Mientras el mito cultural proclame activamente que el arte es un universal humano –que trasciende tanto su momento histórico como las demás condiciones de su realización, en especial la clase social de sus creadores y mecenas– y que constituye la más elevada expresión de la verdad espiritual y metafísica, el arte oficial será patentemente exclusivista en cuanto a su atractivo, culturalmente relativo en sus preocupaciones y estará indisolublemente ligado a las grandes fortunas y a la vida de la clase alta en general.
Martha Rosler(1)
Una de las creencias más arraigadas dentro del campo artístico moderno fue la idea de que el arte se debía exhibir. En el mundo occidental la noción de exhibición se volvió inseparable del concepto de arte, como resultado de la persistencia estructural de los «salones decimonónicos» que parecía demostrar hasta entonces un relativo éxito. El acto de exhibir se convirtió a lo largo del siglo XX en uno de los principales componentes de la «institución arte» hasta llegar a considerarse connatural a la actividad artística, tornándose en uno de los sistemas de representación más dominantes respecto a la definición de la propia categoría de arte. Hipotéticamente, en la estructura de la exhibición se relacionan, de manera privilegiada, el arte y el público al tiempo que se evidencia la función social que los artistas serían capaces de desempeñar en un contexto cultural más amplio.
Sólo fue hasta finales del siglo XX que comenzó a complejizarse la categoría de exhibición, a hacerse más y más visible el sesgo problemático que caracterizaba muchas de las creencias que la rodeaban y a considerarse otras concepciones de circulación diferentes a la exhibición. De forma paralela, fue permeandose el debate sobre la importancia de tomar en cuenta las contingencias culturales e históricas que determinan las condiciones de producción de los signos artísticos como su principal trasfondo de interpretación.
La circulación como exhibición: tres décadas en Bogotá como breve preámbulo
La imperiosa necesidad de acercar el trabajo de los artistas contemporáneos a los diversos públicos que conformaban la ciudad de Bogotá trajo consigo, hace poco más de 40 años, la creación del Museo de Arte Moderno de Bogotá, que se comprometió fuertemente con la exhibición de la creciente actividad creativa de los jóvenes artistas de aquel entonces. Lo paradójico de esa historia es que el MAM tomó realmente forma hacia finales de la década de 1960, justo cuando las nociones de modernidad comenzaban a problematizarse y resquebrajarse desde las prácticas de los artistas. La célebre exhibición “Espacios ambientales”, realizada en 1968 cuando el MAM habitaba la Universidad Nacional, puede tomarse como un síntoma de la dudosa separación que se había producido entre el mundo del arte y la praxis social que la determinaba. Según Marta Traba, esta exposición no era otra cosa que “un ataque a la pasividad del público”; lo curioso es que al parecer cumplió excesivamente su cometido, porque a la madrugada del día siguiente a la inauguración, dos de las obras incluidas en la muestra fueron vandalizadas por estudiantes de la misma universidad, quienes dejaron consignas escritas en tarjetas en las que exigían “un arte para el pueblo y no para los burgueses” y en donde también señalaban que “el arte está de duelo despues de esta porquería”. (2). Es sintomático que esta muestra, en tanto resultado de los enfoques modernos, se haya centrado primordialmente en una supuesta universalidad de los valores proclamados por el arte y en una sobre entendida pureza de los medios que utilizaba para enunciarse: el modernismo tardío parecía orientarse hacia un público presumiblemente universal, sin darse cuenta que en realidad tal universalidad representaba los ideales de una población masculina, adulta, blanca, heterosexual y de clase alta.
Posteriormente, el MAM se movió al Centro Internacional, para luego instalarse en el recién construido Planetario de Bogotá, en donde se mantuvo durante casi toda la década de 1970, hasta situarse posteriormente en su sede actual. En ese periodo de tiempo, el MAM comenzaría a actuar como un agente de enlace entre los artistas y públicos locales, y las producciones artísticas internacionales junto a las de los artistas nacionales de mayor trayectoria. De esta forma se producía la esperada confrontación entre los artistas más jóvenes y los paradigmas que definían el mundo del arte en términos absolutos. En 1975, con el apoyo de una empresa de publicidad, se creó el Salón Atenas y se dio origen a una figura que desde entonces aparecería intermitentemente como estrategia de circulación: los eventos de patrocinio, que serían fuertemente cuestionados por diversos subsectores del campo artístico a comienzos de este siglo y de los que me ocupare más adelante. Del Salón Atenas se realizarían nueve versiones que fueron un vehículo de proyección del arte producido en Colombia entre los años setenta y ochenta. Desde comienzos de 1960 y finales de 1970, empezaron a surgir nuevos espacios de exhibición que, asumiendo posiciones cercanas o complementarias a las del MAM, ejercían un contrapeso en el campo artístico: la galería de Marta Traba, Colseguros, Belarca, San Diego y Garcés Velásquez.
