Vaya a ver una exposición en un museo, una galería o un estudio. Imagine la exposición escrita con humo en el aire sobre algún arroyo, escondido debajo de un puente, en realidad virtual. Imagínela balanceándose sobre un río o sumergido en la piscina del último piso de algún hotel del centro de la ciudad. Imagínela en una cisterna medieval, en un palazzo a punto de derrumbarse, en un ostentoso garaje privado para cinco automóviles. Obsérvela a través del agujero en la pared de una vieja cabaña, más allá de la cerca oxidada que encierra a un parqueadero público, en la parte posterior de un camión de carga. Conduzca hasta el bunker nuclear o el observatorio ubicado en la cima de la montaña; contemple con detenimiento el oído del marchante o el brazo tatuado del dueño del espacio autogestionado. Vaya al cementerio de noche, a una ventana del edificio donde vive al medio día, a donde se cruzan los caminos en el desierto al atardecer. Vaya a la hora que desee, en últimas, la galería está siempre abierta o cerrada a manera de expresión conceptual. La exposición podría ser un piano bar, un montón de fotocopias en celofán, un par de malabaristas que chocan una y otra vez cientos de platillos entre sí en una mansión embrujada. Cuando tenga que quitarse la ropa para entrar en la sala ovalada y llena de vapor, tapizada con espejos al estilo disco, impregnada de perfume y con una música extraña, no lo piense dos veces: hágalo. Asegúrese de llevar zapatos adecuados -cómodos-, un abrigo y una botella de agua. Antes de salir de casa, empaque un libro de poesía que no ocupe mucho espacio en su maleta; a veces olvidamos la importancia del lenguaje.
Puede que en esos momentos esté padeciendo de un leve resfriado o una intensa gripe, de cólicos insoportables o atraviese por una depresión que desafía sus días. Puede que tenga una infección bacteriana o un malestar existencial. Si cada una de las articulaciones en su cuerpo le duelen y cree que no puede si quiera seguir viviendo, vaya de todas formas. Su papá falleció la semana pasada, su carro está en el taller y todo parece ir de mal en peor: vaya, sólo vaya. Tendrá que escabullirse algunas veces para entrar. No se preocupe, rara vez lo echaran del lugar. Podría incluso, encontrar a su amante cerca de la entrada, besuqueando a otro a la sombra de un árbol y va a querer dar media vuelta para ir a llorar a otro lado ¡Pero no! No lo haga. De todas formas, si hay vino, puede tomarse cuantas copas le sean necesarias para seguir adelante con su misión. Estar presente es esencial.
Después de que le ha dado una vuelta a la sala, escriba lo que vio: en una computadora deteriorada, con lápiz en un papel que encontró en su bolsillo, con esfero en su antebrazo donde serán más jeroglíficos que palabras luego de unas horas. Puede grabar también sus pensamientos con el celular en el baño de un bar, a pesar del ruido del motor del taxi que tomó en la calle o mientras va de regreso a casa manejando su viejo automóvil. Escriba todo. Escríbalo sentado en el tren o en el vuelo que lo llevará a la siguiente exhibición. Escríbalo estando ya dentro de sus cobijas o a la luz de las velas tomando un baño. Anótelo rápidamente en una de esas libretas de páginas amarillas durante su descanso de diez minutos, en la media hora de almuerzo o, simplemente, en su cabeza mientras sirve el café, responde las dudas de los clientes o hace algún tipo de papeleo. Si tiene un trabajo de esos que uno preferiría no tener, róbese la mayor cantidad de tiempo de eso que debería estar haciendo para escribir. Ese es el subsidio para las artes que nos deberían estar dando.
