron esa propuesta porque pensaban que eso les restaría posibilidades de hacerse a los recursos.
Sin embargo, la acción encomendada por el Alcalde Pardo no solo tapó pintadas de firmas ensimismadas, plagios cándidos de algo que se vio en un muro de facebook o en muro de Taipei, del arte por el arte o del grafiti por el grafiti mismo. La pintura gris Pardo ocultó también murales sobre la protesta en el Catatumbo, la Unión Patriótica, los Falsos Positivos, la marcha campesina, el arresto de un líder de la Marcha Patriótica, la legalización de la droga, el consumo de Yagé, y mensajes relacionados con esas cosas que estaba haciendo bien la “Bogotá Humana” de la administración Petro, aquello del agua, por ejemplo. Todo eso se fue, quedó tapado con por las primeras pinceladitas de Pardo como alcalde, tan cubierto como cubren los grandes medios esas mismas noticias.
Y en este punto del texto tocaría hacer respetar la Ley de Godwin, ese enunciado que dice que «a medida que una discusión online se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno», y así invocar al Ministerio de Propaganda, el de las camisas tan pardas como el color Pardo con que taparon los grafitis, y señalar que la primera cosa que hicieron los nazis cuando se hicieron al poder fue definir el arte: en 1939 declararon que había un Arte Alemán, tan limpio como la idea de la pureza racial, y una arte degenerado, tan sucio como la mezcla racial, y publicaron catálogos y organizaron exposiciones para dar a conocer esta verdad.
Eso es lo primero que hace cualquier régimen autoritario: definir el arte, la estética, con ello define la expresión, la manera de ver y de imaginar, cierra el camino para la ambigüedad: define lo que es real. Pero no, no nos pongamos tan balconeros, tan épicos, seamos serios: este es un país mediocre, tanto que ni el criptonazismo se da. A lo sumo los cambios estéticos serán leves: volverá a verse esa danza dominguera en la que un actor baila en círculos en cadencia con la muerte, y pasa de la representación a la presentación, del arte al ritual: volverá la taurofilia a la Plaza de Toros de Santa María.
En la carrera séptima quitaran las maltrechas materas grafiteadas que boceteaban un futuro peatonal para esa vía, y volverán los carros para no incomodar a la escolta presidencial y al resto de arribistas que ahora tienen que treparse a la Circunvalar o bajarse hasta la novena. Y quitaran la losa de piedra bogotana instalada en las arcadas del Palacio Liévano, esa muestra justiciera de Petrohistoria que intentó sumarle un nuevo capítulo a la toma del M-19 y la retoma militar del Palacio de Justicia.
Y de paso volverán a instalar la pintura de Gonzalo Jiménez de Quesada en el salón junto al despacho de alcalde y mandaran a embodegar el expresionismo falsamente naíf de la pintura de Bolívar que Petro encomendó y montó altanero en esa pieza de hidalgo rococó.
Sí, toda esa basura que intentó acoger la Petroestética se irá, el pasado alcalde se fue por su ineptitud en el manejo de la basura y al menos, desde que Pardo es alcalde, desaparecieron como por arte de magia todos los mendigos pardos que dormían en varias calles del centro de la ciudad, ¿A dónde habrán ido a parar? ¿Volverán luego como los grafitis a la 26 haciéndole el quite a la limpieza social de Pardo y Palomino?
Por ahora el mensaje es claro: fin de la Petroestética, fin de la “existencia bella”:
Posdata: en el futuro, luego del gran terremoto de Bogotá, y cuando se reconstruya la ciudad, un grupo de arqueólogos se dedicará a excavar entre las ruinas del pasado. Bajo capas de escombros encontrarán pedazos de muros que luego de ser restaurados y armados a manera de rompezabezas mostraran algunos de los mensajes que hicieron unos seres humanos hace cientos de años:
«Dinero», el estiercol del diablo, un grafiti inmenso, un mensaje económico y con un punto final que conjuraba a toda la corruptela que se arropaba en ideologías de izquierda o de derecha, de humanistas o de técnicos, para parrandearse lo que era el país de Colombia. Por fortuna ya no estaremos vivos para notar el pequeño rictus de compasión que esos hombres comprensivos sentirán por nosotros al ver ese monumento del pasado tan efímero como toda la existencia.