En la década de 1980, con la creación de la sección de artes plásticas de la Biblioteca Luis Ángel Arango, se reorientó la gestión de este importante espacio de circulación, trayendo consigo, entre otras cosas, el programa Nuevos Nombres, curado por Carolina Ponce de León entre 1985 y 1993. Este programa aportaría un contexto crítico para la valoración de una emergente generación de artistas colombianos que incluía en su momento inicial a Doris Salcedo, María Fernanda Cardoso, José Antonio Suárez y Nadín Ospina.
Tras el traslado del MAM a su sede definitiva, su antiguo recinto en el Planetario se convirtió en la Galería Santa Fe, la cual, después de seguir un rumbo un tanto errático durante los años ochenta, se consolidaría al definir un compromiso con el arte joven y contemporáneo en los años noventa. El eje de esta orientación lo estructuró el Salón de Arte Joven de Bogotá, que se creó en 1991, tres años después de que el MAM estableciera, con el apoyo de la Alcaldía Mayor, la Bienal de Arte de Bogotá. En este punto es indispensable mencionar el papel desempeñado por entidades como el Museo de Arte Contemporáneo El Minuto de Dios, inaugurado a finales de los años sesenta, y la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, creada hacia la misma época, que compartieron, por virtud de el traslado de su director de una entidad a otra, los mismos proyectos de gestión. También es importe reconocer el trabajo desempeñado por la Casa Negret y su ciclo de artistas concretos, que contextualizó inicialmente el trabajo de artistas como Jaime Franco o Danilo Dueñas, entre otros, al final de la década de 1980.
Esta diversificación del poder de visibilización, propio del fomento a la creación y la circulación de las prácticas artísticas en Bogotá, significó una apertura que sentó las bases para la adopción de un evidente pluralismo que se asentó en el campo artístico de la ciudad desde comienzos de 1990.
La circulación dentro y fuera de la exhibición: los años noventa y un poco más
En 1994 apareció, bajo la dirección de Olga Marín, la sección “El martes de las artes”, en el periódico El Espectador. Aunque este espacio no fue el primero, ni el único o el último ejemplo de su clase, fue significativo dentro de su género por la rigurosa periodicidad de su circulación, su admirable constancia –se mantuvo vigente durante varios años– y su aguda diversidad -se ocupó de divulgar discursos generados por diferentes profesionales del campo del arte y de visibilizar proyectos de distinta índole-. “El martes de las artes” demostró que un periódico no sólo es un canal de información sobre el campo artístico, sino también un espacio de circulación de las actividades que en él se producen. Cabe recordar, sin embargo, que dicha sección tambaleó cuando propagó una obra de Álvaro Barrios que hacía parte de sus célebres Grabados populares,porque a los editores del periódico les pareció un incomprensible derroche de espacio(3). El proyecto Grabados populares surgió a principios de los años setenta, a partir de un trabajo de publicidad que realizó este artista en Barranquilla y que se extendió hacia otras ciudades y países en los años siguientes. Consistía básicamente en la publicación de una imagen en algún periódico que cobraba un valor económico “especial” por la posibilidad de que los lectores lo hicieran firmar y numerar posteriormente por el artista, siguiendo con ironía la convención del grabado tradicional, igualmente reproductible, que limita sus ejemplares legítimos. Los Grabados popularesse revivieron en 1997 con motivo de la realización del proyecto “Do it”, una propuesta curatorial del suizo Hans-Ulrich Obrist en la Biblioteca Luis Ángel Arango, en el martes de las artes como se menciono anteriormente.(4)
“Do it” era básicamente un libro de instrucciones para configurar piezas de importantes artistas contemporáneos del ámbito internacional, cuyos «originales» contaban con una limitada posibilidad de exhibición fuera de ciertos circuitos establecidos. Reviviendo diversos enunciados de Marcel Duchamp, como fueron sus propias instrucciones para generar obras a distancia, este proyecto se proponía revisar las concepciones que subyacen a la definición de arte en términos de la producción de objetos originales. El libro de instrucciones atacaba las nociones hermanas de originalidad, unicidad, autenticidad y singularidad de las que dependió la moderna “institución arte”, induciendo a su multiplicación −e incluso a su degradación−, al demandar significativas apropiaciones para su realización, la cual podía suceder simultáneamente en diferentes lugares. La idea central de este proyecto era que cualquier entidad o institución pudiera solicitar este libro si asumía el compromiso de realizar la exposición, documentar las obras en una publicación y remitírsela a Hans-Ulrich Obrist.
