Así como vamos, y si nos descuidamos y no aparecen dolientes, Santander está abocado a convertirse en el paraíso de los peores horrores artísticos y culturales en el país. Me refiero a que después de ver tantos cierres y negaciones de espacios en lo referente al arte y la cultura, (recuérdese el peor de todos que fue el aniquilamiento de los talleres artísticos de la Gobernación) y después de ver la calamitosa instalación de una muy mala escultura -llamada por el “artista” y en complicidad con el ex gobernador Hugo Aguilar- Monumento a la santandereanidad, ahora quieren “esculpir”, mejor diría, forzar la montaña horadando la roca del hermoso Cañón del Chicamocha.
Este proyecto se llama Monumento a Latinoamérica, un grito de libertad y pretende tallar en la roca de la gran montaña los rostros enormes de diferentes próceres y caciques Latinoamericanos, en burda imitación del monte Rushmore en los Estados Unidos.
¿Por qué es un desastre?
En lo ecológico: El primer atentado es contra el paisaje natural con todas las consecuencias que ello acarrea, y en lo más profundo la desarticulación de un todo armónico de la topografía que no pide cambio, que está bien como está, y que se va a someter al proceso de rompimiento de la roca y violación de fauna y la flora que allí habitan, ya que no se puede caer en el descuido de interpretar que un terreno agreste no tiene un ecosistema.
El paisaje mismo presenta una anatomía propia, una realidad estética que genera aprecio sublime por este lugar que, sin exagerar, se torna sagrado no sólo por las relaciones históricas respecto a nuestros antepasados Guane, sino porque sagrada es nuestra relación en la contemplación y conciencia cosmogónica con la montaña. El Cañón del Chicamocha se convierte entonces en contenedor del sentido que le damos a nuestro presente y futuro en lo concerniente al respeto por el planeta, y para la región, en símbolo de nuestra esencia cultural.
Pensemos por un instante lo atrevido, sin fundamento y además engreído que resulta dañar la montaña sólo por creer que con esa escultura monumental se rendirá homenaje a todo un continente; el continente lo que pide a gritos es respeto por la naturaleza, por los ríos en los cuales a diario arrojamos toneladas de desechos, respeto por las montañas, los valles tan únicos que tenemos el honor de habitar, respeto por las selvas, etc. Un continente entero, multicultural, rico en naturaleza y biodiversidad, no necesita que le rompan las entrañas. Se necesita sólo un poco de sensibilidad y humildad ante el mundo para entender la estupidez de un proyecto de este tipo.
En lo identitario y político: ¿Cuál es la ansiedad desmedida de desear todo lo gringo, de querer hacer lo que hacen los norteamericanos en una especie de vacío cultural que nos lleva a negarnos a nosotros mismos y pretender “miamizarnos”?, ¿por qué esa actitud de copiar la idea del monumento del Monte Rushmore?
Bien sabemos que uno de los caballitos de batalla de los Estados Unidos en su ideología expansionista es el de la colonización cultural, no en un sentido intercultural participativo sino estrictamente unilateral, mediante una transculturización degenerativa que anula la conciencia de identidades regionales o peor aún de dignificación de sí mismo de los países en vía de desarrollo, y por supuesto de las minorías culturales. Todo esto con la lógica económica y política de allanar terrenos propicios para los mercados de una cultura netamente excremental en el consumo y convenientemente dócil en lo político.
Cuando los presidentes y demás dirigentes locales se vuelven extensiones de estas políticas neocolonialistas, es de entender que se lama la mano del amo siguiendo patrones conciliadores o mejor, replicadores en pequeña escala, que garantizan espaldarazos representados en favores o finalmente en medallas al mérito como la condecoración hecha por el ex presidente Bush al presidente Álvaro Uribe.
Dicho esto podría decir que el llamado Grito de Libertad en Santander no es otra cosa que un acto simbólico que replica comportamientos gringos de nacionalismo solapado, que de una u otra forma instaura en el paisaje señales de poder claramente definidas, y que en realidad lo que menos les importa a los promotores del proyecto es el contenido histórico que tiene cada uno de los personajes a representar, y que sí, en cambio, son caballitos de Troya muy bien maquillados bajo la disculpa del arte y el turismo, hechos de la manera más chambona.
El arte, en diferentes momentos de su historia, ha sido paralelamente un vehículo de investigación estética, pero también herramienta de adoctrinamiento político dadas las posibilidades que brinda la imagen, más aún cuando se instaura en el espacio público, donde convive el ciudadano y le da sentido a los indicios incluso de manera perdurable. Recuérdense las esculturas ecuestres europeas que buscaron conmemorar y eternizar a reyes y emperadores y reflexiónese por qué fue importante para los norteamericanos mostrar al mundo por CNN el derribamiento de la estatua de Sadam Hussein una vez Bagdad fue tomada.
