El museo como campo de batalla: autoritarismo, memoria y disputa cultural

Esta ofensiva no ocurre en el vacío. Forma parte de una reacción más amplia contra lo que sectores conservadores llaman «cultura woke», una etiqueta imprecisa pero eficaz, que agrupa toda forma de pensamiento crítico sobre género, raza, memoria colonial o diversidad sexual. En el fondo, se trata de deslegitimar la capacidad de los museos de problematizar la historia nacional.

El decreto firmado recientemente por Donald Trump, que ordena «restaurar la verdad y la cordura en la historia de Estados Unidos» mediante una intervención directa en la Smithsonian Institution, representa mucho más que una medida aislada de política cultural. Es una operación de alta carga simbólica, dirigida a desactivar el poder de los museos como espacios de pensamiento, memoria y disenso. Lo que está en juego aquí no es solo la curaduría de una colección específica, sino la legitimidad de las preguntas «incómodas” sobre el pasado y el presente de una nación.

Trump pretende condicionar la financiación de programas museales al alineamiento ideológico con un relato «positivo» de la historia estadounidense, lo que en la práctica significa silenciar narrativas críticas. La medida autoriza a J.D. Vance —vicepresidente y miembro de la junta de regentes del Smithsonian— a eliminar cualquier «ideología impropia, divisiva o antiamericana» de los museos, centros de educación e investigación, e incluso del Zoológico Nacional. El gesto, aunque se reviste de una retórica de sensatez y objetividad, revela un profundo temor a la disidencia histórica. En otras palabras, se busca reemplazar el debate con una versión preestablecida de los hechos: cerrada, ejemplarizante, sin fisuras.

Esta ofensiva no ocurre en el vacío. Forma parte de una reacción más amplia contra lo que sectores conservadores llaman «cultura woke», una etiqueta imprecisa pero eficaz, que agrupa toda forma de pensamiento crítico sobre género, raza, memoria colonial o diversidad sexual. En el fondo, se trata de deslegitimar la capacidad de los museos de problematizar la historia nacional. El Smithsonian —al albergar instituciones como el Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericana o el Museo Nacional de la Mujer— ha sido un terreno fértil para esa problematización, convirtiéndose en blanco de esta avanzada cultural.

Los efectos de esta orden ejecutiva exceden lo simbólico. En términos educativos, supone una reducción de la complejidad histórica a una narrativa unidimensional, donde el conflicto se borra y el heroísmo patriótico se sobreexpone. En términos jurídicos, abre la puerta a nuevas formas de censura institucional y cooptación presupuestaria. Y a nivel internacional, compromete la legitimidad cultural de Estados Unidos, que durante décadas ha proyectado una imagen de apertura intelectual, precisamente por sostener museos capaces de hacerse preguntas difíciles.

Pero quizás la implicación más preocupante sea otra: la pretensión de que la historia, en tanto relato público, puede ser clausurada desde el poder ejecutivo. Bajo el argumento de la «unidad nacional», se impone una pedagogía del consenso que castiga el desacuerdo. El museo ya no sería un lugar para ensayar versiones múltiples del pasado, sino un escenario donde se corea una sola verdad, escogida de antemano por la administración de turno.

No es casual que esta estrategia resuene más allá de las fronteras estadounidenses. En América Latina, el ascenso de liderazgos que apelan a la supresión de derechos culturales, la negación del pensamiento crítico y la desfinanciación sistemática de instituciones públicas encuentra un eco evidente en figuras como Javier Milei. Su cruzada contra lo que denomina «el curro de la cultura» —que incluye recortes al Instituto Nacional del Teatro, al Fondo Nacional de las Artes o al CONICET— comparte con Trump una misma matriz ideológica: la sospecha hacia el conocimiento complejo, la repulsión frente a las voces disidentes, y la idea de que la cultura debe subordinarse a una visión estrecha de utilidad económica o propaganda identitaria.

Sin embargo, los peligros que acechan a la cultura no son exclusivos del espectro conservador. En Colombia, el gobierno de Gustavo Petro —que se presenta como progresista y transformador— atraviesa una crisis profunda en su Ministerio de Cultura. Los cambios sucesivos de ministros, la diminución presupuestal (las dificultades para su ejecución) y los nombramientos sin criterio técnico han dejado al sector en un estado de parálisis. El caso del ministerio evidencia cómo incluso bajo gobiernos progresistas la cultura puede quedar marginada, instrumentalizada o debilitada. La falta de continuidad, de interlocución con el campo cultural y de una visión estratégica de largo plazo puede erosionar tanto como la censura explícita.

1 comentario

Se podría decir que todo sistema es represivo . Que todo sistema siempre quiere alienar conductas a su favor ya que se cree que el poder de turno , lo puede todo. Es la forma de seguir el carril por donde va el tren o el frenar el tren con cautela para que no se descarrile.
Pero la historia demuestra siempre su propia realidad. Su propio desenvolvimiento en el tiempo que surge a través de sus propias contradicciones.No creo que sea posible determinar al ser humano en una sola dirección si entendemos que el hombre es un ser pensante. Pero lo que si se puede es maquillar las narrativas. Ponerles el color que poder quiera ponerles. Direccionar las hacia sus propios fines en razón de sus propios intereses, Pero esto no es más que el momento dentro del eterno cambiar de la realidad.Si es que podemos llamar realidad al movimiento constante. La historia.