Cuando llegaba el momento de “recrear” las obras los organizadores entraban en una especie de “teléfono roto” –ese popular juego infantil que parece celebrar la diseminación y la degradación del lenguaje− porque tenían que interpretar instrucciones a menudo enigmáticas y oscuras. En Bogotá este impase se solucionó complejizando aun más el latente proceso de dispersión de sentido del proyecto porque se invitó a diversas personas del campo artístico a interpretar cada una de las “fórmulas”, generando unas segundas recetas que el equipo de montaje finalmente tenía que interpretar de nuevo para elaborar cada pieza. La versión llevada a cabo en Bogotá implicó que muchas obras distaran significativamente de sus “originales” enfatizando la importancia de los contextos culturales y políticos desde los cuales fueron apropiadas e interpretadas.
“Do it” fue organizada en Bogotá por María Inés Rodríguez, quien desarrolló un seminario teórico complementario a la muestra, denominado “Estrategias paralelas para la difusión del arte contemporáneo”(5), que reunió experiencias artísticas provenientes de varios momentos y lugares, cuyo denominador común era el desbordamiento de los principios de exhibición. Curiosamente en Bogotá se le dio más importancia a este encuentro teórico que a la exposición misma. El que las obras hayan requerido de estrategias de circulación adicionales a la exhibición evidenció que estos otros espacios se habían vuelto apremiantes para la puesta en público de los trabajos de investigación, crítica, teoría y periodismo cultural o cualquier otra forma de producción de discursos sobre el campo del arte. Lo mismo podría decirse acerca de las prácticas ligadas a la formación artística. No en vano en Bogotá los foros, encuentros teóricos o seminarios se han vuelto componentes imprescindibles dentro de cualquier proyecto artístico o cultural.
El seminario “Estrategias paralelas para la difusión del arte contemporáneo” incluyó 19 conferencistas, entre los cuales estuvo presente Álvaro Barrios, con una ponencia sobre susGrabados populares. A esa ponencia los ciudadanos podían llevar el Grabado popular de la discordia, publicado el 4 de marzo de 1997 en el periódico El Espectador, para recibir la firma y numeración respectivas. Es interesante preguntarse por su verdadera diferencia con aquellos que no recibieron dicha legitimación propia del ámbito convencional del mercado del arte.
Otra ponencia que vale la pena destacar fue la de Jaime Iregui, que abordó un amplio número de experiencias en dos ámbitos interrelacionados: la exhibición de proyectos artísticos y la reflexión y discusión en torno a ellos. Para esta ponencia se alimentó de propuestas gestionadas por él mismo, con el respaldo de algunas entidades e instituciones, y con la participación de diversos profesionales del campo artístico. Una de ellas fue el proyecto “Tandem”, que implicó la participación de un amplio número de artistas en una serie de exposiciones como “Lejos del equilibrio”, “Atractores extraños” o “Modelos de realidad”. Esta propuesta también requirió de la realización de varias publicaciones, concebidas a manera de periódicos o tabloides, relacionadas con los problemas subyacentes a todo el proyecto como también de una breve sección mensual dentro de la ya citada página “El martes de las artes”. Algunas de esas publicaciones tendrían viabilidad como resultado de su proyecto “Transformaciones en cinco localidades”, que consistía en talleres artísticos realizados en cinco zonas de la ciudad de Bogotá, en 1997, con el apoyo del Instituto Distrital de Cultura y Turismo.