Lo grave es que en la solución plástica importada que se da a este proyecto, prevalece más la estilística, la monumentalidad eréctil y dominante sobre la madre naturaleza y la vacuidad estética del monumento gringo, que la importancia simbólica que puedan revestir los personajes a representar. El esculpido que piensan hacer en la montaña, y que me niego a llamar escultura, es más una vil estrategia populista que pretende como toda doctrina maquiavélica, conmover en la ignorancia y en el atolondramiento de una nación violentada y de rapiña de oportunidades, bajo el momentáneo impacto de lo grande, de lo imprevisible, de lo que acalla, sin que eso signifique contenido en lo glorioso, sino por el contrario el efecto alienante y atemorizante que deja un gran desfile militar hitleriano o unos disparos de cañón al aire, que no van al aire sino directamente a la conciencia desprevenida.
En lo artístico: Si nos detenemos en la belleza puramente formal del Cañón, vemos que está en la monumentalidad, en las coloraciones que resultan de esa mágica interacción entre el volumen y lo etéreo de la atmósfera que el tiempo despliega allí en cada hora del día, matices que una manera única se combinan magistralmente por la riqueza de grises, verdes, azules, violetas, ocres y terracotas filtrados por la distancia y los rebotes de luz; esa belleza también está sustentada en los perfiles que dibuja cada sección de las montañas contra el fondo de ese cielo que parece hacerse más inmenso que en otros lugares.
Pero de fondo existe un problema de concepto: el de la madurez y coherencia en los procesos estéticos y en este caso respecto a la escultura y el trato al paisaje como escenario cultural. Es fundamental tener en cuenta la tradición respecto al arte, una tradición que analice y guíe correctamente la elaboración de un monumento o de un proyecto artístico, en relación recíproca con el paisaje.
Los recursos escultóricos aportan soluciones específicas que corresponden a necesidades de contexto según fuere la filosofía y papel del arte en determinado momento histórico. Es decir, que tanto la forma como los esquemas de representación están ligados a un pensamiento que interpreta las soluciones estéticas adecuadas para generar sentido en un momento y lugar determinados.
Así, la costumbre neolítica de colocar una piedra verticalmente o de apilar varias en construcciones específicas, se convierte en una solución de volúmenes o escultórica ritualística si se quiere, que se erige para rendir culto al sol o para no olvidar y dar sentido a la muerte, un sentido de pérdida pero de recuperación de la persona en la memoria. En el Renacimiento el sentido de la escultura ecuestre garantizó no sólo la celebración al gobernante, monarca o guerrero que se eterniza en la piedra o el bronce, sino que se distanció por su escala y por la separación que ejerce el pedestal entre el ser homenajeado y el simple observador del pueblo.
Este sentido el sistema representacional mediante el método de copiar o idealizar la realidad, entra en crisis recién finalizando el siglo XIX con Auguste Rodin, quien además de romper con la idea de erigir al personaje y alejarlo del observador, aborda la capacidad de expresar con el gesto universal los sentimientos humanos, fuerzas intrínsecas y de la naturaleza que se conjugaron en la gestualidad de la materia.
De manera que una vez dado este paso, la modernidad, a través de varios movimientos artísticos, explorará las diferentes posibilidades de la materia y la forma de abordar en la escultura otros horizontes temáticos, entre otros lo pagano, el objeto cotidiano sublimizado, la interpretación libre de las fuerzas naturales, o simplemente el arte por el arte, en un juego más lúdico de la forma, la composición y el color.
En los años sesenta y setenta surge uno de los abordajes más interesantes de la escultura de la modernidad tardía que abre el umbral de la escultura contemporánea, y es precisamente el de la relación del paisaje como posibilidad plástica y de significados. Así, Robert Smithson con su gran Spiral Jetty, o Richard Long con sus intervenciones gestuales en el paisaje, denotan las posibilidades cosmogónicas y artísticas del paisaje, que con los sutiles reordenamientos del artista, evocan esa relación espiritual del hombre entre el origen primigenio y las relaciones culturales del mismo.
Desde entonces, la escultura cambió por completo sus presupuestos gestuales, ahondando incluso en acciones escultóricas que tienen que ver más con acciones y comportamientos procesuales que con la instauración de objetos en el espacio. Estas acciones y procesos en el arte contemporáneo se insertan más en una corriente ideológica crítica frente a las relaciones de los sistemas de poder y los fenómenos de la cultura, indagando nuevas formas de aproximación del ser humano con los espacios, sus contextos políticos y de convivencia, incluso con el paisaje en un sentido tanto ecológico como espiritual.
Desde esta perspectiva, la naturaleza y realización del proyecto en cuestión, es un desatino artísticamente anacrónico, pues se descontextualiza totalmente tanto en lo histórico como en las relaciones orgánicas que se establecen desde lo estético con las realidades culturales que subyacen en el territorio.
Yo he visitado y amado la montaña, he tratado de aprender de grandes experiencias de artistas que interactúan de manera respetuosa con la naturaleza, y considero que, independientemente de la calidad artística o estética del proyecto, su ejecución es un error funesto e irreparable.
Germán Toloza, Artista Plástico.
Coordinador del Programa de Bellas Artes UIS
publicado por Artistas Zona Oriente