Serán apenas trescientas o quinientas o mil palabras ̶ o ilimitadas si es que no le van a pagar, en ese caso no importará. Tal vez, por el contrario, le prometieron algún monto a cambio de su escrito y puede que le paguen el otro mes, el otro año, a veces nunca. Escribirá entonces dos o tres críticas a la semana en publicaciones que van de Beijing a Milán, de Buenos Aires a Winnipeg y cuando se traduzcan al Mandarín y al Español, al Italiano y Árabe, sentirá emoción sin dejar de pensar qué fue exactamente lo que se publicó (descubriendo después de usar Google translator que atravesó tantos cambios que se ha alterado radicalmente su postura original). En ese caso, respire profundo, quéjese, puede renunciar al trabajo en desarrollo, pero continúe siempre al siguiente.
Por lo general, uno siente que sólo el artista y su galerista leerán la crítica, puede que ni ellos lo hagan. (Rara vez se las leen, se las devoran, en cuestión de segundos, esperando que cambie la fortuna de aquellos sometidos al escrutinio.) No faltara el artista joven que, con un ligero aliento a cerveza, le diga que no lee críticas y que, por supuesto, no leyó la suya. Le dolerá, pero trate de no tomárselo tan personal: en la hoja de vida del artista sólo aparecerá que se escribió sobre su obra, pero no lo que se dijo sobre ella. También le resulta demasiado fácil a la galería que representa al artista no incluir la crítica en las fotocopias con el texto curatorial. Como muchos otros trabajos en el campo artístico, hacer una crítica es una tarea poco valorada y mal pagada. Sin embargo, la gente lo sigue haciendo.
Uno hace una crítica porque el círculo lo necesita: provocar una discusión cada vez más profunda, considerar algo especifico seriamente para que sea leído, ofrecerle una oportunidad a la exposición temporal de perpetuarse en una publicación, para que la experiencia artística viaje hasta aquellos que, de otra forma, jamás la verán. Pasa que usted quiso ver esa retrospectiva en Nueva York, esa presentación del colectivo que le interesa en Tokio, ese performance en Nueva Deli, pero no pudo y las fotos no son tan buenas. Entonces, usted esperaría que los escritores en cada uno de esos lugares hubiesen mantenido sus ojos abiertos, adentrándose en los rincones más remotos para escribir con honestidad lo que significó para su humanidad el estar allí presente.
Le llamarán la atención piezas enormes que se apoderarán de su escrito al punto en el que se olvidará del artista más allá del título. Experimentar la obra no requiere mencionarlo, pero si necesita que se deje clara su opinión, que establezca los hechos de forma literal. Hay que entender que la prosa periodística y dura se escribe sólo para la exposición, pero la ficción poética y etérea que compone el resto del texto es lo que se escribe para los demás. Uno trabaja con lo que puede, con lo que ofrece el medio, que puede que no sea mucho. Y entonces aparece esa presión de escribir siempre por algo que guste o que no guste, por utilizar las plataformas en pro de una ideología específica, por apaciguar y complacer a los demás.
No se siente cómodo con la palabra “crítico” pero cuando la escucha, intenta convencerse de que lo que hace es una tarea necesaria (más importante, al menos, que lo que sugiere su sueldo). No se da cuenta pero, usted, con la crítica que está haciendo, resulta ser un punto de mediación clave entre la estética y el mercado. Es lo que va a impedir que el arte termine siendo una mera inversión, aun cuando los inversionistas lo conciban así, al desaparecer, casi por siempre, las obras en cajas amontonadas dentro de depósitos cercanos a los aeropuertos. Pero usted, crítico del arte, a pesar del destino que le depara a esos objetos coleccionables, es garante de su paso por este mundo al escribir sobre ello.
Entonces ¿qué es lo que exactamente se escribe en una crítica?
Se escribe lo que se ve, lo que no puede ser visto y lo que usted quisiera que se pudiera ver ahí. No busque describir o hacer teoría, simplemente sea testigo. Ocúpese de ser un cuerpo capaz de experimentar las cosas y sobrevivir para contárselo a otros. Como crítico, lo que quiere es que absolutamente todo en la vida, especialmente el arte, se experimente como lo que es y no como otro objeto dispuesto en una elegante galería, es decir, como algo digno de poesía pura.
Andrew Bernardini*
Publicado originalmente en inglés en Momus. Traducción de [esferapública]