La evolución artística de Jaime Iregui lo llevó a desarrollar algunas prácticas complementarias. Junto con Carlos Salas y Danilo Dueñas, conformó el grupo que, en junio de 1991, generó Gaula, el primero de una serie de espacios alternativos de exhibición que aparecerían en la última década del siglo XX en Bogotá. Este espacio, de una corta existencia, marcó un hito dentro de las actividades artísticas de ese momento en la ciudad, convocando a diferentes miembros del sector artístico, e incluso de otros ámbitos, a participar en diferentes tipos de actividades que, además de la organización de muestras, apuntaban a la valoración y comprensión del arte producido en aquel momento. Una vez concluyó este proyecto, su espacio fue ocupado por otra propuesta medianamente similar llamada Vena-arteria, que intentó cruzar dos tipos de experiencias alternativas: una sala de exhibición y un bar, buscando solucionar los problemas de financiación, pero cerró antes de tres meses debido a las presiones de los vecinos. Este bar fue la tercera versión de una de las experiencias más influyentes en materia de rumba alternativa en la ciudad. La primera fue Barbarie, en el centro histórico de Bogotá, que igualmente por presiones de las “gentes de bien, de ambiente bohemio” del barrio La Candelaria tuvo que cerrar sus puertas antes de cumplir un año y moverse hacia el norte de la ciudad, en donde permanecería abierto un año más bajo el irónico nombre de Barbie. En Barbie también se llevarían a cabo exhibiciones de objetos artísticos de carácter utilitario, que premonizarían la función de espacios como Tierra de Fuego o Astrolabio, que surgieron años después con la participación de Andrea Echeverri, vocalista de Los Aterciopelados.
Jaime Iregui también participó en Espacio Vacío, una importante alternativa de proyectos de autogestión durante la segunda mitad de la década del noventa en Bogotá, donde se concentrarían agudas y arriesgadas propuestas curatoriales que oxigenaron la actividad artística en la capital y que marcaron un interesante punto de contraste con las miradas institucionales. De estas experiencias de exhibición, como del proyecto “Tandem”, surgiría el interés de motivar espacios de reflexión en torno a las prácticas del arte que dieron origen al Archivo X, entendido inicialmente como un grupo de intercambio de opiniones que posteriormente se convertiría en una publicación similar a otras realizadas por Iregui. Esta experiencia abrió el camino para el importante foro de discusión en la Red que se denomina actualmente Esfera pública, que ha cimentado, desde el comienzo de la primera década del siglo XXI, la opción de encontrar un canal independiente a través del cual movilizar opiniones y posturas respecto a las diferentes problemáticas del sector de la artes no sólo en Bogotá, sino en el resto del país. Esfera pública ha reemplazado el antiguo esquema de publicar en los periódicos opiniones críticas cerradas a cualquier forma de debate, por foros constantes en donde se intercambian opiniones generadas desde diferentes frentes y saberes. Un espacio virtual que podría tomarse como una especie de antecedente en términos de su mirada es Columna de Arena, generada por José Ignacio Roca, desde finales de la década del noventa como respuesta a la ausencia de reflexión crítica en torno a las prácticas artísticas en Colombia.
De forma casi simultánea a la aparición de Espacio Vacío surgiría otra publicación denominada Valdez, gestionada inicialmente por Lucas Ospina, François Bucher y Bernardo Ortiz, que fue perfilada como una revista de autor, planteando un interesante contraste con otros espacios de circulación de discursos en torno a las prácticas artísticas y culturales en Bogotá. Estos artistas emprendieron además la tarea de concebir una serie de exhibiciones, como “Homenaje a Pedro Manrique Figueroa, precursor del collage en Colombia”, “El dibujo según…”, “Como sellos” o “El traje del emperador”, las dos últimas curadas por Lucas Ospina en la Galería Santa Fe.
Lo interesante de estas experiencias es que funcionaron claramente como situaciones alternas al medio artístico de la ciudad, en virtud de sus enfoques curatoriales, pero fueron financiadas como parte de la gestión del IDCT, entidad responsable de las políticas culturales de Bogotá. Esta curiosa colaboración entre lo institucional y lo alternativo no es potestad exclusiva de estos proyectos, sino que podemos verla en otras iniciativas. “Do it” fue una de ellas; concebida y organizada por curadores independientes, pero financiada por el Banco de la República una de las instituciones más sólidas y hegemónicas en el campo cultural del país. Lo mismo ocurre con la Bienal de Venecia, uno de los certámenes alternos de más alto reconocimiento dentro de la ciudad, que ha realizado sus primeras cinco versiones con apoyo del Instituto Distrital de Cultura y Turismo.
