¨La vida imita al arte¨ escribió Oscar Wilde y yo lo repito ahora pensando en que lo que le ha sucedido a los mineros chilenos atrapados durante 69 días en el fondo de una mina chilena fue anticipado por Santiago Sierra. Él fue quien puso el guión o por lo menos el rasgo distintivo del guion seguido por este acontecimiento mediático, el más espectacular de la temporada, si hemos de dar crédito a las informaciones periodísticas según las cuales la transmisión en directo del rescate de dichos mineros fue seguida por mil millones de telespectadores en todo el mundo, muchos más que los que siguieron la final de la pasada edición de la Copa Mundo de fútbol disputada entre España y Holanda, y que hasta ese momento batía los record de audiencia de la temporada. Qué noticia: el teatro le gana por primera vez al futbol la partida de las audiencias masivas. Cierto, es un teatro que no se reconoce como teatro porque como en el caso paradigmático, ejemplar del Big Brother es el cumplimiento inesperado y extremo del imperativo que el naturalismo formula a sus actores: actúa como si, en vez de público, hubiera una cuarta pared, actúa con la misma naturalidad con la que vives. Es también la clase de teatro que Santiago Sierra desplazó del ámbito televisivo al de los escenarios privilegiados del arte y en el que, además, introdujo por primera vez a los obreros. Que no fueron convocados por él para que interpretasen, como los protagonistas del Gran Hermano, los papeles difusos que cada quién interpreta en su vida cotidiana sino para que pusieran en escena su propia condición de obreros. O sea de ¨hombres sin atributos ¨ en los que toma cuerpo la pura potencia o la disposición igualmente abstracta para ejecutar cualquier tarea, la que sea. Sea la de ocupar una sala de exposiciones de un museo para bloquear el paso a los espectadores ansiosos de entrar en la misma, sea para mover pesados bloques de hormigón armado de un extremo a otro de una refinada galería de arte.
Los mineros chilenos eran solo eso: mineros, hasta que el desplome de unas cuantas galerías de la mina de cobre en la que trabajaban los dejó encerrados a centenares de metros bajo tierra y completamente aislados hasta que los equipos de rescate lograron hacer llegar hasta su refugio una sonda que, a partir de ese momento, se convirtió en su cordón umbilical con el mundo. Y con el mundo tal y como es ahora mismo: mundo de la imagen omnipresente gracias a una red de redes capaz de poner en pantalla en vivo y en directo y en tiempo real los acontecimientos más remotos e insólitos. Gracias a la conexión permitida por esa sonda milagrosa los mineros no solo alentaron esperanzas de supervivencia sino que se transformaron en los protagonistas involuntarios de un auténtico reality show mediático donde, sobre la verosimilitud de índole naturalista que es habitual en los mismos, se superpuso la verdad de una situación que era en definitiva una carrera contra el tiempo, de cuyo éxito o fracaso dependía literalmente la vida de los mineros. Y por mucho que desde Kant la experiencia estética se haya intentado idealizar poniéndola en relación determinante con la razón o con el concepto, lo cierto es que aún siguen conmoviéndonos aquellas experiencias que implican un peligro real de muerte violenta para quienes las padecen. Y que nos proporcionan – tal y como lo señaló Burke – el placer egoísta de contemplarlas sabiendo que, como espectadores, estamos completamente a salvo de ese peligro real. Aquí está probablemente la clave del éxito verdaderamente extraordinario de este singular reality show, en el que la constante exhibición de las actividades cotidianas de los mineros atrapados, de sus familiares, de los equipos de rescate y de las autoridades estuvieron siempre sobre determinadas por la amenaza de muerte que desde el comienzo pendía sobre la cabeza de todos los directamente implicados.
He escrito ¨actividades¨ pero tendría que haber escrito ¨dramas¨ porque así, como formando parte de un ¨drama¨ o de ¨una película¨, fueron calificadas las vicisitudes cotidianas de los protagonistas por quienes se sentían espectadores de las mismas y no distraídos televidentes. Los mineros, en cambio, no se resignaron a ser sólo los protagonistas de lo que, en virtud de la escenificación mediática, leímos como un drama intenso y excepcionalmente verosímil. O por lo menos no se resignó Mario Sepúlveda, el electricista y líder sindical cuya jovialidad y sentido del humor cumplieron un papel determinante en la lucha de todo el grupo contra la desesperación. Él fue quien declaró, inmediatamente después de ser rescatado: ¨ No quiero que me traten como artista o animador, sino como Mario Sepúlveda minero. Nací para morir amarradito al yugo¨.
:
Carlos Jiménez
http://elartedehusmeardecarlosjimenez.blogspot.com/