El mapa y el territorio de Houellebecq

El mapa y el territorio de Michel Houellebecq es una novela que esconde la imposibilidad de crear su argumento a través de un exceso de adjetivos, repetidas dilaciones de la intriga y, por sobre todo, una pátina de nihilismo afectado.

Nihilismo que, sin embargo, consigue engañar. Primero, porque conlleva a la dificultad de hablar seriamente sobre el texto, pues éste, al no querer decir nada, eclipsa su propia crítica, torna ridículo el acto de analizar su trama, su contenido o su estilo. Segundo, porque se trata de un nihilismo reverencial, profundamente elitista –un espíritu burgués escondido bajo el manto de un falso anarquista, recorre las páginas de la obra–.

En suma, tenemos un anti-nihilismo, capaz de atemorizar a un lector que se ve forzado a gritar que el rey está vestido, que la novela es “magnífica”, “irreducible”, “escrita con una maestría pasmosa”, cuando, la verdad, sólo está en frente de un cuerpo enclenque cuyos pelos y verrugas se han querido pasar por las más finas argucias del ingenio y la agudeza.

Echemos un ojo al tercer segmento de la historia.

Después de varias aventuras de carácter romántico, la tercera temporada se sumerge en un lapso turbio y escalofriante, en donde un viejo y famoso escritor de apellido Houellebecq, es asesinado junto a su perro, de forma tal que, dejando intactas las cabezas, el, la o los asesinos parecen haber pasado los cuerpos por una especie de procesador de alimentos –que no una licuadora–, pues algunos pedazos sólidos no perdieron consistencia, para, finalmente, realizar con el material obtenido, una obra bidimensional dispuesta sobre el suelo de una sala de estar.

Una pléyade de adjetivos es invertida para dar cuenta de la tragedia. Los investigadores se quedan “estupefactos”, los peritos no consiguen asimilar lo que sus ojos han visto, pues dicen es “peor de lo que usted puede imaginar”, las reuniones para resolver el caso tienen una “atmósfera pesada”, dado que han caído en una “incertidumbre deplorable”.

Sin embargo, la feria de descripciones resulta confusa de tal modo que al lector —y no me refiero sólo a aquel apasionado por la novela policiaca—, le será imposible hacerse una imagen del crimen para, con esto, cultivar sus propias sospechas.

Es sencillo, si en un párrafo el narrador afirma: “…era una masacre, una carnicería sin sentido, tiras de carne regadas por todo el suelo” y en otro, dice: “Los propios retazos de carne (…) no parecían distribuidos al azar, sino según patrones”, la descripción no consigue resolverse, y resulta difícil establecer si las rebanadas de Houellebecq tenían o no un patrón o un sentido.

Imagen completada, por una intervención del protagonista, Jed Martin, un pintor extremadamente famoso a quien no le importa su fama, y quien, tomando las fotos de la escena del crimen entre sus manos afirma:

“—Sabe… —dijo, finalmente— Esto no pasa de una imitación barata de Pollock. Se ven las formas, las texturas, pero el conjunto es dispuesto mecánicamente, no hay ninguna fuerza, ningún eje vital.”

(Por lo demás, es obvio que Houellebecq, o su personaje, nunca tomó tres minutos en mirar un cuadro de Pollock. En un momento de la descripción, el reguero es calificado como un asunto lleno de “arabescos”, palabra que, si bien sirve para describir un Botticelli, está lejos de sernos útil para dar cuenta de un Pollock. De cualquier forma, es obvio que tal mención es introducida en mitad de la comedia por el precio de 2006, 109.100.000 euros, que alcanzó la tela Número Cinco (1948) de este artista norteamericano, así como sucede con la introducción de Koons y de Hirst, al principio del libro.)

Bien. Durante un lapso, la investigación queda en suspenso, pues ninguno de los más terribles psicópatas parece haber realizado el crimen. No obstante, tres años después, por un vericueto mas inverosímil que increíble, encuentran tanto el motivo como el autor del homicidio: un millonario coleccionista de insectos que, sin el menor interés de matar al pobre viejo y, mucho menos al perro, había construido un ardid para robar un cuadro que estaba guardado en esa casa, sin despertar sospechas. Una obra de arte de Jed y cuyo precio era: nueve millones de dólares.

En efecto, no sería necesario contratar a Gil Grissom de CSI, para dilucidar, desde un comienzo, que en el lugar del homicidio faltaban nueve millones de dólares, pero nadie parece darse por enterado, y eso sí me resultó espeluznante.

DETECTIVE: “—Al inicio, este caso se presentaba sobre una luz especialmente atroz, pero original. Podíamos estar lidiando con un crimen pasional, con un crimen de locura religiosa, con varias cosas”.

NARRADOR: “Era muy deprimente al fin, encontrarse nuevamente con la motivación criminal más difundida y universal: el dinero”.

De ahí al clásico de 1990, “Ghost, la sombra del amor” no hay medio paso: vi al fantasma de Patrick Swayze pasearse por las líneas de la obra.

FLASH TO WHITE

El resto de la narración consiste  en una guía sobre cómo degustar un vino, cuáles hoteles visitar, qué carro debes tener, como conquistar a una rubia que, con solo una mirada, es capaz producir una erección tan fuerte que resulta dolorosa, en qué tipo de resort suizo brindan el mejor plan para realizar un suicidio discreto y elegante, los costos que implica la construcción de un cerco para resguardar tu casa y, por sobre todo esto, un manual completo para parecer nihilista.

Sin embargo, nuevamente, hay que mantener las sospechas. Confiar en el gusto de alguien tan sentimental que mata a un personaje que lleva su mismo nombre en una novela policiaca, no es una buena táctica. Va y que te traiciona. Que te hace caer, bajo el disfraz de un escepticismo cínico, en ese conformismo generalizando de nuestros días, que radica en creer que más allá del capitalismo no existen otras posibilidades de relaciones humanas, de diálogo y de solidaridad. La novela de Houellebecq es política, como lo es CSI, presenta un mundo imposible de ser mudado, se cruza de brazos frente al desastre, y vaya que no es un cruzarnos de brazos la única posibilidad que nos queda.

Finalmente, en su conjunto, el culebrón de Houellebecq me recuerda a un borracho amigo de la familia, que solía presentarse como catador de cachaças. Así, le gustaba pedir la botella a las diez de la mañana, para, mientras se la tomaba, describir sus infinitas cualidades ornamentando su discurso con todo tipo de adjetivos. La verdad, te lo aguantabas porque resultaba un verdadero cómico, mientras decía a los gritos “¡Nunca probé nada igual!”. Un día, sin tener nada más en la casa, le dimos un aguardiente tan barato que venía en botella de plástico, y no habíamos alcanzado anunciarle lo que era, cuando el hombre comenzó a soltar gritos sobre el valor de aquella cachaça “hormigueante de visiones metafísicas”, creada “con una maestría pasmosa”, “¡magnífica!”, “sutil” e “¡irreducible!”.

 

Julia Buenaventura

Vale ver el artículo de Ignacio Echevarría:

http://www.elcultural.es/version_papel/OPINION/29773/Literatra_magazine