La Bienal de Venecia de Bogotá surgió de las inquietudes de un grupo de estudiantes de arte de la Universidad Nacional, liderados por Franklin Aguirre, que se entendió como una respuesta a la lógica de operación de la bienal “original”. Su interés era producir un evento local en lugar de uno global, partiendo de los ecos y resonancias que suscita la coincidencia nominal entre la ciudad italiana y el barrio del suroccidente de Bogotá. En sus diez años de existencia laBienal de Venecia de Bogotá ha transformado su relación con el entorno socio cultural que le sirve de límite, pasando de una diáfana y fluida colaboración a una tensa y compleja negociación. Las organizaciones que representan los intereses de la comunidad del barrio Venecia, parecen no confiar tan pasivamente en las bondades universales del arte y se sorprenden de la visibilidad y respaldo institucional del evento. Incluso ha sido necesario, para los organizadores, alquilar los espacios comunitarios, que anteriormente eran facilitados en forma gratuita, para la exhibición de los proyectos. Este ejemplo es un importante síntoma que mide la manera en que un proyecto artístico se debilita cuando no examina críticamente sus efectos culturales ni sus enlaces contextuales o sociales.
A finales de los años noventa otro grupo de estudiantes de arte, esta vez de la Universidad de los Andes, dio forma a la revista Asterisco, emprendida como un proyecto de autogestión encaminado inicialmente a la circulación de procesos de creación. Cada participante, escogido mediante una convocatoria, debería realizar la página que le había sido asignada, el mismo número de veces que el tiraje de la revista. Esta revista ha generado cada vez una mayor complejidad conceptual en sus criterios de curaduría y alcanzó en el 2004 la aparición de un séptimo número. En su realización han participado Bárbara Santos, Nadia Moreno, Luisa Ungar, Nicolas Consuegra, Mónica Páez y Margarita García. Este proyecto contó para su sexto número con el apoyo del IDCT y para el séptimo con el de la Bienal de Liverpool.
En los primeros años que han transcurrido del siglo XXI han aparecido dos publicaciones adicionales: una enteramente independiente, orientada a la circulación de discursos teóricos y críticos en torno al arte, y la otra más cercana a la divulgación de las actividades del campo artístico. La primera es Erguida, realizada por Guillermo Vanegas desde las opciones políticas que ofrece el «copy left»(6) y que, aun careciendo de un patrocinador, se distribuye gratuitamente para poner a circular, en diversos ámbitos, discursos de cierta complejidad conceptual. La otra publicación surgió hace un par de meses, es un periódico bimensual denominado Arteria, dirigido por Nelly Peñaranda, que si bien es gratuito, obedece a otro modelo de gestión que implica fundamentalmente la financiación por medio de pautas publicitarias. Este periódico combina comentarios críticos con reseñas informativas y los complementa con fuentes de información de varios tipos.
Jaime Cerón
*actualizado en febrero de 2007
(1) Martha Rosler, “Espectadores, compradores, marchantes y creadores: reflexiones sobre el público”, en: Brian Wallis (ed.),El arte después de la modernidad, nuevos planteamientos en torno a la representación, Madrid, Ed. Akal, 2001.
(2) Álvaro Barrios, Orígenes del arte conceptual en Colombia, Bogotá, Alcaldía Mayor, 2001; IDCT, Homenaje a Dante, Bogotá, Alcaldía Mayor, 1999; IDCT, Espacios ambientales, Bogotá, Alcaldía Mayor, 1999.
(3) Alvaro Barrios, Orígenes del Arte Conceptual en Colombia, “Grabados populares,”, Alcaldía Mayor de Bogotá, 1999, Bogotá.
(4) Do it, hágalo usted, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, Banco de la República, 1997.
(5) María Inés Rodríguez, “Estrategias para la difusión de un seminario paralelo”, en: Do it, hágalo usted, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, Banco de la República, 1997.
(6) En el mundo anglosajón, en donde no imperan los derechos de autor orientados a proteger la autoría moral y el patrimonio de quien genera un proceso creativo, sino el copy right, que implica el control sobre la circulación y explotación comercial de los resultados de dicho proceso, surgió el copy left, como un principio de resistencia a las maniobras y limitaciones propias de las corporaciones que administran tales derechos.